“Mis películas existen." Recién llegado a Buenos Aires, Gustavo Santaolalla se acercó a Charly para poner algunas cosas en su lugar. Era octubre de 1981. Aunque García juraba y perjuraba no haber escrito “Canción de Hollywood” con el exArco Iris en la cabeza, Gustavo se lo tomó como personal. Incluído en La grasa de las capitales, el segundo disco de Seru Giran, la letra decía: “Ves la tierra en que naciste, sos vos/ Tus películas no existen, adiós”. Pero eso no había sido todo: en Bicicleta, el siguiente trabajo del grupo, había otro guiño escondido. O no tanto. Porque “Mientras miro las nuevas olas” era un dardo envenenado difícil de esquivar. Después de todo, entre los pioneros del rock argentino, ¿qué otro músico usaba corbata con saco gris, vivía cerca de la playa y, por cierto, no estaba igual que ayer? La respuesta tenía nombre y apellido.

“El rock, aparte de haber sufrido de misoginitis aguda por mucho tiempo, ha sabido ser bastante conservador”, dijo Santaolalla, en su reciente descargo a las críticas de la historia del rock latino que produjo para Netflix, Rompan todo. “Que alguien a quien yo consideraba y considero de lo más grande que nuestra música y movimiento han dado, se manifestara en una canción diciendo: ‘Mientras los demás miran las nuevas olas yo ya soy parte del mar’, me chocó. Simplemente eso. Me chocó. Siempre pensé que Charly era alguien que el público miraba y escuchaba con suma atención. Y que de alguna manera reducir la importancia de algo nuevo, tan poderoso y necesario para nuestro movimiento, no era una impronta que condecía con él y lo que siempre había representado”.

En esos años, el affaire solo era una de varias decepciones. En julio de 1978, Santaolalla se había subido a un avión con su pareja Mónica Campins para dejar atrás el circuito desierto del rock argentino y los festejos del mundial de fútbol. Delante, estaba la promesa de Los Ángeles. Su cheque en blanco con letra chica. Unas horas después desempacó en la casa de Gabriela y Edelmiro Molinari, con su libreta de contactos en una mano y una carta de presentación en la otra: el master de Pachamama. Un disco especialmente diseñado para el crossover, influenciado por el concepto del grupo uruguayo Opa (entre los músicos estaba el propio Rubén Rada) pero más cerca del formato canción. Huaynos, zambas, quizás algún candombe. Letras en inglés y en castellano. Altísimo nivel de ejecución. Así, mientras Santaolalla giraba por sellos y sellos con su cinta bajo el brazo, el código de camaradería entre los exiliados habilitó algunas alianzas nuevas.

Con Aníbal Kerpel, en Nueva York, 1982 (Foto: Uberto Sagramoso)

“Habíamos tocado juntos en el Festival del Amor que organizó Charly, pero con Gustavo todavía no éramos amigos”, dice Aníbal Kerpel. “Ya en Los Ángeles, Edelmiro alquiló una sala y nos llamó para una zapada. Estaba Edelmiro con el bajo, un baterista americano con el que él venía tocando, Gustavo con la guitarra y yo llevé el MiniMoog y el Rhodes. En un momento, Gustavo arrancó a hacer unos de esos ritmos en 6x8 que ya venía curtiendo con Arco Iris. Yo, que siempre me enganché mucho con el folklore argentino y en la secundaria había tenía mi propio grupo, lo empecé a seguir con los teclados. Gustavo se me quedó mirando, como diciendo ‘ah mirá… vos también’. Por ahí lo que estaba tocando tenía una modalidad medio rara, pero el feel estaba. A partir de ahí hubo un enganche muy fuerte”.

En un par meses, mientras sellaba su amistad con Kerpel, se quemaron todos los papeles. Pachamama fue bien recibido por los ejecutivos de WEA (Warner-Elektra-Atlantic), pero la respuesta abría un gigantesco compás de espera. Si bien superestrellas del jazz-rock como los Weather Report habían potenciado cierto interés por la “música latina”, el concepto parecía circunscribirse a los ritmos afrocubanos. Brasileros, con toda la furia. En las oficinas de las multinacionales, los huaynos y las zambas de Santaolalla quedaban atascados en una suerte de limbo: no lo suficientemente seductores para el mercado del pop anglosajón; no lo suficientemente exóticos para las colecciones de world music.

