Nació de vientre de humana, pero pertenecía por decisión popular a la estirpe de los dioses. Era un héroe, en el más mediterráneo de los sentidos. Como Aquiles, todo lo que se originaba en él era asunto político. Y cuando pintó en la biografía, como Aquiles, anduvo vestido de mujer. Sus amores eran campo de controversias, sus iras y sus derrotas eran divinas. Cada opinión suya sobre el presente construía titulares grandes como los muros de una ciudad, en la que él habitó más allá de los simples mortales, contradictorio, falible, a veces cruel. Entre la dicha y la desdicha, lo reaccionario y lo popular, el machismo y la crítica a las mentes cavernícolas, como cuando dijo de Daniel Passarela -que rechazaba la posibilidad de incorporar gays a la Selección Nacional- que “es un retrógrado. Además si alguien que es gay hace tres goles por partido, vamos a ver qué director técnico no lo cita. No puede ser tan tajante, hay que tratar de dejar bien paradas a las personas y no meterse en sus vidas privadas". Años noventa, no cualquiera.

Diego era un machista, sí, de la manera en que se afianzó el término tras la revolución mexicana, tal como escribió Carlos Monsiváis. Es decir, comprometido con su tierra como con la madre, el “más hombre entre los hombres”, para quien cada acto de arrojo, incluso los más reprochables, valen más que la propia vida y son siempre un espectáculo nacional. Con una diferencia fundamental: Maradona había ya vencido de antemano por obra de su talento y cada antagonista, cada rival en la esfera pública, por más poderoso que se anunciase, no lo vería inclinado de rodillas porque su ética era de la insolencia, pero una insolencia que no fue mero narcisismo; pasaba de largo si el espejo no reflejaba los anhelos de las clases populares y sus luchas.

Y así como en las clases populares el machismo suele funcionar como compensación a la humillación del origen -de la misma manera que una cenicienta reivindicada- en alguien como Maradona, el héroe futbolístico, la teatralidad con la que se manifestaba me resulta, sin embargo, bien ajena a la de los poderosos de cuna, que sí son los que distribuyen los lugares de aparición y descarte en la sociedad.

Es cierto. Aquella hermosa provocación a Passarella por la cuestión de la homosexualidad y el fútbol tuvo, a menudo, una desmentida en otras reacciones suyas, que son la contracara del progresista justiciero. Usaba, como desacreditación de chongo tribunero, la orientación sexual del contrincante, o algún “desliz”, a pesar de que alardeaba de sus besos en la boca con otros varones -heterosexuales- que son todo un catálogo de fotografías para hacerse el bocho, y no desmentía su atracción por Cris Miró ni su amistad. ¿Quién no recuerda cuando se burló de la iniciación carnal de Pelé con un chico? (Pelé había contado que su primera vez había sido en el equipo adolescente, con un compañero “marica”). O cuando pretendió hacerle un outing a Burlando, el abogado de Claudia Villafañe. Por supuesto que en esa lengua de estilete campeaba la cultura del aguante, de muchas formas repulsiva, que podía incluir en privado lo que se excluye en público.

Y, sin embargo, nada en él evocaba a quien pudiera negar el derecho de las maricas, de las travas, de las tortas a vivir en plenitud jurídica. Nada. Imposible imaginarlo en plan Pinedo o Bullrich contra el matrimonio igualitario o la ley de identidad de género. Tampoco a quien no tuviera el ingenio, el humor y las ganas para incorporarse a la escena de las locas; bastaba con verlo hablar de su admiración por Gasalla o Flavio Mendoza.

Porque, a fin de cuentas, el héroe mítico está hecho de carne social, aunque esté divinizado. Hecho de contradicciones, en su doble naturaleza. Del corte más bajo y del más esplendoroso. Con la muerte de Maradona se va el último de los mitos argentinos. Un mito es la construcción comunitaria de aquel o aquella que por alguna razón también se nos parece, en la medida que es el sueño de lo que quisiéramos haber sido o lo que jamás hubiéramos querido ser.