El Partido Peronista --convertido en Justicialista desde que en 1971 la dictadura de Lanusse prohibió aquella denominación-- fue creado en noviembre de 1946, cuando Perón unifica los sectores políticos que lo habían apoyado en la elección presidencial. Pero no caben dudas de que su nacimiento debe fecharse el 17 de octubre. Perón y el pueblo sueldan ese día una alianza indestructible y los trabajadores quedan constituidos como la fuerza principal del movimiento popular.

La población de los suburbios ganó las calles de Buenos Aires y posiblemente no pocos porteños habrán compartido la reacción del diario La Nación que calificó como “la noche triste” la irrupción popular en Plaza de Mayo. Scalabrini Ortiz, en el texto tantas veces citado, recibió a los hombres y mujeres del 17 como alguien al que se está esperando. La metafísica porteña del hombre de Corrientes y Esmeralda cobraba dimensión nacional y política con la llegada de “la multitud más heteróclita que la imaginación pueda concebir”. Ese nuevo sujeto social que Scalabrini descubría en su variedad, pero también en su unidad, no mereció de otros reflexión, ni siquiera curiosidad. Lejos de plantearse por qué un militar recogía tamaña adhesión, los socialistas prefirieron identificarlos con las multitudes fascistas que marcharon sobre Roma. Los comunistas que compartieron ese pecado original tuvieron más tarde diferentes conductas. Apoyaron más de una vez al peronismo, aunque nunca conocimos una revisión profunda de su política de 1945. Puede entenderse que quienes veían el mundo de esos días a partir de la guerra europea no advirtieran la originalidad del nuevo proceso que se abría en el país. Pero la unidad del movimiento popular argentino va demandado una mirada sobre la historia que reconozca el carácter fundacional del 17 de octubre.

Las primeras interpretaciones del 17 de octubre han sido revisadas. El trabajo de Murmis y Portantiero sobre los orígenes del peronismo mostró las carencias del análisis de Gino Germani que explicaba la adhesión obrera a Perón como consecuencia de los límites en la conciencia de los nuevos trabajadores y la falta de instituciones sólidas en que se hubiera podido encuadrarlos. Esta prioridad otorgada a los nuevos trabajadores en las decisiones ya no puede sostenerse. Posiblemente en las calles del 17 hubo muchos obreros sin pasado sindical, pero los estudios de Juan Carlos Torre han mostrado que una mayoría de los dirigentes apoyó finalmente al peronismo. Las actas de la CGT del 16 de octubre muestran cuanta desconfiaza existía en algunos dirigentes respecto del coronel Perón pero ésta se iría desvaneciendo por la simple razón de que Perón otorgaba las reivindicaciones, mientras la victoria del antiperonismo suponía la posible pérdida de estos beneficios. Este análisis es muy importante para afirmar la racionalidad de la opción por el peronismo, pero no debe desdeñarse el componente emotivo principal aportante a la conversión del 17 de octubre en un gran mito popular.

María Bunge, esposa de Manuel Gálvez, intelectual católico y nacionalista que adhirió tempranamente al peronismo, vio pasar a los manifestantes y concluyó que no tenían por qué ser considerados como enemigos por la Iglesia. Los trabajadores están con Perón y no con sus tradicionales dirigentes comunistas o socialistas, decía Bunge: “la enorme masa que desfiló estuvo poco menos que desconectada de los que se creen y proclaman dirigentes obreros”. Se sostiene que el artículo influyó en la decisión de apoyar a Perón. Parece difícil aceptar esta opinión, porque en una elección en que se enfrentarían los partidarios de la enseñanza religiosa --vigente desde 1943-- con quienes proclamaban el laicismo, el divorcio e incluso la separación de la Iglesia y el Estado, los primeros no tendrían razones para dudar.

Sin embargo, si se consulta las ediciones del diario El pueblo, vocero oficial de la Iglesia, se advierte que un fuerte bando resistía el apoyo a Perón. Un sector de las clases tenía una estrecha relación con la Iglesia y sus presiones eran atendidas por el Episcopado. Pero además, no eran pocos los obispos molestos con el estilo adoptado por Perón, quien repetía definiciones de la Doctrina Social de la Iglesia, pero con un tono como si predicara una revolución. La imagen patriarcal que ofrecía Bunge, comparando la expresión alegre de los manifestantes de 17 de octubre con los de la Semana Trágica cuyo recuerdo aterraba a la oligarquía, cumplió una función tranquilizadora. Esas resistencias de la Iglesia al peronismo y la competencia que ya se advierte con la tarea eclesiástica en el mundo laboral no podían ser decisivas en esa coyuntura, pero son importantes para comprender el enfrentamiento que irá creciendo en los primeros años 50 hasta llegar a que la Iglesia se transforme en el principal adversario de Perón.

Es curioso, o tal vez no tanto, que los argumentos de algunos sectores de la Iglesia para rechazar a Perón fueran similares a los que se escuchaban en el mundo empresario. En su charla de la Bolsa de Comercio, en agosto de 1944, Perón advirtió a sus interlocutores sobre los riesgos que corrían si se negaban a aceptar los reclamos obreros. A pesar de que la situación mundial hacía pensar en un crecimiento de la izquierda, los empresarios no creyeron que fuera bueno fortalecer los sindicatos ni tampoco temieron una futura revolución. Más parecía preocuparles ese coronel que quería un acuerdo social en un país donde los patrones reinaban hasta entonces sin problema. Perón advirtió el desequilibrio que se planteaba. Como estadista siguió pensando en la necesidad de gobernar con una pata empresaria, pero como político comprendió que los trabajadores constituían su único apoyo.

 

Muchas veces los grandes empresarios faltaron a la cita. El Gelbard del 73 constituye la excepción más notable. Los trabajadores, los más pobres, estuvieron siempre, como están hoy. Son mayoritariamente peronistas y, además, no pueden despreciar en la crisis el aporte del Estado. No se trata por cierto de desdeñar hoy aquella política de acuerdo social sino, en la grave emergencia que vivimos, de orientarla prioritariamente hacia los que menos tienen, a los más golpeados, como sostiene el presidente.