Existen pocas producciones cinematográficas cuya realización es tanto o más legendaria que la película en sí misma. El ciudadano fue una feliz aberración, un caso tan atípico en el sistema de estudios –que a comienzos de los años 40 aún mantenía todo su poder de fuego– que cada uno de los pasos que llevaron a su existencia ha sido detallado hasta la partícula más ínfima, muchas veces cruzando los hechos de la realidad con la mitología. ¿Era realmente Rosebud el nombre con el que el magnate periodístico William Randolf Hearst había bautizado las partes más íntimas del cuerpo de su amante, Marion Davies? ¿Cuántos cambios le impuso Orson Welles al guion entregado originalmente por Herman J. Mankiewicz? ¿Quién fue el responsable de la idea de serruchar el piso de madera del set y enterrar la cámara, el propio joven maravilla o el director de fotografía, Gregg Toland? ¿Estuvo realmente Citizen Kane al borde de la incineración total, como deseaban los mandamases de Hollywood? La ópera prima de Welles, el corolario de una alquimia artística tan explosiva como su gestación, cuya permanencia en el tiempo como una de las grandes películas de la historia es indiscutible, vuelve a ser el centro de atracción de un largometraje, enésima demostración del inoxidable interés por su génesis y desarrollo. El ciudadano es un objeto perfecto de fascinación. Pero en el nuevo film de David Fincher, que tuvo un lanzamiento reducido en salas de cine de los Estados Unidos y Netflix estrenará globalmente durante la primera semana de diciembre, el provocador de Broadway y celebridad radial –responsable de ese otro tótem etéreo de los medios masivos: la versión radiofónica de La guerra de los mundos que puso los pelos de punta a más de un oyente en 1938– suele estar alejado del campo visual, del otro lado de una línea telefónica, o presente en un fuera de foco prolijamente planificado. Al menos hasta el final del relato, cuando uno de sus famosos ataques de ira dispara la escritura de una de las escenas más famosas de El ciudadano. Otra incógnita. ¿Existió realmente esa instancia definitoria en el proceso creativo del guion? Poco importa. Lo que se imprime en Mank es una cruza de realidad histórica, anecdotario y leyenda, un retrato de la meca del cine a lo largo de la década del 30 y comienzos de los 40 a través de la mirada alcoholizada y sarcástica de un Mankiewicz bigger than life. Un rol que Gary Oldman no tanto interpreta como posee, un poco a la manera del Welles actor. Lejos de extinguirse, la llama de la producción número 281 de los estudios RKO continúa encandilando.

Los títulos trepan por la pantalla imitando estéticas del pasado, una de las marcas formales más evidentes de Mank, que hace un uso realmente notable de la fotografía en blanco y negro y cuya mezcla de audio monoaural, empastada con imperfecciones analógicas, no hace más que reforzar la idea de viaje en el tiempo. Pero el nuevo Fincher no puede describirse como mímesis fílmica de un único período: en su anchísimo formato de pantalla y referencias a películas posteriores al perIodo retratado se evidencia un deseo casi lúdico por la mixtura, como si la propia película fuera una suerte de Xanadú fílmico que reflejara el eclecticismo barroco de la colección de arte de Kane/Hearst. La presencia regular de las cue marks –las perforaciones hacia el final de cada rollo que indicaban al operador de la sala que era hora de encender el otro proyector– aparecen cada 17 o 18 minutos como una doble operación. Por un lado, señalarle al espectador joven la existencia de una fantasmagoría que solía ser físicamente concreta, construida de nitrato o celuloide. Por el otro, juguetear con un objeto tan bello como hoy innecesario, pequeña broma que Fincher ya había practicado en El club de la pelea. Durante las poco más de dos horas de Mank el pasado está vivo. Producida por la plataforma de la N como título prestigioso de final de año y más que obvia candidata para recibir múltiples nominaciones en la temporada de premios –un poco a la manera de El irlandés, de Martin Scorsese, en 2019 y el film de Alfonso Cuarón Roma el año anterior–, Mank es también un proyecto familiar. Aunque es probable que haya recibido tantas reescrituras como la trama de El ciudadano, el guion original fue escrito por Jack Fincher, el padre de David, fallecido hace diecisiete años. Un escritor y periodista que publicó durante décadas en revistas como Readers’ Digest y Saturday Review, pero cuyo debut y despedida póstumo en el cine es este. David Fincher conversó en extenso con la revista Vulture, detallando la impronta de su padre a la hora de decidir su carrera como realizador. “Al ser periodista, mi papá creía en el axioma de que el mejor entretenimiento era aquel escrito por gente que entendía el mundo real. Su amor por películas como Primera plana y El ciudadano sin duda reafirmaba la idea de que las mejores películas tienen detrás a creadores enraizados en la realidad y que, muchas veces, poseen un bagaje extenso en el periodismo. Cuando tenía siete años mi padre me explicaba cosas como la persistencia de la visión y a esa edad ya estaba convencido de que el cine era el trabajo de mi vida”. En cuanto al guion que muchos años después daría origen a Mank, Fincher recuerda que su padre comenzó a pensar en ello cuando tenía unos sesenta años y Fincher Jr. todavía no había dirigido ni una sola película. “Le encantó la idea de escribir sobre Mankiewicz y fue y dio lo mejor de sí, aunque el primer borrador era un poco limitado. Trataba sobre un gran escritor borrado de la memoria por un fanfarrón megalómano”.

