Otro aniversario de la muerte de Néstor –la síntesis amorosa popular suele despojar del nombre completo. Los números redondos pertenecen a la superstición de los aniversarios. He escrito muchas veces sobre Néstor Kirchner prefiriendo explayarme sobre el carisma de su no carisma y su imaginación simbólica. No se me ocurre nada con que meterme el perro haciéndome creer que no lo he escrito antes. Claro que un acto de memoria exige la renuncia a los narcisismos autorales y, a cambio, repetir el encomio, como si se tratara de una oración. No cabe recurrir a la baja estofa de zapar  “si Néstor viviera…” como si Sartre no hubiera dicho “el verbo hubiera no existe” y como si Vicentín, coronavirus, Argentina y el informe Bachelet se discutieran con un fantasma de mirada ligeramente bizca al que se le adjudica voz y voto en lugar de recordar y actualizar las enseñanzas de un compañero. El escritor católico C. S. Lewis escribió una reflexión atendible sobre esta expresión (“respeto a los deseos de un muerto”) en el libro Una pena en observación, relato lúcido y terrible sobre el duelo por su mujer: “Pero empiezo a darme cuenta de que ‘respeto hacia los deseos de un muerto’ entraña también una trampa. Ayer me detuve a tiempo antes de decirme, con ocasión de no sé qué bagatela: ‘Esto a H. no le hubiera gustado’. No conviene, no es bueno para los demás. En breve acabaría echando mano a ‘lo que le hubiera gustado a H.’ como un instrumento de tiranía ”. No sabemos lo que no le hubiera gustado a Néstor. Aunque su legado en Alberto y Cristina –que ya viene atravesado por el diálogo de los tres– , el último más íntimo y total , no debe carecer de largas conversaciones con el más allá desde donde deben sonar tanto los votos como las cachadas y las broncas sin necesidad de bultos que se meneen. Ahora ¿por qué vuelven a encargarme escribir sobre Néstor? Digresión pero viene al caso. Hace años en la plaza Borda de Taxco compré a una lunita de cerámica que colgaba de una caña delgada. Con eso pensé que me sacaba de encima a los vendedores de lunas y que sólo me acosarían los que vendían unos conos trenzados que aprisionaban los dedos curiosos y ellos llamaban “cazanovios”. Pero estaba visto que quien compra una luna, compra diez . Así que los niños luneros formaron a mi alrededor un extraño cielo, mezcla de retablo popular y de Guerra de las galaxias mientras colocaban sus cañitas ante mí . En mi ciudad, como en muchos otras, creí comprender que, si uno ha comprado algo, se supone que no va a volver a comprar lo mismo . Es como si el vendedor dijera “ya compró una lunita de cerámica, por eso no querrá otra”. En Taxco, la lógica parecía indicar lo contrario: ”este compra lunitas de cerámica”. La explicación podría ser “Este le ha comprado a otro ¿Por qué no a mí ¿ Le voy a demostrar que su elección me ha dejado vacío, que tiene que comprarme también porque al comprar muestra que tiene” . Al escribir sobre Néstor tantas veces, muestro que tengo Néstor como tendría Pedro Lemebel , sobre el que creí escribir todo lo que se me ocurría–hasta el autoplagio y la mentira–y, sin embargo siempre se me pide una última palabra. ¿qué tienen en común un editor y un vendedor de lunitas de cerámica en Taxco?

Cómo no tengo más Néstor , voy a escribir sobre lo que más tengo. Y lo que tengo para mí su estampita atea mandando descolgar los retratos de los generales Jorge Rafael Videla y Reynaldo Bignone de los salones del Colegio Militar mediante la que predicaba con el ejemplo de que la sucesión democrática es un continuum donde el estado de excepción debe ser expulsado de la serie , mientras realizaba en el mismo acto una degradación: bajar los cuadros era también ejecutar en la memoria la sentencia histórica.

La erección monumental en los sitios significativos es reversible -le tocó a Stalin, a Lenin, a Colón- con el tirar abajo se quiere arrastrar sus sentidos, destituir al símbolo volviéndolo a su crasa materia de bronce, mármol o piedra: literalidad de los materiales, negatividad de un nombre propio otrora “erecto”. Pero los monumentos se relevan o su piedra cambia de sentido cuando los monta la carne viva de la movilización como ese del general Baquedano que, hace unos días, fue pintado de rojo en la Plaza Dignidad, mientras que la bajada de los retratos de dos terroristas de estado es irreversible; en esos cuadrados de pared vacíos y enmarcados de polvo quedó invisible pero presente el Nunca más.

Este octubre trajo al espacio de la ciudad una suerte de contra-pedagogía de lo simbólico. Mientras en diversas ciudades de EEUU se tiraba abajo o se desplazaba la estatua de Colón y en el mismísimo Imperio británico se copiaban –barriendo bajo su propia alfombra la sangre derramada en sus colonias– y Donald Trump realizaba un precipitado histórico anunciando en primera persona del plural la voluntad de los estadounidenses de proteger su sueño de preservar su modo de vida que habría comenzado en 1492 cuando Colón descubrió América; y afirmando que se habría vencido a la izquierda radical, a los marxistas , a los anarquistas, a los agitadores y a saqueadores, como si éstos hubieran formado parte de los pueblos originarios avasallados por la llegada de la Santa María, La Niña y La Pinta; en Buenos Aires, en un ejemplo de forclusión histórica, se iluminaban los edificios públicos con los colores de la bandera española. Simultáneamente, se empezaba a ofrecer a la privatización más de esa costanera por la que solían irse los escritores unitarios y los presidentes golpeados, la de los choripanes históricos y la playa popular, y desde cuyas barandas se arrojan flores a las víctimas de los vuelos de la muerte. Entonces se hace sentir la falta de, entre todos los Néstor , ese de los cuadros .