Por respeto a la palabra, no me atrevo a decir que con Paul Leduc fuimos amigos. Nos conocimos en el periodo que viví en México –entre septiembre de 1979 y julio de 1983–, y él siempre fue cálido y gentil. Recuerdo la ansiedad con que me preguntaba sobre El Salvador. Yo era corresponsal de un semanario brasileño y, como cubría Centroamérica, pasaba la mayor parte de mis días viajando por la región.

Después volví a Brasil y seguí viajando a México a cada año y medio, dos años, y nos encontramos en algunas ocasiones. Nos acercamos allá por 2002, quizá 2003, cuando Jorge Sánchez era cónsul de México en Río y Leduc quería a alguien que lo contactara con el gran-gran Rubem Fonseca, el gigante de la escritura de quien quería adaptar un cuento para el cine. Sánchez sabía que yo era amigo de Fonseca, me pidió que hiciera el enganche con Leduc, y listo, el resto es historia. A propósito: historia y una película tremenda.

A partir de entonces, mis contactos y encuentros con Leduc se hicieron más asiduos. Él siempre cálido y gentil, siempre inquieto con el destino de nuestras gentes y nuestras comarcas. Sin embargo, y es lo que quiero traer aquí, nuestro último encuentro me reveló una dimensión de Leduc que, creo yo, merece registro. Y descubrí una generosidad, una solidaridad, que solo había conocido con amigos de largas, larguísimas jornadas.

Fue en diciembre de 2018. Yo había viajado a México para presentar un libro de cuentos, Las tres estaciones, en la Feria del Libro de Guadalajara. Le avisé a Leduc por email, proponiendo que nos juntáramos en los cortos días que luego pasaría en la Ciudad de México. Él me contestó de inmediato pidiendo un teléfono. Le pasé mi número de celular, y Leduc me llamó de inmedito.

Preguntó cuándo llegaría yo al DF. “Sábado por la noche”, contesté. Pidió que cenáramos ese mismo día. Dije que era imposible, tenía un compromiso. “Entonces, el domingo almorzamos”, replicó. Conté que tenía un almuerzo en familia, en la casa de mi hermanísima Miriam Morales, donde me hospedaba con Martha, mi compañera. “Te busco a eso de las seis y media, cuando hayas terminado tu almuerzo”, fulminó Leduc. Y así fue.

Todo el tiempo yo me preguntaba qué de tan urgente había. Pues Leduc me llevó a su casa, me ofreció un mezcal de los dioses, y me contó. Jair Bolsonaro había sido electo presidente de mi país semanas antes. Yo había sido amenazado junto a tantísimos otros que no comulgaban con su ultra-derechismo fundamentalista. No sé cómo Leduc supo. Y la urgencia era para decirme que si quisiera mudarme para México él me ayudaría en todo. Que ya se había movido para buscarme trabajo y medios de sobrevivir en un nuevo exilio, que sería el tercero de mi vida.

Claro, claro, están sus películas eternas, está su inquietud, está su sonrisa, está su permanente angustia apenas disfrazada por una falsa tranquilidad. Están sus manos agitadas contrariando un hablar pausado. Está todo eso, y mucho más. Pero el Leduc que ahora duerme en lo mejor de mi memoria es aquel amigo fraterno que me abrió su casa cuando creyó que yo estaba en peligro.