Antebellum               7 puntos

EE.UU., 2020.

Dirección y guion: Gerard Bush y Christopher Renz.

Duración: 105 minutos.

Intérpretes: Janelle Monáe, Kiersey Clemons, Jena Malone, Jack Huston, Eric Lange, Gabourey Sidibe y Robert Aramayo.

Estreno: disponible en Flow.

Desde su estreno en VOD en los Estados Unidos a mediados de septiembre, Antebellum viene dividiendo aguas entre quienes ven en ella un producto diseñado hasta en su último plano para la provocación, y aquellos que priorizan la potencia de un relato sobre la violencia racial realizado mediante una original mixtura de géneros y tópicos. Géneros y tópicos que van del drama esclavista de qualité al suspenso espacio-temporal, del alegato antisegregacionista a un llamado al empoderamiento femenino. Como suele ocurrir ante las polarizaciones extremas, ambos bandos tienen parte de razón: así como es indudable que los directores Gerard Bush y Christopher Renz tiran toda la carne al asador para cachetear al espectador, también es cierto que lo hacen corriéndose de los lugares comunes del cine habitualmente lánguido y lastimero que indaga de manera directa, sin eufemismo alguno, en las problemáticas que la sociedad estadounidense lleva en su ADN desde los tiempos de los Padres Fundadores, aquellos que referenciaban sus homónimos en El cuento de la criada.

La adaptación de la novela de Margaret Atwood opera como faro para Bush y Renz, puesto que las penurias que sufre Eden (Janelle Monáe) en la plantación algodonera no son muy distintas a las que padecía el personaje de Elisabeth Moss en la serie. Lo que difiere es el tono. Cruza entre la estilización de la oscarizada 12 años de esclavitud y la modernidad conceptual multigénero de ¡Huye!, Antebellum no es una película inteligente pero sí ingeniosa y, sobre todo, lo suficientemente segura de sí misma para llevar a fondo sus ideas aun cuando sean ridículas, como por ejemplo ese desenlace operístico cuyo llamamiento a la acción hace que La hora de los hornos parezca un poroto. Pero antes de esa parte final hay un recorrido plagado de sorpresas, revelaciones y volantazos de guion. Tantas sorpresas propone, que es casi imposible hablar de ellas sin caer en los pantanosos terrenos de spoiler.

Pasan apenas segundos para que quede claro que Bush y Renz, sean o no vendedores de humo, manejan con notable solvencia la puesta en escena y los movimientos de cámara diagramados hasta el último centímetro. Al igual que Ari Aster (El legado del diablo, Midsommar) o Robert Eggers (La bruja, El faro), la pareja hace de la planificación formal una huella de estilo y, por lo tanto, coquetea con el peligro de todo intento de virtuosismo: el estilo por el estilo mismo, la voluntad absoluta de que se note la presencia de un “autor” detrás de la cámara. No por nada la película se inicia con un plano secuencia de apertura que durante cinco minutos recorre las instalaciones de una plantación algodonera manejada por el bando confederado durante la Guerra Civil, desde el casco de estancia donde viven los terratenientes blancos hasta las barracas y las cocinas, para culminar en un campo abierto donde decenas de negros trabajan bajo el sol. 

La escena culmina con un intento fallido de escape filmado de frente y en cámara lenta, mostrando que la dupla no se anda con sutilezas a la hora de mostrar el sadismo y la violencia del esclavismo en esta “planta de rehabilitación”, según la define el comandante a cargo. Entre todas las esclavas sobresale Eden, que al principio no se sabe por qué se niega a decir su nuevo nombre, el que tiene desde que está allí. Pero sobre el primer tercio ocurre el milagro, y Eden ya no es Eden sino una muy reputada socióloga que, en pleno 2020, ocupa un coqueto departamento junto a su marido y su hija. ¿Acaso aquella frase de los créditos iniciales (“El pasado nunca muere, ni siquiera es pasado”) implica que se trata de espejar ambas temporalidades? No necesariamente, pero algo de eso hay. Conviene no adelantar mucho más sobre lo que vendrá, pero sí que de allí en más los directores ingresan en terrenos imprevisibles donde lo alegórico se vuelve material y palpable. Antebellum, entonces, como película-molotov que llega en plena pandemia para echar aún más combustible a las tensiones sociales que, esté quien esté en la Casa Blanca, no parecen tener resolución a la vista.