¿Qué es el mito? La narración acerca de seres o fuerzas sobrenaturales que producen acontecimientos sorprendentes. El mito forma parte del imaginario social de culturas arcaicas, conforma su sistema de creencias. Da cuenta de aquello que no se alcanza a comprender. Describe el origen de fenómenos que -en épocas precientíficas- no tenían explicación racional. Los acontecimiento o sentimientos inescrutables son atribuidos a antiquísimas divinidades, semidioses, monstruos, seres pérfidos o benefactores. La comunidad acepta la verdad de los mitos. De modo que Eolo es el causante del viento, Zeus de las tormentas, Afrodita del amor y así sucesivamente. Esos mitos originarios son pre-religiosos, preceden al judaísmo, cristianismo e islamismo, los tres monoteísmos moralizantes. En cambio, la mitología pagana es promiscua, politeísta, sin moralina, le da sentido a la realidad y, fundamentalmente, otorga alivio ante lo irreparable y alegría por compartir el mundo con fuerzas sobrenaturales más allá del bien y del mal.

¿Qué es un mito contemporáneo? 

Algo o alguien a quien se considera excepcional y, de manera mayestática, se le trata como tal. Como si se elevara un poco sobre la condición humana. Fuera de serie en arte, política, deporte o alguna otra actividad pública, se le valora por sus cualidades específicas, no por su vida privada. El conjunto de discursos, apreciaciones y acciones que “envuelven” a un ser extremadamente exitoso -si se sostiene en el tiempo- le convierte en mito. Figura amada por multitudes. Pero a condición de que ese ser sobresaliente en su especialidad, posea también una comunicación singular con su público. Para que alguien se eleve a mito debe tocar ciertas líneas de fuerza invisibles pero sensibles. Y, preferiblemente, que haya muerto. En el mito que hoy nos ocupa, otra vez las disputas por el cuerpo de un famoso, una irrupción de la familia “originaria” como la única “propietaria”; la ilusoria “suspensión” de los contagios covid por un par de días; la búsqueda de chivos expiatorios (acá Luque por ahora, en otros casos “vecino Pachelo” o Lagomarsino); la inveterada devoción -no solo argentina- por la necrofilia y un torbellino de pasiones. Ahora que se han mostrado tantas facetas del mito, sería el momento de preguntarnos qué ocurre con quienes le dimos vida simbólica, lo fertilizamos y -sin solución de continuidad- pasamos de las anécdotas a los sentidos sollozos, y qué ocurre también con los detractores. Las mayorías lo veneran. Algunas minorías lo rechazan, tal es el caso de las derechas, pero también de cierta izquierda y de algunos feminismos.

De todos modos, no es casual que los mitos con los que se identifica gran parte de un pueblo determinado sean populares. Gardel, El Che, Evita, Maradona. La oligarquía no es proveedora de mitos nacionales, al contrario, se hace la distraída. Así le fue a uno de sus referentes deportivos. Los Pumas no escucharon el clamor mundial, su pertenencia de clase se lo impidió. Pero su negación se les volvió en contra. La actitud de los All Black los derrotó a priori. Mientras transcurrían los segundos en que el equipo neozelandés ofrendaba algo negro, se notaba como a los celeste y blanco se les bajaba la potencia, justicia poética.

Diferencia entre el mito y la condición humana

Nadie se convierte en mito por ser drogadicto, maltratar mujeres, no reconocer hijos o, según Sebreli, ser la suma de todos los males. Pero a veces hay que repetir el concepto, ¿qué tiene que ver el mito con el hombre en su vida privada? La obra es la que exalta al virtuoso, las multitudes la validan. Si hubiese que cancelar las obras por la moral de sus autores, no conoceríamos la ciencia ni la filosofía griegas, porque están hechas por esclavistas. Quemaríamos los libros de Rousseau, porque abandonó en un asilo a sus cinco hijos. No miraríamos las obras de Picasso, porque frecuentaba menores. No consumiríamos digitalidad porque sus popes venden insumos para fines bélicos.

No se averigua cuán decente es el inventor de un antibiótico, se lo asume por su valor curativo. Lo mismo vale para el deporte o el arte, no habría por qué presentar certificado de buena conducta, ni ser modelo de vida. Son hacedores de ilusiones. Las multitudes conectan con eso (históricamente no siempre con resultados satisfactorios). ¿Qué desata este arrebato de sentimientos, de amor, de desprecio? Emir Kusturika muestra fragmentos de la vida “privada” en su documental Maradona (disponible en YouTube). Ahora haría falta una justicia histórica que documentara que le está pasando a las individualidades que denostan o que lloran con una intensidad sacramental. Veamos un detalle.

El médico Luque refiriéndose a Maradona dice entre lágrimas “lo amo”. Si lo dijese de otro hombre sonaría gay, pero acá suena religioso. Vimos al principio como el mito antecede a la religión. La conmoción Maradona copia la historia, el mito está deviniendo culto religioso.

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Como Tupac Amaru desmembrado por los caballos colonialistas, el mito Maradona -no ya el hombre de carne y hueso que fue- es tironeado por fuerzas diversas. Todos quieren tener su parte en el desmembramiento para bien o para mal. Produce vehemencias contradictorias. Trato de encontrar respuestas a este acontecimiento y ninguna me convence. Pero cuando terminé de ver por segunda vez Maradona de Kusturika, me acordé imprevistamente de Teorema, de Pier Paolo Pasolini (disponible en YouTube). Un joven llega como visitante a una casa de familia. Padre y madre de mediana edad, hija e hijo adolescentes, una joven mucama. El muchacho irradia tal magnetismo que todas y cada una de las personas de la casa, lo buscan de manera individual y se entregan sexualmente. Se va, pero les cambió la vida a quienes quedan. La mucama es devorada por un misticismo extremo que la eleva por los aires, a la hija la invade una histeria inmovilizante, el hijo se convierte en artista, la madre sale a levantar chonguitos y entrevé algo del orden de lo sagrado, mientras el padre se despoja de todo, se denuda, camina, camina y grita desaforado en el desierto. Esa gran afección produce un ser atmosférico, promiscuo, politeísta, sin moralina o con excesos de principios, irrita en ciertos lugares, brinda alegrías en otros. El muchacho de Pasolini me recordó el mito Maradona, ese dios humano, demasiado humano.