Dos mujeres de clases acomodadas llegaron a la tapa de las noticias. Por un lado, Silvia Saravia, asesinada por el empresario Jorge Neuss y condenada a ser recordada de la mano de su femicida. Por el otro, Dolores Etchevehere, la hermana díscola de los Etchevehere ligados a la Sociedad Rural. Dos mujeres vinculadas al poder, de manera lateral una, disputándolo la otra.

Podríamos arriesgar que mientras la primera se mantuvo, aun a su pesar, dentro del molde de lo esperado para ser “esposa de”, la otra se sale de todos los moldes. Se enfrenta a “los Etchevehere corruptos” como llama a sus hermanos, pelea por una herencia que le pertenece, habla a los medios, se vincula con un proyecto popular que encarna las antípodas de lo que la tradición familiar podría soportar.

Las dos son víctimas de violencia de género. La primera, de la forma más obvia y truculenta, el femicidio, como última jugada de un hombre que intentó mantener el control hasta el final y aun posmortem. La segunda, de la violencia patrimonial y económica, que nuestra ley de violencia contra las mujeres define pero todavía está muy naturalizada.

Según el informe Oficina de Violencia Doméstica (OVD), durante el segundo trimestre del año, la violencia económica patrimonial estuvo presente en el 28% de los casos que se denunciaron (1029) y registró sus frecuencias más altas en vínculos de pareja, 33% y filiales, 27%; seguidas por los vínculos fraternales en un 17 %. Este tipo de violencia ejercida contra las mujeres es común en todos los sectores sociales, pero peor aún en las clases más altas, donde hay más por repartir o apropiar. Hombres que tienen propiedades que sus esposas desconocen, hermanos que por la fuerza de la tradición y la costumbre hacen uso de una herencia conjunta sin pedir permiso, mujeres que no saben cuánto gana el marido ni tienen cuenta bancaria propia, entre muchos etcéteras.

De las triquiñuelas legales para estafar a las mujeres en relación a la propiedad privada se podrían escribir extensos libros. Aunque, mejor dicho, ya están escritos por la historia. Tanto es así que la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (Cedaw) insta a los Estados a protegerlas y a promover, entre otras medidas, que la legislación disponga que los hombres y las mujeres con el mismo grado de parentesco con una persona fallecida tengan derecho a la misma parte en la herencia y al mismo rango en el orden de sucesión.

En el libro Ciudadanas e incapaces. La construcción de los derechos civiles de las mujeres en Argentina, Brasil, Chile y Uruguay en el siglo XX (Editorial Teseo), Verónica Giordano recuerda que las mujeres de la región fueron consideradas incapaces hasta bien avanzado el siglo XX, ya que adquirieron tardíamente la capacidad civil plena: en Chile en 1989, en Brasil en 1962, en Argentina en 1968 y en Uruguay en 1946. Allí explica que, desde el Código de Napoleón, principal fuente inspiradora de los códigos civiles latinoamericanos, se definía a la mujer como incapaz de derecho. Una incapacidad relativa que venía dada en el caso del código argentino a través del matrimonio. Una vez que la mujer se casaba, pasaba a ser considerada una menor de edad bajo la potestad del marido. Es decir que si bien las mujeres adquirimos en nuestro país el derecho al voto en 1947, en la esfera de los contratos privados necesitábamos el permiso del padre o del marido para salir del país, para abrir una cuenta bancaria, para disponer de bienes. Según Giordano, el divorcio entre el avance de los derechos políticos y los derechos civiles se explica por una “ideología familiarista”. En el caso de las mujeres, este familiarismo opera en el sentido de no poder considerar a la mujer individuo si no es en el seno de la familia: “En la medida en que los derechos sociales protegían a la mujer madre, la mujer pudo acceder a estos derechos. Ahora, en la medida en que la mujer reclamaba derechos que tenían que ver con el uso de la propiedad privada en primer lugar, y del propio cuerpo, en segundo lugar, no”. Yendo mucho más atrás, en Atenas, por citar solo un caso, las mujeres tenían un derecho de propiedad limitado, y por tanto no se les consideraba ciudadanas de pleno derecho, ya que la ciudadanía y los derechos civiles y políticos estaban condicionados a las propiedades y al medio de vida. Podían heredar o recibir donaciones, sí, pero no administrarlas. Solo podían manejar sumas pequeñas de dinero. 

Las consecuencias de este sistema de opresión se puede medir en muchas variables. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), por caso, la proporción de mujeres propietarias de tierras en la región oscila entre un 7,8%, en Guatemala, y un 30,8% en Perú. En Argentina, es del 16,2 por ciento. Pero, además, las mujeres de más de 90 países todavía carecen de los mismos derechos que los hombres respecto a la propiedad de tierras. Por otro lado, hace poco, la ministra de las Mujeres, Géneros y Diversidad, Elizabeth Gómez Alcorta, recordó que solo 8 de cada 100 pymes argentinas tienen una mujer como propietaria mayoritaria y 3 de cada 100 en el caso de las grandes empresas.

El lugar de las mujeres en el poder es incómodo de ver y de ejercer. Las instituciones todavía hacen todo lo posible para que así sea. En la serieThe Crown vemos cómo a mediados del siglo pasado la Reina Isabel II de Inglaterra tiene que decidir sobre asuntos públicos de un país sin haber siquiera recibido formación básica escolar porque las mujeres no estaban para esas cosas, solo debían aprender a tener buenos modales y tocar algún instrumento para amenizar las fiestas de otros. En Borgen acompañamos las contradicciones de una primera ministra que bien entrado el siglo XXI termina divorciándose de su marido porque le exige más que a su Gabinete, guiada por una necesidad de mostrarse siempre mucho más impoluta que cualquier hombre en esas lides.

La semana pasada, en el festival de literatura Filba, la escritora estadounidense Siri Husvedt decía que el hecho de que las mujeres hayamos sido educadas para la sumisión nos permite entregarnos a las historias que nos narran, cosa que los hombres no pueden hacer. Se sienten muy incómodos cuando tienen que someterse a la voz y la autoridad de algo escrito por otros, especialmente si ese otro es una mujer.

Todo hace pensar que cuando Silvia Saravia quiso empezar a escribir una historia separada de Neuss, él decidió impedirlo de manera definitiva. Dolores Etchevehere viene haciendo historia por su cuenta hace años. Una lo intentó en soledad, la otra se dio cuenta de que necesitaba aliarse para salir. Dolores es la oveja negra de la familia por no someterse a sus leyes y disputar el poder. Para estos hombres que parecen detenidos en el tiempo --y no son los únicos--, ella es una ladrona que quiere arrebatarles lo que siempre les perteneció, o lo que es igual, lo que nunca iba a ser de ella.