Por otro lado, su devoción casi religiosa por el poder transformador del rock & roll se desvaneció en el aire cuando se encontró con un Top 40 dominado por elefantes como Boston, Jefferson Starship o Journey. El punk y la new wave, de repente, empezaban a tener sentido. Santaolalla se metió de cabeza en los pequeños clubes y descubrió que, debajo del escenario donde tocaban bandas como The Motels, X, The Germs o los chicanos The Plugz, se arracimaban diseñadores, fotógrafos, fanzineros y sellos independientes. Una escena, bah. “Cuando vi todo eso me dije ‘tengo que hacer un grupo’”, decía Santaolalla, por entonces. “Te juro que me agarraron las mismas ganas que tuve a los quince años, con mi primera bandita."

Con una pila de discos bajo el brazo (Elvis Costello & The Attractions, Talking Heads y The B-52’s), salió corriendo a tocar el timbre en la casa de Kerpel. Pusieron un aviso en la revista Music Connection, montaron una sala de ensayo y comenzaron las audiciones. El desfile era estrambótico: toda esa clase de personajes que Los Ángeles drenaba por su alcantarillado de los setenta. De pronto entró a la sala Rob Brill, un prodigioso baterista norteamericano que había pasado buena parte de su vida en Japón. En algún momento fue el turno del bajista Laurie Buhne: un napolitano criado en Australia que, después de haberse pasado la guerra entreteniendo a las tropas como músico, se había casado con una cantante vietnamita. Si la intención era subrayar el mestizaje, casi que se habían pasado de largo. Ya se llamaban Wet Picnic.

“Habíamos quedado encontrarnos en el Guitar Center para comprar un teclado que necesitábamos para la banda”, recuerda Kerpel. “Estábamos justo en ese momento. Yo estaba probando unos teclados y veo entrar un tipo que se acerca caminando. Tuve que mirarlo dos o tres veces para darme cuenta de que era Gustavo. Todavía tenía barba, pero se había cortado el pelo. Fue rarísimo, pero nos cagamos de risa. Una onda… ¡sorpresa! Y así fue. A medida que nos enganchamos más y más en toda aquella movida, fue ‘chau pelos y barbas’. Lo cual te digo que fue muy divertido en esa época. Especialmente las reacciones de la gente que nos conocía. Les pegó bastante a todos. A algunos para bien, a otros no tanto. En ese momento, fue una declaración de principios muy fuerte."

Seis meses después de que los expulsaran de la puerta por volantear, Wet Picnic ya estaba tocando en el escenario del Whisky a Go Go. Cubriendo el circuito que unía el Club 88 con Madame Wong’s, prácticamente convertidos en la house band de Blackie’s. Aunque no llegaban a trascender a nivel nacional, la noticia de los Wets corría como un reguero de pólvora en los valles de California. ¿De dónde habían salido esos sudacas avant-garde que cantaban sobre resacas y cielos líquidos? Nadie tenía la menor idea. Camino a la Argentina, por lo pronto, León Gieco llevaba la buena nueva. Encapsulada adentro de “Pensar en nada”.

Al frente de Wet Picnic, en Los Ángeles, 1980 (Foto: Michel Lichtenstein)

Purito el si menor

“Con Gustavo nos conocemos desde la década del sesenta”, dice Alfredo Toth. “Yo en esa época tocaba con Los Gatos y él tocaba en Arco Iris. Cada tanto nos cruzábamos por la calle Corrientes, que en esa época estaba transitada permanentemente por artistas, y charlábamos un rato. Pero no teníamos una relación íntima. Cuando volvió no recuerdo cómo fue el reencuentro, pero me acuerdo muy bien que se apareció con su guitarra Schecter."

El subrayado no es ingenuo. Si Fender o Gibson eran el sello de legitimidad para el primer rock & roll, la versátil Schecter señalaba en una dirección nueva. Era la guitarra de Mark Knopfler, de Prince. Incluso de Robert Smith. Como parte de la banda de Raúl Porchetto, Toth estaba coqueteando solapadamente con toda esa música. Especialmente con The Police. Siguiendo ese hilo, Santaolalla quedó arrobado con el ajuste de la base donde también tocaba Willy Iturri, alguna vez considerado para la batería de Arco Iris. Santaolalla estaba preciso. Habían pasado unos pocos días desde su regreso a Buenos Aires, pero ya tenía un plan.

