En los lejanos 90s, década atravesada por la fantasía primermundista, desilusión contenida, mi adolescencia careció de un sentido de pertenencia, un poco de acá un poco de allá, pero siempre un extraño en la fiesta. Con un amigo nos pensábamos como “pibes de barrio sin barrio”, jóvenes nostálgicos añorando historias de otros tiempos, de otras vidas. Esa incomodidad social, ese desarraigo, años más tarde forjaría una mirada crítica ante ciertas verdades establecidas.

Pero volvamos a los 90, violenta transición de lo analógico a lo digital, culmina la era del VHS y asoma el DVD. En los albores de mi independencia económica y familiar, poco necesitaba para sentirme libre de hacer lo que quisiera, mi casa, mis reglas. Sin internet, ni televisión por cable, pasaba noches y trasnoches mirando películas alquiladas. Primero con una videocasetera, que terminaba sin carcaza porque cada tanto había que limpiar el cabezal con un hisopo y un poco de alcohol, luego vino el turno de la reproductora de DVD, y así siguió ese apetito voraz por el cine que me dejaba en un completo estado de embriaguez. Muchas de esas películas quedaron en el fondo de mi memoria reducidas a imágenes, gestos y palabras sueltas. Tengo la creencia ingenua y no fundada científicamente, de que todas las manifestaciones creativas que uno experimentó, se almacenan, se clasifican, y con un estímulo certero, o con los instrumentos justos, pueden volver a la superficie del recuerdo.

En el barrio porteño de Caballito, en la avenida Rivadavia, a unas cuadras del parque, había un videoclub (amantes del cine seguro lo conocieron) que se llamaba Master. Uno entraba y podía pasar un largo rato en las bateas, revolviendo, buscando y descubriendo. Por la cantidad de títulos y la calidad de obras que había, era un lugar de referencia donde se encontraban películas que ni por asomo estaban en las grandes cadenas extranjeras (muy de moda en esa época), ni tampoco en los videoclubs amigos del barrio. Gracias a Master conocí las filmografías de directores como Fellini, Hitchcock, Kubrick, Kurosawa, otros que me partieron el cerebro como Favio, Cassavetes, Jarmusch, Herzog, Mijalkov, Forman. Me obsesionaba con actores y actrices como Mastroianni, Gassman, Kinski, Bette Davis, Gena Rowlands, Depardieu, Buster Keaton, por decir algunos, había para todos los gustos y estados emocionales.

En esos años que trabajaba en el centro, me bajaba de algún colectivo a la altura del parque Rivadavia, o el subte línea A en la estación Río de Janeiro, y a pocos metros aparecía este refugio fantástico. Siempre había mucha gente en el local, algunas veces se gestaban pequeñas conversaciones, que podían ir de una incipiente atracción hasta discusiones absurdas. La atención siempre era amable y familiar.

Un día alquilé la película La gran comilona de Marco Ferreri, con las actuaciones de Marcelo Mastroianni, Ugo Tognazzi, Philippe Noiret y Michel Piccoli. Cuatro amigos unidos por el tedio en sus vidas se juntan en una mansión para suicidarse comiendo sin parar. La película muestra un mundo de excesos y abundancias, lo sexual, escatológico y gastronómico se mezclan en una grotesca crítica a la vida burguesa. Fue una película que se quedó adherida a mi imaginario y también a mis pertenencias. Pasaron los días, la volví a ver, la compartí con amigos y olvidé devolverla. Sobrevinieron las semanas, los meses, me mudé y la copia de la película finalmente se perdió.

Estas palabras no justifican el gesto deshonesto, ni aliento a seguir este ejemplo a la muchachada. Debido a esta mancha nunca más volví a pisar el videoclub. ¿Cómo volver a mirar a los ojos a esa gentil señora, que me fiaba y me saludaba por mi nombre? ¿Decirle que? "Hola, vengo a devolver esta película después de 6 meses"

Hace unos años pasé por donde estaba el Master y vi un maxikiosco, de esos que están abiertos las 24 horas y tienen de todo, menos lo que buscas y pensé en La gran comilona.

Vaya esta anécdota como excusa, para recomendar una gran película, pero también y esencialmente, a manera de homenaje a los Masters que me revelaron inmensos y desconocidos territorios.

Fabricio Rotella es actor, director, dramaturgo y diseñador de sonido. Es egresado de la Escuela Metropolitana de Arte Dramático en la carrera de Formación del Actor. Estudió también en el Sportivo Teatral con Ricardo Bartís. Desde hace 20 años viene participando como actor en muchas obras del teatro independiente. Como dramaturgo y director realizó: El cruce, farsa sindical, obra que fue seleccionada en el marco de Nuestro Teatro 2014, ciclo homenaje a Teatro Abierto, La pasto verde, Canario campeón, y Yorick, la mirada del bufón, postergada por la pandemia. Actualmente presenta la creación audiovisual Manos Vacías, un falso documental con ribetes policiales, ambientado en la década de los 80 y dividido en tres capítulos, se puede ver en youtube, a la gorra virtual. Para más datos Instagram: @manosvaciasestonoesteatro