Linda Hutcheon, teórica canadiense volcada a pensar el posmodernismo, desarrolló, entre otras cosas, una categoría muy interesante para pensar gran parte de la novelística contemporánea. Esa categoría, mejor, ese género que denominó y analizó es el de la “metaficción historiográfica”. Un texto que cumpla con las características de la metaficción historiográfica tiene que reunir dos condiciones como mínimo: por un lado, establecer una historia en donde personajes de la vida real, de la historia, con biografías por todos conocidas, se relacionen con personajes ficticios, confundiendo, en un primer nivel, la distinción entre lo que es y no es ficción. La segunda característica es que la novela, en diferentes momentos, señale su “ser novela”, se marque a ella misma como apenas una historia, sin pretensiones de operar como relato sobre hechos verdaderos (por más que varios de los hechos recogidos lo sean). Estas dos características aparecen sin lugar a dudas en la última novela de Laurent Binet, La séptima función del lenguaje, relato policial que parte de una anécdota más que de una premisa: el accidente sufrido por Roland Barthes en 1980, quien perdió la vida luego de ser arrollado por un camión de lavandería, no fue tanto una casualidad como un atentado. Y no hay otra cosa que hacer salvo dos obligadas preguntas: ¿quién mató a Roland Barthes? ¿Por qué? 

A partir de ese suceso, un policía con espíritu fachistoide y muy poco afecto a los estudiantes y su hippismo de izquierda, el inspector Bayard, deberá buscar a los responsables del aparente crimen por pedido directo del presidente Giscard d’Estaing. Bayard, quien no entiende nada de lo que escribió Barthes ni mucho menos le interesan los problemas de la semiología estructuralista, emplea a un joven profesor, Simon Herzog, para que lo acompañe en los interrogatorios y le traduzca los testimonios sin sentido de los interrogados: digamos, todas las grandes figuras del estructuralismo, el posestructuralismo y la filosofía del lenguaje, desde Michel Foucault, pasando por Julia Kristeva, Sollers, y terminando en Umberto Eco y en John Searle. A partir de las preguntas hechas y de la persecución que empiezan a sufrir por dos grupos diferentes (unos, con un extraño acento que parece ruso o, más precisamente, búlgaro; los otros, misteriosos japoneses), Bayard y Herzog se dan cuenta de que Barthes tenía en su poder un arma que podría interesar tanto a semiólogos como a políticos, la “séptima función del lenguaje”, aquella que Roman Jakobson insinuaría en el artículo “Lingüística y poética”, en donde establecería los componentes del circuito comunicativo (ese del Emisor, Receptor, Canal, etc.) y sus correspondientes funciones (esas funciones Emotivas, Conativas, Fáticas, etc.). ¿No será la supuesta séptima función una clave que lleva a su máximo nivel la dimensión performativa del lenguaje, esto es, la posibilidad de hacer cosas con las palabras? ¿No habrá en esa función “mágica” un posible descubrimiento de cómo convencer, o mejor, imponer una verdad al resto de los receptores, y así moldear el mundo según las directivas de quien domine la función? 

De lo mucho que se puede decir de la novela, al menos, desde nuestro país (y su ambiente intelectual, aún afecto a cosas que parece que en el mundo no corren más, como el lacanismo psicoanalítico), ninguna opinión puede alcanzar el mismo grado de fervor que la prensa francesa ha manifestado con respecto a la obra de Binet. La historia y su disposición tienen más que ver con Sydney Sheldon que con el supuesto “thriller surrealista” que Le Figaro creyó encontrar. La estructura de novela de espías es muy obvia, hasta el punto de que, por más que se desconozca el final, se intuye que va a haber una sorpresa forzada, lo cual lleva al ojo del lector atento de la forma al contenido: ¿por qué el “posestructuralismo” y sus mandarines aparecen en la novela? ¿Con qué tipo de mirada? El narrador no para de meterse para satirizar a figuras de tanta importancia para el pensamiento contemporáneo como Foucault, Butler, Derrida o incluso Noam Chomsky. Por ejemplo, uno de los interrogatorios realizados a Foucault se lleva adelante en un sauna mientras al filósofo, padre de la biopolítica, un joven le practica una fellatio. O, en el medio de un congreso en la Universidad de Cornell, que tiene mucho de escenario delirante a lo César Aira, Chomsky se fuma un porro mientras Judith Butler se le insinúa al inspector Bayard, Derrida no para de cautivar jóvenes con la conversación posterior a su ponencia y el reiterativo Foucault, a esta altura obseso sexual, se masturba mirando un poster de MickJagger, todo eso con la música de Pink Floyd de fondo.  

¿Rechazar a Binet por meterse con las vacas sagradas del posestructuralismo? No, para nada, pero sí detenerse en el gesto: el autor de HHhH, una suerte de modelo de enfant terrible, hijo de comunistas –casi una categoría política en sí misma–, pero con las buenas costumbres de una derecha prudente, joven y buena onda (no se puede dejar de pensar en la intelectualidad francesa post-Sarkozy después de esta serie de epítetos), escribe desde el lugar de superado una novela cuyo único atractivo es entretener a cualquiera que haya cursado dos o tres materias de Letras, o que haya hecho el CBC y haya pasado por casualidad por De Saussure y Barthes. Se lee desde el encanto del burgués culpable que se quiere concentrar en los “pequeños secretos” de otros burgueses, con esa satisfacción del chisme conocido, y no pasa de ser una historia para leer en el verano y olvidarse un poco del mundo académico y sus rigores. Sin ingenio –las escenas sexuales son de una cursilería increíble–, con bloques enteros de teoría masticada para que el lector no avezado comprenda hacia dónde va, la sátira que lleva adelante Binet es un gesto literario de derecha, conservador, que se mofa de los intentos de estos intelectuales por pensar otra cosa. Por eso la aparición de una especie de secta retórica, el Logos Club, y la obsesión por una función que resulta mágica: desde una “realista” realidad (de derecha), todo lo que han dicho estos pensadores acerca del lenguaje sólo puede ser parte del discurso de un grupo cerrado de gente que cree en la magia. Y no, ya lo sabemos, no fue magia.

La séptima función del lenguaje, Laurent Binet, Seix Barral, 440 páginas