Adolf Eichmann, el criminal de guerra nazi refugiado en la Argentina en la década del 50, tenía unos dientes tan feos, malhadados y amarillentos que desde muy joven había tenido que aprender a esconderlos detrás de sus labios tan finitos que solo juntos lograban formar uno. Una habilidad para esconder el desagrado largamente practicada en risas ladeadas; fumaba abriendo muy poco la boca y largando el humo por la nariz. Este rasgo, otros detalles del mismo calibre junto a modos, por ejemplo, de matar conejos y su mirada cargada de envidias mal tramitadas, forman algunos de los caminos narrativos que van armando al siniestro hombrecito gris, burócrata de genocidio conocido como el arquitecto del Holocausto. Metonimias efectivas contadas en esta novela desde una tercera persona que se filtra e instala detrás de sus ojos, cuenta lo que piensa cuando mira lo que lo rodea en clave escudriñar el mundo. Viaja en tren, Buenos Aires -Tucumán, y evoca cálculos de cuántas personas pueden entrar en un vagón. Este es el personaje de El desafortunado del escritor Ariel Magnus –mención especial Biblioteca Breve Seix Barral 2020– y esta es la operación que logra el texto: narrar desde adentro, sin saña particular y con obstinado ascetismo, la naturalización del crimen y el horror. “Yo no soy culpable de ningún crimen y no voy a ir a ningún lado con ustedes, les dice a sus captores. La novela recorta los años que el oficial de la SS vivió en este país bajo el nombre falso de Roberto Klement, reconstruye su último tiempo antes de ser capturado por el Mossad y llevado a juicio en Jerusalén por el que es condenado a la horca en 1962. En el juicio, Eicheman es llevado al estrado en una cápsula. Será un modo de protección, pero lo cierto es que evita que nadie ahí tenga que compartir con él el aire para respirar.

“Solo se veía el reflejo de la propia cara, desfigurada por las imperfecciones del vidrio y los temblores de la carrocería, una imagen tanto más fiel a la realidad que la quieta de un espejo.” Sintiéndose perseguido, como cada día después del fin de la guerra, Roberto Klement se queda dormido en el colectivo, de vuelta a su casa familiar en San Fernando de la planta de la Mercedes Benz, en donde tiene un trabajo administrativo detrás de un escritorio de chapa. Es la escena anterior a la captura, el texto se acelera y encuentra un tono de thriller. Antes de este momento de quiebre, la figura del otro como espejo se vuelve recurso narrativo, con rictus y parsimonia, para la construcción de retrato. Un espejo de tres cuerpos en el que Klement se mide. De un lado su hijo mayor, del otro su padre reconstruyendo al hombre íntimo, en el que se pueden ver sus convicciones, perspectiva e historia y en el centros sus camaradas Menguele, Heiling, Kuhlmann, a los que no podía dejar de ver desde cierto resentimiento, todos mejor posicionados que él, dinero, confort, honores y posición en el Partido.

Dejarlo por escrito pareciera ser el mandato que cubre tanto las necesidades de dar estocada de condena y muerte, ajusticiar, salvar o dar vida. La palabra en papel tiene esa cintura. “¿Qué tengo que poner por escrito?” le pregunta Eichmann a sus captores. De puño y letra escribió su sentencia de muerte y le agregó un ítem que le permitiera escribir sus memorias en el tiempo de encierro. Tres veces había quemado los intentos de esa empresa con distintos destinatarios.

Ariel Magnus es un escritor, y periodista cultural, prolifero y versátil en el abordaje de temas. Sería difícil hilvanar con un solo hilo Un chino en bicicleta (Premio "La otra orilla" 2007), Cartas a mi vecina de arriba o Ideario Aira, títulos a la azar. Con esta última publicación inaugura zona y se pone en serie con una tradición literaria argentina, la de producir ficción con la violencia inscripta en el cuerpo, justo en estos tiempos en que se cumplen 30 años de la publicación de Villa de Luis Guzmán.

Como descendiente de sobrevivientes del Holocausto, la pregunta que no deja de aparecer detrás del texto es: ¿Por qué Ariel Magnus se mete en estas lides? ¿De qué está hecho ese material que antecede al libro? Preguntas que no entorpecen la lectura, acompañan al lector hasta el final y la respuesta aparece, confirmando aquello que habla de las bondades del texto que responde a tiempo las preguntas que genera.

El desafortunado cierra con un apartado, “Fuentes”, que bien se lee como Agradecimientos, ese espacio reservado en el que se da cuenta de la red de contención y acompañamiento en el proceso de escritura de una obra. En estas Fuentes se detallan los textos con los que el autor se documentó, una larga lista encabezada por el material que produjo el mismo Eichmann. Y en efecto aparecen explícitos también los agradecimientos, incluyendo las diligencias del hermano de Magnus, David, en Berlín en el rastreo de cierta documentación. En este apartado se llega a leer el movimiento del autor al hacerse cargo de la palabra del otro, engullirla, hacerla propia y volverla literatura para no envenenarse. Y en ese mismo doble acto de leer-imbuirse, escribir liberar, se hace justicia.

La ceguera no siempre es opacidad –de hecho es un sobreviviente ciego el que delata el paradero de Eichmann– y la justicia poética existe y redime a su medida. La abuela de Magnus era enfermera de tiempo completo y en el afán de no abandonar a su madre ciega, se autodeportó a Theresienstadt para seguir cuidando de ella. Pero cuando la mandan a las cámaras de gas a Auschwitz, una bota nazi en el medio de la cara la saca de la fila separándola de su madre. Eichmann fue testigo. Ella siguió trabajando como enfermera en ese campo de concentración y uno de sus últimos trabajos fue acomodar cadáveres en una pila. Exhausta cayó rendida sobre esos cuerpos de la que cual la salva su propia respiración vista por los aliados. Este es el relato familiar que antecede al libro, el que dibuja el vasto espacio de la necesidad.