“Todavía estábamos ensayando el disco de Raúl y la sala de ensayo que empezamos a usar con Gustavo era la misma: una casa que yo le alquilaba a Jean Pierre Noher, amigo mío de la infancia”, dice Iturri. “Ensayábamos de siete a diez de la noche, una cosa así. Gustavo nos empezó a pasar los temas y eran uno mejor que el otro. Me encanta cómo compone Gustavo. Por lo menos en esa época, era una especie de ska y reggae mezclado con pop. Eran canciones. Además que, cuando toca, tiene un swing de puta madre. Y ni hablar cuando canta. Así que conocimos los temas y Gustavo se dio cuenta de que estábamos bien. Que tocábamos, que le poníamos onda. Yo creo que pasamos los temas durante dos o tres días y nos fuimos a Music Hall."

Con Alfreto Toth, Porchetto y Pablo Guyot en Buenos Aires 1981 (Foto: Archivo Victor PIntos)

El 12 de octubre de 1981 se metieron en la puerta de Uriburu 40 (casi Rivadavia), subieron al primer piso y dispusieron los equipos. El núcleo indivisible debía ser el sonido del trío, de manera que durante esas sesiones nocturnas y alcalinas se jugaron por la primera toma. En algún punto recibieron la visita de los Virus, que estaban grabando Wadu Wadu en CBS. Otra noche, frente a la consola, Charly se sentó codo a codo con Santaolalla: ‘vengo a ver quiénes son mis amigos’. “Hablamos, nos dimos cuenta que ni lo de su letra era tan grave ni mi molestia tan importante”, recuerda Santaolalla. “Escuchamos varios temas, nos abrazamos como se podía en esos tiempos y ya. Se acabó. Hay cosas que no se rompen."

Finalmente, García escuchó dos temas y, sobre todo, fichó a la banda. El concepto de grabación en directo y la formación en círculo. La vibración colectiva. “Era todo muy divertido”, dice Toth. “Con Gustavo nos llevábamos genial, la música estaba buenísima y Music Hall tenía una sala que sonaba tremendo. Fue la primera vez que toqué en trío en mi vida. En ese disco está la versión reggae de ‘Vasudeva’. Ya entonces me gustaba Bob Marley, pero nunca me consideré un bajista que toca bien reggae. Eso fue lo que me salió, lo que sentí”.

La banda estaba pisando un territorio casi virgen. Excepto algún intento aislado como el “Scaba Badi Bidu” de Donald y el honroso “La serpiente” de Cantilo y Punch, no había antecedentes de reggae en Argentina. Mucho menos de ska. Para octubre de ese año, por ejemplo, Stephanie Nuttal recién estaba llegando a Ezeiza para cerrar la primera formación de Sumo. “Gustavo me hizo escuchar The English Beat, el ska y todo eso que yo no conocía”, dice Iturri. “También le agradezco haberme pasado el yeite de los bombos en uno. ¡Bombos en uno! Un tema como ‘Si me llaman por teléfono no estoy’ es eso. Ahí me di cuenta de varias cosas sobre el groove."

Más allá de la épica beat y yupanquiana de “Ando rodando” (donde supuraba su rencor hacia el dogma ascético de Arco Iris), toda la lírica del disco tenía un approach completamente inesperado para el autor de “Mañana campestre”. Algunas, como “Hilda y el hermano”, eran el retrato delicadísimo y a mano alzada de personajes urbanos. El trazo grueso de “A través de ti”, en ese sentido, envejeció tan mal como una canción de Cacho Castaña: el rocker de calle Corrientes que, engañado por el ‘par de razones’ de una travesti, descubre el secreto mirando un partido de futbol. Casi todas, por lo demás, eran el avistaje crítico y luminoso de una vida nueva.

