Una de las imágenes televisivas que más veces me han despertado un cosquilleo de algo cercano a la emoción durante la pandemia, es la de un aviso en el que Ronaldo está sentado de traje, en una serie de butacas que remedan un cine, mirando escenas de su época como futbolista. “Golazo”, murmura con una sonrisa, luego de ver uno de sus, efectivamente, golazos. Por estos días no puedo evitar imaginarme al Diego sentado ahí, repasando toda su vida, celebrando en voz baja, bien para adentro y sólo para él, todos y cada uno de sus grandes momentos, y se me pianta un lagrimón.

Cada uno tendrá su propio rollo con imágenes de Maradona para repasar, y lo más increíble es que en ese interminable purgatorio de momentos que es YouTube, después de recorrer las más conocidas, hay otras más, y después más también, y la lista puede seguir y seguir. Por ejemplo, me quedo mirando una y otra vez el maravilloso calentamiento previo antes del partido en Alemania contra el Bayern Munich por la semifinal de la copa de la Uefa de 1989, el único galardón internacional del Nápoli en toda su historia, y es hipnótico lo que hace Maradona con y sin la pelota al ritmo del hit “Live is life” que sonaba en los altoparlantes del estadio, bailando, saltando, cantando, feliz y orgulloso de todo, concentrado, pidiéndole la pelota a los gritos a un compañero, pateándola al cielo y bajándola con una suavidad que hace pensar un pase de magia, en la cosecha más amorosa del mundo, en quien saca la mano para ver si llueve y vuelve con una flor.

Diego Armando cargaba con dos nombres, de esos que –los argentinos, al menos– siempre recordamos seguidos, uno atrás del otro, completando una cifra, un hechizo, cada vez que traemos del fondo de la memoria nombres de antiguos próceres, de los políticos del tiempo de la política: Julio Argentino, Juan Domingo, Vicente Leónidas, Deolindo Felipe. No sabemos por qué, pero ahí están, vienen juntos y de a pares, y recuperan una época. Está todo ahí: qué decir de nuestro Diego siempre armando algo, al fin y al cabo. Armó la mejor de nuestras memorias, ese partido con dos caras para los que se la pasan reclamando algo que son incapaces de realmente defender, pero que sólo tiene un rostro para el resto, el del fútbol, que es picardía y también talento, y sanamente los confunde. Y también nos desarmó una y mil veces, justo es decirlo, cada vez que su presencia nos condenó a la cuerda floja.

Ese dios imperfecto que fue el Diego se murió esta semana, con números redondos, apenas 60 años. Seis veces ese diez eterno en su espalda, el diez de Argentinos, el del juvenil del 79, el de Boca, el del Barcelona, el del Nápoli, y el de la selección Argentina, todos juntos, sumándose para el adiós final. Murió el mismo día en que Fidel Castro se fue cuatro años atrás, con un tatuaje del Che en el antebrazo derecho y otro del líder cubano en la pantorrilla. ¿Cómo no íbamos a amarlo tanto, cómo no iban a odiarlo de esa manera? Hace un par de años tuve la suerte de tener en mis manos su camiseta del partido con Grecia en el Mundial 94. Lo primero que me impresionó fue tomar conciencia de lo pequeño que era Diego –era de talle S–, de lo doblemente enorme que fue. El periodista Daniel Arcucci, custodio actual de esa casaca, contó entonces que se la había prometido antes del partido, pero después pasó el tiempo –y pasó también todo lo que pasó–, así que pensó que había perdido su oportunidad. Cuando finalmente volvieron a estar cara a cara, aún en los Estados Unidos, con escándalo por el doping positivo ya decantado y definitivamente afuera del Mundial, un Maradona entristecido le dijo que no se había olvidado de su promesa, pero antes de entregársela le preguntó: “¿Todavía la querés?” Con orgullo, Arcucci siempre dice que su respuesta fue que la quería más que antes. Así es como siempre lo quisimos y lo queremos al Diego. Más que antes. Una y otra vez.