LOS CIUDADANOS

Si El ciudadano es considerada desde hace varias décadas como una de las mejores películas en la historia del cine –lo cual se desprende de cuanta votación especializada se publica año tras año–, es lógico suponer que también generó la publicación de uno de los textos críticos más famosos. En 1971, Pauline Kael escribió el ensayo Raising Kane, en el cual ponía en tensión la teoría de autor y designaba a Herman J. Mankiewicz, oficialmente coguionista de Citizen Kane, como el máximo responsable de la autoría del film. Más aún, Kael, siempre polémica, afirmaba que el éxito artístico era el resultado de una conjunción de talentos detrás de las cámaras, relegando el genio del joven Welles al rol de pieza de un engranaje. Fincher leyó ese texto durante los años de estudio secundario y es posible que algo (tal vez bastante) de esa idea haya permeado en los recovecos de Mank, que le dedica varios minutos, durante los últimos tramos, a destacar la resistencia del guionista a transformarse en un creador fantasma. A pesar de la enorme presión ejercida por el ambiente del cine, que ya le había dado la espalda, y del propio Hearst, a esa altura totalmente convencido de que la historia de Charles Foster Kane y su relación con la cantante Susan Alexander era la suya propia, apenas travestida. Pero antes de todo eso está el nacimiento y evolución de ese guion que, originalmente, llevaba el título “Americano”, palabra emblemática poblada por varias ironías. Como la película que homenajea, Mank elabora su relato a partir de una gran cantidad de flashbacks, aunque no haya MacGuffin que lleve al espectador de la mano hasta el final. Aquí no existen trineos de nieve que revelen el corazón de la oscuridad, pero sí una estructura que acompaña al protagonista desde el presente hacia diferentes etapas del pasado. Y, tal vez, hacia una comprensión del hombre y su creación, el texto que serviría de base para la obra final.

Kane, Welles, Mankiewicz ¿La caída de un hombre, de varios hombres? No necesariamente, en el caso de este último. Para Fincher, “no se trata de un cuento con moraleja. Creo que sí es sobre el alcoholismo, ambas caras del alcoholismo. Un tipo que se auto inmola, pero que también posee otra arista. Es un poco patético ver a alguien cuya mujer debe ayudarlo a sacarse la ropa, pero así también era él. A veces esta gente es diez veces más brillante cuando está ebria que cuando está sobria. Sin dudas es un punto de vista conflictivo, pero a mí me resulta mucho más realista”. 

