¿Nos contamos por millones? ¿Cuántos viajeros y periodistas le debemos al Diego haber conservado nuestra integridad o hasta la vida? ¿A su apellido mágico Urbi et Orbi?

En 1998 rumbo a cubrir la guerra en Kosovo, con mi compañero Pepe Tobal nos sumamos a esa tribu de argentinos-Maradona. Cuando llegamos a Suiza supimos que ya no se podía llegar por avión a Tirana, la capital albanesa. Que había que cruzar dos países por tierra, Grecia y Macedonia, para arribar a lo que sería nuestra base. La idea, cubrir lo que ocurría en los campos de refugiados de Kukes, en el paso de Morina: un desfiladero de 15 kilómetros entre las montañas azules por los que se llegaba a Pristina y por el que llegaban los sobrevivientes-refugiados que habían sido atacados por la “limpieza étnica de Milosevic”, los serbios y la lluvia de misiles que arrojaban desde el Adriático los yanquis mientras mascaban chicle desde sus portaaviones negros.

Casi socarrón, Stavros, el taxista griego que nos llevó hasta “el bordo” entre Tesalónica y Macedonia, nos advirtió: “Si algo les pasa, les dejo mi tarjeta. Hace una semana traje a un equipo de periodistas ingleses y a los dos días me llamaron desde acá (el puesto de frontera) porque los asaltaron y les robaron todo. Las cámaras y hasta la ropa. Los llevé completamente desnudos”. Nos miramos aterrados. Pero ya estábamos ahí. En la frontera greco-macedónica. Dos cordobeses en un mundo en cirílico y con la pavura que crecía al punto de no querer ni mirarnos para no darnos cuenta de cuál de los dos tenía más miedo. Más náuseas. Más sudor frío en el espinazo y el cuero cabelludo. Éramos como dos terneros rumbo al matadero.

Entonces nos pasó. El soldado de la ventanilla leyó Argentina, y desde adentro alguien gritó ¡Maradona!

Era el comandante del puesto. Contento como un chico él mismo revisó nuestros pasaportes. Leyó Córdoba y dijo ¡Kempes! El lenguaje del fútbol, el santo y seña que nos abrió una frontera que tal vez nos hubiese visto “en bolas y a los gritos” unos días después, cuando llamáramos a Stavros, el taxista de Tesalónica, si es que no nos pasaba algo más grave.

El jefe salió de la cabina y en la fila de los trabajadores que pasaban la aduana hacia la tierra de Alejandro Magno le ordenó (o amenazó, nunca lo sabremos) a un hombre alto, bello (y armado) que supimos después, traficaba hachís y nos llevaría hasta Skopje, la capital de Macedonia. Un día entero llevó ese cruce. Teníamos el corazón en la boca. Pepe decía “Uh Martita, fuimos. Ahora nos violan, nos roban, nos matan y nos tiran por ahí por boludos”. Eso en cada parada. Pero la contraseña, el salvoconducto del comandante devoto de Maradona seguía iluminando caras. Nos pasaron de un auto a otro hasta llegar a Tirana. La última mitad del viaje fue en una camioneta de pastores albano-kosovares a los que salvo el apellido del Barrilete Cósmico, no les entendimos ni jota. Ni falta que hizo.

Tengo apenas un lustro menos que el Diego. Y amo el fútbol, los cuentos sobre fútbol del Negro Fontanarrosa, los de Eduardo Galeano y los de Osvaldo Soriano. Y aquella contratapa en la que declaró “no cuenten conmigo para pegarle a Maradona”. Y amo a Maradona. Todos estos días lo único que he podido hacer es esto: declararle mi siempre amor hasta el fin de los tiempos. Como a Evita, como al Che. Igual que millones de personas.

El primer trabajo rentado que tuve fue a los siete años. Mi papá, un albañil siciliano que se había quedado sordo en la guerra mientras buscaba comida para su familia, me pidió que le comentara los partidos y las peleas de boxeo. El Viejo Félix me leía los labios mientras yo le repetía lo que decían los relatores deportivos desde el Westinghouse en blanco y negro al que también le ajustaba las válvulas cuando el tele hacía rayas. De esa manera él podía después ir al club de bochas de barrio Las Palmas y comentar con lo' muchachos: un grupo de tanos del Sur que se habían bajado del barco con él, y que junto a otro puñado de hombres sin infancia de aquí y allá, compartían la dicha del futbol. Los domingos de goles de los Hugo Curioni, Ricardo Bochini, René Houseman, los “Hacha” Ludueña, los “Rana” Valencia, el Daniel Willington y la “Pepona” Omar Reinaldi.

La paga era la compra de un diario Córdoba “para el Pato que va a ser periodista”. Cuando el Diego le pasó por arriba a los ingleses, el 22 de junio de 1986, ya no estábamos juntos. No pude relatarle esos dos goles que partieron la historia en dos. Tampoco hubiese podido. Estaba llorando a los gritos como todos en mi trabajo de entonces, alrededor de un televisor del que literalmente tuvieron que desprender a un abogado que en éxtasis, fuera de sí, gritaba como un poseso ¡genio, genio, genio!, mientras abrazado al aparato no nos dejaba ver el replay.

Tampoco pude contarle cuando lo vi jugar en el Chateau-Carreras en el homenaje a Daniel Valencia. Ni el estupor por lo milimétrico de sus pases. ¿Cómo carajos podía ese hombrecito retacón patear de modo que la pelota les quedara justo en la punta de los botines a sus compañeros? Fue la más gloriosa afonía de mi vida. Y la visión in situ de la generosidad del Diego ante la abismal desventaja (terrenal) de sus compañeros: tres veces le pateó la pelota al pie de un delantero que por los nervios, marró tres goles seguros ¡Tres veces! Mientras algunos lo puteaban en colores, otros sufrían porque “ese pobre guaso no va a dormir nunca más en su vida”. Y el Negro Ramón Gómez de Clarín nos decía tranquilo como un Buda: “iá van a ver… iá van a ver… El Diego se la va tirar hasta que entre, y cuando entre, no se la va a dar más”. Pasó como dijo el Negro. El estadio entero aulló el gol más por el tipo al que le volvió el alma al cuerpo, que por el gol mismo. Y por el Diego, claro. Siempre por el Diego. Porque además de todo pensó en ese jugador y lo que estaba sintiendo. Y porque "vimos una Ferrari entre 21 Fiat 600”, como dijeron los cordobeses esa tarde de ese 12 de noviembre del 2000.

La pucha que le debemos a Maradona. Tanto, tantísimo. Que levante la mano quién de los millones que lo amamos no hubiese dado un pedazo de su vida para acompañarlo, cuidarlo, sostenerle la mano antes de que se fuera y mirar al final, en el fondo de sus ojos, ese último destello cuando vio que Doña Tota y Don Diego vinieron a buscarlo.

 

Viejo, adonde estés, ho visto Maradona, innamorata soy.