La mañana de la muerte de Néstor Kirchner, apenas conocer la noticia, y en caliente y en minutos, escribí una nota en estas páginas. Fue una de las primeras de esa mañana y ese día, y fue parida bajo el imperio de dos sentimientos dominantes: dolor y miedo.

El dolor, finalmente, siempre se banca, o se supera, y a la larga cauterizan las heridas. Pero el miedo deja otro tipo de huellas, más perversas, aunque también pueden superarse. Los seres humanos tenemos una extraordinaria capacidad de resistencia, de reparación, y eso también caracteriza a la especie y a los pueblos.

Quizás por eso escribir ahora un segundo obituario en memoria de Néstor Carlos Krchner (1950-2010) me cuesta tanto. Porque gobierna la escritura de este texto, al cumplirse diez años de su partida hacia los territorios míticos que llamamos inmortalidad, la comprobacion de que hoy nos encontramos –como país, como sociedad– en situación parecida a la de 2003. O dicho de mejor modo, no demasiado diferente.

Sé que quizás lo que menos importa, aquí y ahora, son mis recuerdos, porque son poquitos. Y porque mi relación con él, si puede decirse tal cosa, fue tan efímera como rara, ya que nos encontramos solamente dos veces, una presencial y la otra telefónica, que sin embargo me marcaron fuertemente.

Como ya narré en el libro "Cartas a Cristina", publicado en 2011, lo conocí de casualidad un mediodía de febrero del año 2000, en un restaurante de El Calafate, Santa Cruz.

Viajábamos en coche con un amigo entrañable, el poeta español Fernando Operé, y nos detuvimos en una especie de fonda que alguien nos recomendó porque allí se servía el supuestamente más famoso guiso de cordero de la región. Néstor era entonces gobernador de esa provincia, y apenas empezamos a degustar el guiso, él entró de la mano de su esposa, Cristina, entonces senadora nacional. Estuvieron unos minutos de pie esperando mesa, y yo comenté con agrado a mi camarada español ese hecho tan provinciano de que los altos funcionarios podían comer en cualquier lado sin que los parroquianos los molestaran ni se mostrasen molestos, y que podían esperar mesa como cualquier comensal.

Yo en aquellos días no simpatizaba con el matrimonio, de manera que seguí comiendo con mi amigo al igual que el resto de la concurrencia. Hasta que de pronto la senadora me reconoció y me llamó, dijo que leía mis notas en este diario, y con esa voz sonora y firme que en años posteriores amó y odió este país, me primereó con irresistible simpatía: se acercó a nuestra mesa, saludó a Fernando e hizo un comentario sobre las bellezas patagónicas, la alegría que le producía vernos allí e incluso mencionó algunos libros y artículos que yo había escrito y ella leído. Completamente desbalanceado y sin saber qué hacer, saludé a ambos con natural y lógica cortesía, pero me comporté como un tonto maleducado al no invitarlos a compartir nuestra mesa. Grosería que después, y con toda razón, me reprochó mi amigo, acusándome de ser una bestia por no haberles ofrecido asiento al Gobernador y a su esposa.

Tres años después, y seguro que olvidado él del episodio, una mañana de junio de 2003, apenas instalado en la Presidencia de la República, Néstor me hizo llamar por su primer canciller, y amigo y colega periodístico mío, Rafael Bielsa. "Te va a hablar el Presidente", me dijo Rafa, y seguidamente escuché la voz algo seseosa de Néstor, a quien obviamente y como muchos compatriotas yo ya observaba con creciente simpatía.

Me saludó y fue al grano: "Necesito que se haga cargo de nuestra embajada en La Habana –­me dijo­–, sé que allá lo respetan y aprecian, y tenemos que hacer una gran labor con ellos".

­–Señor Presidente –respondí, algo abatatado–: le agradezco el honor pero no puedo aceptar. Siento el deber de aclararle que yo a usted no lo voté.

—Ah, no se preocupe —dijo él en el teléfono, riéndose—, a mí casi nadie me votó pero acá estoy.

Me encantó el tipo, obviamente, y confesé para mis adentros que era un convite excepcional, aunque sabía que por razones familiares no podía comprometerme. De modo que, como para ganar tiempo, le pedí precisiones sobre qué esperaba de mí como embajador. "Quiero en La Habana alguien que en Cuba respeten y sé que a usted lo respetan. Hay que negociar los intereses argentinos. Cuba es un país amigo, pero nos deben más de mil millones de dólares".

—¿Y usted espera, Sr. Presidente, que yo cobre eso? —le dije, azorado—. Debo confesarle que todavía no conseguí que me devuelva cien pesos un amigo de la otra cuadra".

Néstor soltó una breve carcajada, y me pidió que lo pensara.

El asunto terminó dos días después, cuando le comuniqué a Rafa que razones familiares insalvables me impedían aceptar. Y con inmenso dolor le pedí que le transmitiera mi agradecimiento.

Y eso fue todo. Solo quiero decir ahora que Néstor Kirchner fue un hombre al que lentamente llegué a admirar y querer. Por su amor a mi patria, su conciencia social, su privilegiar los Derechos Humanos, su decisión como estadista. Sé que descansa en paz y que la inmensa mayoría de nuestro pueblo lo recuerda con cariño.