En el comienzo de Mank, el hermano menor del protagonista, Joseph L. Mankiewicz –quien luego se transformaría en un importante guionista y director, con títulos clásicos como La malvada y La condesa descalza– llega a los estudios Paramount como la más joven adquisición del departamento dedicado a crear y adaptar historias. El año es 1930, el sonido había desembarcado en el cine apenas un par de años antes, y en los carteles que engalanan los sets puede verse la última producción protagonizada por Clara Bow. También, desde luego, son los tiempos de la Depresión, que golpeó con fuerza a Hollywoodland. Los primeros flashbacks de Mank están jugados por Fincher en la mejor tradición de la screwball comedy: puro ritmo frenético, diálogos veloces y afilados y una confianza ciega en la inteligencia del espectador. Una de las grandes escenas de la película tiene lugar unos años más tarde, en el corazón del estudio que se jactaba de tener más estrellas que el cielo. Louis B. Mayer (Arliss Howard), presidente y cara visible de la Metro Goldwyn Mayer, camina por un pasillo y afirma que, para que una película sea efectiva, debe impactar “aquí, aquí y aquí”, mientras toca su cabeza, el pecho a la altura del corazón y sus genitales. Que apenas segundos después transforme un anuncio de recorte de sueldos, frente a un auditorio repleto de actores, técnicos y artistas, en un pedido de apoyo a “esta familia”, describe con humor la delicada situación de las finanzas en las grandes compañías de Hollywood. “Es la situación más baja en la cual lo he visto involucrado”, le dice por lo bajo Mank a su hermano, transformándose para el espectador, a partir de ese momento, en un cronista ácido y por momentos despiadado.

EL GUIONISTA MEJOR PAGO

La última edición de la revista francesa Premiere le dedica la tapa y varias páginas a una entrevista exclusiva con David Fincher. Allí, el director de Zodíaco y La red social recuerda que, dos años después de escribir su primer borrador, “mi padre se topó con un documental que contaba cómo Louis B. Mayer e Irving Thalberg estuvieron involucrados en una campaña que ponía recursos del estudio al servicio de las opiniones políticas. Quedó fascinado con la historia de Upton Sinclair y su movimiento EPIC (acrónimo de “Poner fin a la pobreza en California”) y la manera en la cual la MGM comenzó a desacreditarlo con noticias inventadas, totalmente falsas. Al incluir eso en el guion, en la historia de la creación de El ciudadano, se llegó a un nuevo borrador que iba en todas las direcciones y abrió una perspectiva interesante sobre lo que pudo haber sucedido con la relación entre William Randolph Hearst, uno de los hombres más poderosos de los Estados Unidos, y Mankiewicz, una de las mentes más brillantes de su tiempo”. El nombre de Sinclair y la gran política son introducidos en Mank en otra notable y extensa secuencia que comienza con una discusión acalorada en el enorme living de la mansión de Hearst –del comunismo al nazismo, de la política californiana a los campos de concentración europeos– y sigue con un paseo por los jardines y el zoológico del magnate. Bebiendo y conversando, observando a los elefantes y jirafas de ese particular y gigantesco palacio, Mank y Marion (Amanda Seyfried) parecen dos almas gemelas. Si hay algo de fellinesco en algunas secuencias, el final de esa caminata melancólica deja en claro la filiación al hacer que Marion sumerja rápidamente una pierna en una fuente. Más tarde, la notable banda de sonido de Trent Reznor y Atticus Ross, colaboradores habituales de Fincher, vuelven a hacer evidente ese vínculo durante la despedida de Davies de los estudios de Leo el león, reutilizando algunos acordes de la música de Nino Rota para Amarcord. La corista que había sido gold digger, la cazadora de fortunas, se termina enamorando de ese hombre poderoso muchos años mayor que ella, al tiempo que su carrera florece en la gran pantalla, aunque para ello sean cesarias muchas operaciones de prensa, presiones y favores.

