No quiero escribir sobre lo que todo el mundo escribió, escribe y escribirá sobre Néstor Carlos Kirchner. Ni recordar cuando nació en las tierras heladas de la Patagonia, ni la heráldica familiar, ni siquiera cuándo, cuánto y cómo se fajó con sus amigos adolescentes, o con sus compañeros mientras estudiaba a los saltos abogacía en Universidad de La Plata; ni las novias que tuvo a pesar de su mirada extraviada y de su nariz en gancho. Ni sobre el gran amor de su vida, Cristina Fernández, que vio en él, a pesar de la danza de sus ojos, al tipo con quien podía conversar, pelear, divertirse y tener buen sexo, como en una remake setentista de la bella y la bestia. Ni de su exilio interior; ni de sus noches de vigilia ante la amenaza de la desaparición y la cárcel. Ni de los miles de encuentros clandestinos y a la luz del día de conspiración contra la dictadura o en las internas políticas calientes del peronismo. Me rehúso a escribir sobre su militancia en el peronismo revolucionario, su éxito o sus debilidades como padre y esposo, como abogado y luego como reconstructor del peronismo y refundador del Estado saqueado y desorganizado luego de casi treinta años, desde la muerte de Juan Perón en 1974, y sobre todo desde 1976 por un neoliberalismo rampante de sangre, negocios, estafas y crímenes imperdonables en nombre de la vieja y nueva oligarquía neocolonialista de marca hispánica, inglesa y luego yanqui. Tampoco escribiré sobre Kirchner y su exilio interior y su talento para hacer fortuna. Ni de su pasión por hundirse en el barro y la nieve de la pobreza sureña. Ni de sus asados en ranchos perdidos en la Patagonia; ni de sus días y noches de cigarrillos, cafés y bares con o sin whisky entre empresarios y abogados; entre financistas y parvenus cuando construía su fortuna con la obsesión de que para hacer política hace falta plata. Ni de la loca adicción de sus enemigos para considerarlo un ladrón. Tampoco, sobre dónde estaba Kirchner en el estallido de 2001. Ni de su amor por los vuelos de cabotaje y su desagrado en viajar fuera del país, o de su aburrimiento en Disney World en un viaje familiar. Ni sobre el pliego de condiciones que el establishment quiso imponerle luego de ser electo Presidente con apenas el 22 por ciento de los votos: indultar genocidas, derogar las leyes de impunidad y someterse a la voluntad política de la embajada de los Estados Unidos. Tampoco, de las anécdotas farandulescas de sus mocasines o de su libretita negra de almacenero para hacer las cuentas del Estado que le tocó administrar en bancarrota a partir de 2003. O sobre su orgullo al anunciar que se cancelaba la deuda con el FMI, el precio de romper el candado que obturaba nuestro desarrollo, o de su inolvidable portazo al ALCA para la construcción de la Patria Grande Latinoamericana, junto a Lula, Chávez y Correa. Ni sobre su emoción por la única ley que le tocó votar como diputado: la de identidad de género. No quiero escribir sobre eso porque ya se contó o porque la enumeración agota el repertorio singularísimo y amplio que lo definió como uno de los más leales hijos de la generación del setenta. Esa cuyos cuerpos desaparecidos reposan en el mar, la tierra o el río… y sus nombres gritan en los muros del Parque de la Memoria, a la que le fue fiel en la acción política y en el amor cuando fue el primer Presidente que invitó a sus madres y familiares a la Casa de Gobierno para prometerles memoria, verdad y justicia. Sí quiero hablar del temblor de su mano aquel 24 de marzo de 2004, aferrado al atril levantado en la ESMA, cuando pidió perdón por parte del Estado que él dirigía por los aquellos crímenes atroces y prometió justicia. Un temblor que concentraba la emoción más intensa por tantas pérdidas entre quienes estaban sus compañeros, amigos. Era el momento de sellar el pacto civilizatorio del Nunca Más. Sí quiero escribir sobre la última vez que lo ví, un mes antes de morir, en Olivos junto con periodistas de todo el país: su palidez, la piel transparente, anticipatoria. Sobre las lágrimas incontenibles del censista, aquella mañana desierta del 27 de octubre de 2010, que repetía, conmigo, no, no puede ser, mientras mirábamos el zócalo de C5N: Murió Kirchner. Y más tarde, cuando sumida ya en el incontenible río humano rumbo a la Plaza de Mayo, la plaza de la historia, vi a aquel muchacho aferrado a un farol, retorciéndose con un llanto insondable de orfandad, cuando comprendí como miles, millones, la extraordinaria paradoja de un líder inolvidable: morir sin morirse.

Muchas veces a partir de ese día, frente a los desafíos políticos que sobrevinieron, tantos nos preguntamos qué hubiera hecho Néstor. Hoy también nos lo preguntamos. Alberto Fernández, su amigo, dirigente honesto, templado y cabal, y Cristina Fernández de Kirchner, la única electa presidenta dos veces en la historia- reelegida con un porcentaje sólo superado por Yrigoyen y Perón-; la líder política excepcional que Néstor eligió para sucederlo, capaz de emocionar multitudes como una rock star, y los millones de argentinos que votamos en 2019 al Frente de Todos para erradicar el saqueo, el endeudamiento, las mentiras, la pobreza y un neocolonialismo brutal, sabemos qué significó que Néstor convocara “a un sueño” aquel lejano 25 de mayo de 2003 cuando juró como Presidente. ¿Sabemos que hubiera hecho Néstor hoy? Sí, sabemos la respuesta.