Con gran repercusión se está emitiendo por Netflix la serie Gambito de Dama, cuyo título evoca la jugada con que el irreverente y genial Bobby Fischer terminó por quebrar la hegemonía que los rusos hasta entonces detentaban en el juego de ajedrez. Solo que esta producción --cuyo guion se inspira en la novela de Walter Tevis La Historia de Beth--  ubica su héroe en un cuerpo de mujer, de tal manera que el campo propiamente femenino pasa a ocupar el rol protagónico de todos los capítulos.

Impredecible, deslumbrante, intuitiva, frágil, excesiva, aquí la imaginación coquetea con el rigor lógico para hacer del juego ciencia el campo de experimentación de una Dama. Es que con el pretexto de cuidar al Rey, Beth (protagonizada magistralmente por la actriz argentina Anya Taylor-Joy) sabe gambetearle a las reglas de un mundo de hombres blancos, -derrota, caída y adicción incluidas. En efecto, fantasía mediante, con solo elevar su mirada al cenit, Beth pone patas para arriba cualquier tablero, maniobra que le sirve para ganar, aunque a costa de un alto costo subjetivo.

Es que, según dice, para obtener ese plus: “Necesito confusión y pastillas”. Quizás porque sólo así pone a distancia el abandono del padre, las imágenes del cuerpo yerto de su madre sobre una ruta, la infancia en un orfanato y el recuerdo de las últimas palabras antes del choque fatal: “cierra los ojos, Beth”. No por nada, según Lacan, el saber del inconsciente transita una disputa “que hace del cuerpo mesa de juego” (1), de ahí que la partida de Beth se desarrolle en el tablero de un imposible que el alcohol anestesia sólo hasta la próxima movida.

Sin embargo, no todas son espinas, Beth ha sembrado amor y amores en su dura experiencia vital: mujeres y hombres dispuestos a ayudarla. Así es que, como metáfora del generoso horizonte que la sororidad puede alcanzar, una amiga negra surge como la pieza con que Beth abre los ojos para así acceder a su pasado, enfrentar su duelo y por fin rendir homenaje a quien --en el sótano del orfanato donde fue alojada tras aquella trágica muerte-- le enseñara jugar al ajedrez: ¿una figura del Padre quizás?

De esta manera, en las 64 casillas de un tablero cuyos ocupantes evocan un orden patriarcal riguroso, blancas y negras se mezclan para finalmente rendirse ante quien, sólo por saber cuál es su verdadera partida, ya ha ganado el juego. Aquí el resultado es una mera anécdota a contabilizar en el mundo de lo previsible, el dominio del cálculo, la pesadumbre del registro, lo fatuo de los oropeles. Beth se mueve en un casillero que no está en el tablero.

Los psicoanalistas llamamos acto a esa jugada que no descansa en garantía ni soporte alguno. Aquí la libertad se somete a la marca más íntima del sujeto, allí donde el deseo hace del síntoma un peón y del saber un alfil de la contingencia. Como dice Lacan, en esta escena la repetición deja de ser vana(2), de alguna manera se consiente a una novedad que sin embargo estuvo desde siempre.

Lo cierto es que el campo propiamente femenino es uno de los nombres que el psicoanálisis guarda para esa equivocidad en cuyo inaccesible intervalo se alberga lo más íntimo del sujeto, cualquiera sea el cuerpo anatómico, semblante o casillero elegido. Rasgo decisivo del ser hablante que esta serie sabe ilustrar con aquello que el juego alberga por fuera de su tablero. Basta con abrir los ojos.

Sergio Zabalza es psicoanalista.

1. Jacques Lacan, “Radiofonía”, en Otros Escritos, Buenos Aires, Paidós, 2012, p. 448.

2. Jacques Lacan, El Seminario: Libro 19: “ …ou peor”, Buenos Aires, Paidós, 2012, p. 150.