Herman Jacob Mankiewicz era un apostador obsesivo y un gran bebedor. De hecho, su muerte en 1953, a los 55 años, fue consecuencia más o menos directa del alcoholismo. Fue una condición más que una lucha, incluso desde tiempo tempranos. Ello no le impidió trabajar afanosamente en la industria a partir de 1927 como creador de historias, guionista y redactor de intertítulos en films como The Last Command, de Josef von Sternberg, la primera versión de Los caballeros las prefieren rubias y vehículos para W. C Fields y William Powell, entre varias docenas de largometrajes producidos a finales de los años 20 y durante toda la década siguiente. Según confirman las biografías oficiales y no oficiales, llegó a ser el guionista mejor pago de los estudios Paramount, donde –signo de los tiempos y la estructura vertical de las compañías– prestaba servicios como empleado. De todas formas, una parte sustancial del sueldo se deslizaba rápidamente entre sus dedos en apuestas de todo tipo. El Mank real conocía a todos y todos lo conocían a él y las invitaciones a las fiestas en el Castillo Hearst eran rutinarias. Difícil saber cuándo comenzó a rondar en la cabeza del escritor la idea de retratar en la gran pantalla a un multimillonario de la industria periodística moldeado a imagen y semejanza de Hearst. La película de los Fincher imagina un último flashback en el cual Mankiewicz, completamente borracho, escupe una suerte de borrador oral de El ciudadano tomando como punto de partida la historia de Don Quijote. Ante la mirada sorprendida del anfitrión, su adlátere Louis B. Mayer y el resto de la nutrida concurrencia, el protagonista relata una parábola de idealismos y traiciones, de sueños de juventud quebrados por las ambiciones de poder por el poder mismo. Es una escena potente, las más “oscarizable” de Mank, y llega después de la muerte de un colega, un montajista elevado temporalmente a la categoría de realizador para crear un breve film de propaganda ante la inminencia de las elecciones de 1934 en el estado de California. Es el corazón de Mank, su rosebud, el motivo por el cual el guionista, amargado y abatido, acepta un lustro después la oferta de Welles y se instala en una casa perdida en el desierto de Mojave para escribir lo que considera su última oportunidad. Un manotazo de ahogado transformado en golpe de genio.

EL CIUDADANO DE ORSON WELLES

CADA FILM TIENE SU MITO

El enorme despacho está lleno de humo y, según se dice, los responsables de la humorada fueron los hermanos Marx, otra referencia al anecdotario de la edad de oro de Hollywood del cual es imposible conocer los porcentajes de realidad y de mito. “Serías un hombre notable si te decidieras a apoyar abiertamente alguna causa”, le dice Irving Thalberg, otro niño maravilla, a Mank. ¿Es el guion de El ciudadano, escrito años después, esa tardía rendición ideológica mencionada por el poderoso productor de la MGM? Tal vez, a su manera. La lucha de egos, muchos de ellos desmedidos, también forma parte de la historia. Encerrado en su prisión temporal en el desierto, apoyado por una secretaria y dactilógrafa inglesa interpretada por Lily Collins –quien pasa de algo cercano a la piedad e incluso el desprecio a la comprensión–, Mankiewicz recibe varias visitas, entre ellas las de su hermano Joseph y Marion Davies. Parecen preocupados por lo que está a punto de ocurrir. ¿Cómo se le ocurrió traicionar esa relación de años con Hearst y dejar tan mal parada a la propia Marion, su amiga? ¿Realmente cree que eso cambiará las cosas, el estado del mundo? ¿Acaso no sabe que eso equivale a cavar su propia tumba? Así como El ciudadano creo su propia mitología, Mank intenta hacer lo propio a partir de una intensa recolección de datos, teorías y fábulas reconvertidas en relato clásico en tres actos. En palabras de David Fincher, referidas a la creación de ese clásico de clásicos que estuvo cerca de nunca ver la luz, “a los 25 años, uno no conoce cuáles son los límites de lo que puede o no puede hacer. Claro que ayuda si uno está parado a un metro de Gregg Toland. Tampoco hay que olvidar el hecho de que con un gran guion, un gran director de fotografía y un gran compositor este joven de 25 años hizo una de las mejores películas estadounidenses de la historia. Hacer películas es complicado. Hay mucho dinero, hay muchos egos desmedidos. Welles y Mankiewicz se necesitaban desesperadamente el uno al otro. Y era lo que quería hacer Mankiewicz. Yo quería hablar de eso. Quería hablar de esa colaboración. Ir tras Hearst requirió una especie de arrogancia que no mucha gente poseía”. El resto, desde luego, es leyenda. Y su resultado una película enorme que el año próximo cumplirá ochenta años de luminosa vida.