La historia está llena de abandonos, y el futuro es nuestro sueño más antiguo. Con la ucronía maltrecha reconocemos los mejores tiempos solo cuando los dejamos atrás. Cada primavera, Perséfone emerge del infierno y una parte del mundo se sacude los cristales del invierno.

En toda leyenda profética late un mensaje de esperanza, la eternidad en un instante que desagüe la tristeza de orfandades repentinas. Como ecos de un mundo selvático que parece brotar de un sueño extraño, al fútbol nuestro de cada día le atraviesa la certeza que su felicidad está en otro sitio.

Donde se vuelve la vista hay una armonía destemplada, una paz armada hasta los dientes, un sosiego tenso de bayonetas en alto. Una guerra no declarada, silenciada, edificada en los sumideros del sistema, soterrada, de tramas que se despliegan como fugas barrocas. Con un descaro arcano que se mueve al interior de sí mismo, el fútbol asquerosamente rico quiere ser más rico. Ha olido la sangre y el dinero dulce.

En la liturgia de su sueño épico, Real Madrid, Manchester United, París Saint-Germain, Barcelona, Liverpool, Juventus, Manchester City y Bayern Múnich, decidieron que la forma más segura de predecir el futuro era crearlo. Y lo crearon, a su medida. Se construyeron un fútbol precocinado, de cuatro amigos, para repartirse el poco aire que hay en la cima, sin atender a las víctimas que iban dejando por el camino: el fútbol de menores recursos, las Ligas nacionales, el dinero del fútbol base.

“Puedo anunciar que ya hemos aprobado los requerimientos para formar parte de una Superliga europea”, declaró Josep Maria Bartomeu, aquel hombre que iba por la vida como una sombra derribada el día que dimitió a la presidencia del Barcelona. Todos empezaron a salivar: fondos de inversión, bolsa, “equipe private”, capital riesgo, jerarcas, paraísos “fecales”, dirigentes corruptos, intermediarios millonarios, brokers, evasores fiscales, jeques, publicistas; todos juntos, agarrando la dicha aquí y ahora, con las manos llenas, sin que nadie les pida una excomunión.

Y nosotros sin VAR. Sin un VAR para dirigentes, para altos ejecutivos del balón, donde analizar sus mejores “jugadas”, sus “pelotazos”, sus amistades peligrosas; detener la “jugada”, darle para atrás, para adelante, con los filtros de la decencia, de la honradez. Un VAR en el interior de la FIFA, de la UEFA, de la CONMEBOL, de las Federaciones de cada país, para que todo lo peor no suceda siempre en el patio trasero del aficionado, del ciudadano: una idea donde descansar para domesticar a los demonios que nos habitan.

La UEFA entendió lo tristemente calculado que estaba todo, y contraatacó, en un intento por defender los agrietados cimientos de la joya de su corona: la Champions League. “Hasta donde sabemos, es una especie de grupo de privilegio autoproclamado. Una élite. Lo último que necesita el fútbol es la exacerbación del egoísmo. Debemos proteger al fútbol más débil, más modesto”, declaró Fernando Gomes, vicepresidente del Comité Ejecutivo de la organización.

Esperando el porvenir y el porvenir que no llega, en esta cada vez más compartida sensación de irrealidad. El origen de la Superliga amanece por los bajos ingresos económicos de los clubes, y por el desplome -al inicio de la pandemia- del índice bursátil Stoxx Europe Football Index, que agrupa a la mayor parte de entidades del fútbol europeo y Turquía. Manchester United y Thottenham Hostpur, cotizantes en la bolsa de Nueva York y Londres , sufrieron caídas similares.

En esta “tourné” de orgía de testosterona especulativa y financiera es de esperar que se apunten los sospechosos habituales: Egon Durban, dueño de una parte del Manchester City; el fondo de inversión del texano Dan Friedkin, dueño de la Roma; el Mapfre AM Behavioral Fund, dueño de una parte del Ajax y del Olympique de Lyon; el qatarí Sheikh Tamin bin Hamad, dueño del 70 por ciento del París Saint-Germain, y el capital riesgo City Football Group. En definitiva, la servidumbre voluntaria.

“Money, money, money, money, money, money”, cantaban los ojos oceánicos de Liza Minelli y Joel Grey en el mítico musical Cabaret, adaptación libre de "Goodbye to Berlin", del novelista Christopher Isherwood. “Goodbye” al fútbol que conocimos. Que entre el cabaret.

(*) Ex jugador de Vélez, y campeón Mundial Tokio 1979