Alistada en el sub-género de las canciones epistolares, “Mamá, amigos, tengo una TV color” era la crónica de su desembarco yanqui. Un paseo de ojos desorbitados por las calles de L.A., repleto de referencias a la cultura pop (el riff de “Day Tripper”, la serie Starsky & Hutch, los discos de Kiss, Fiebre de sábado por la noche), la vida bilingüe (la voz del “In God we trust” pertenece a un cadete de la productora La Corporación que no hablaba inglés), la cocaína y el amor libre. “En aquel momento había que mandar las letras y el disco para que fueran examinadas por una comisión de censura”, dice Santaolalla, en el video promocional de la reedición. “Yo tenía la intuición de que nunca iban a escuchar el disco pero que sí iban a mirar las letras, por lo tanto no mandé por escrito las partes que sabía que no iban a pasar... que sí quedaron en el disco."

La segunda etapa de la grabación fue para los agregados a esas primeras tomas. El Negro Rada metió percusiones por aquí y allá (su gran momento es, desde luego, en el candombe “María de los Ángeles”), Oscar Kreimer grabó el solo de “Ando rodando”, Mónica Campins se ocupó de algunos coros y el propio Gustavo improvisó el slide con una botellita de vidrio de Coca Cola. “El día que Gustavo me invitó a Music Hall, estaba Lerner grabando overdubs con el órgano”, recuerda el periodista Claudio Kleiman. “Gustavo lo escuchaba desde el control con los ojos cerrados, en un gesto de concentración. De repente abre los ojos, aprieta el botón y le dice por el talkback: ‘purito el Si menor’. ¿Por qué? Porque para los músicos argentinos de aquella época, que venían de la era de la fusión (inclusive Lerner, que tenía su grupo Solopororo) no existían los acordes puros. El acorde, como mínimo, tenía que ser de séptima. De ahí para adelante, viste. Y Gustavo siempre se peleó con los músicos argentinos por eso. Percibió que Lerner estaba haciendo un Si menor alterado y lo frenó. Yo me quedé alucinado por la oreja, porque es más difícil reconocer una alteración en el órgano, donde suenan todas las notas juntas en un bloque. Y también por el concepto y porque el tipo sabía lo que no quería."

En el estudio, 1981 (Foto: Archivo Victor PIntos)

El disco, en efecto, trazó una línea en el piso. El periodista Víctor Pintos lo saludó con entusiasmo desde las páginas de Expreso Imaginario, pero la reseña de Pelo fue despiadada. En su ejercicio de la crítica, el anónimo periodista –la reseña no tenía firma– no solo sancionaba los pasos en una y otra dirección del artista (verbigracia, “después de arrojar por la ventana el misticismo telúrico de Arco Iris”), sino que justificaba el recibimiento amargo de sus colegas. El martillazo final era casi perdonavidas: “con este primer álbum demuestra que quiere, pero todavía no puede”. Santaolalla, ya desde entonces, parecía habituado al hostigamiento.

Publicado en medio de la Guerra de Malvinas, el disco fue alcanzado por la onda expansiva de la prohibición de la música en inglés (“Ando rodando” fue un hit) pero se quedó rápidamente sin combustible. Esas canciones necesitaban ser defendidas sobre los escenarios del incipiente circuito de pubs. Para entonces, sin embargo, Santaolalla ya estaba de regreso en los Estados Unidos. Llevando la música de Wet Picnic a los clubes de New York o inventando el corrido punk con los chicanos de The Plugz.

“Es un disco subvalorado, fuera del canon y las listas”, dice Kleiman. “Al final, el que se llevó los laureles como el primer disco moderno fue Clics modernos, pero Charly le copió el concepto y la banda que armó para salir a tocar aquel disco era esa banda de Santaolalla. Tal vez, como le pasó muchas veces en su carrera, Gustavo estaba un poco adelantado a su tiempo. Cuando el público llegó a la comprensión de eso, él ya estaba en De Ushuaia a La Quiaca. Pagó el precio del pionero”.

En medio de la pandemia y las críticas a Rompan todo, la remasterización de Santaolalla (a cargo de Aníbal Kerpel) permite medir esa profundidad histórica y comprobar que algunas heridas siguen sin cicatrizar. Que el fracaso es un combustible de alto octanaje y que, como dice Fito Páez, “entre los artistas no se encuentra el enemigo”. Que, formulada en tiempos de guerra o de peste, la pregunta del rock & roll sigue incólume al pie del cañón: “Voy a interrogar/ a cada ser viviente/ A ver si sabe/ quién es el que nos miente”.

La respuesta está flotando en el viento.