Marguerite Duras: Queneau, usted es escritor… ¿Qué piensa de los escritores que tienen ideas acabadas sobre la novela?

Raymond Queneau: ¡Ah, bueno! Sí, es verdad, eso existe…

¿Significa eso que a usted le repugna tratar con ellos?

-No, no… Yo también tengo ciertas ideas sobre la novela. Como todo el mundo, tengo ideas sobre casi todo. Entonces, ¿por qué no podría tenerlas sobre la novela?

¿Puedo preguntarles cuáles son esas ideas?

-Una novela, en cierta forma, es como un soneto, aunque mucho más complicado. Estoy a favor de las cosas sólidamente constituidas. No pretendo que otros hagan o piensen lo mismo que yo, pero para mí las cosas son así. Me gusta que los personajes entren y salgan con gran precisión. Si hay repeticiones, obedecen a una elección voluntaria. Al menos así es como yo trabajo. No me gustaría que se hiciera evidente, ¡sería horrible si se notara! Yo cuento hasta las líneas que separan las apariciones de los personajes. Ciertas palabras, ciertas frases, deben repetirse a lo largo del libro, aunque deben estar dosificadas. Eso hace a mi placer personal, pero pienso que también tiene que proporcionarle un gran placer al lector. Cuando lo leo a continuación, no me parece nada aburrido. En cambio, a veces sí encuentro aburrido escribir… Es un trabajo muy duro.

¿Y qué es lo que más le gusta de su trabajo como novelista?

-La estructura, y después también trabajar en la precisión y ajuste de los detalles. En cambio, verter el cemento no me divierte. Construir la cosa está bien, pero luego hay que darle forma, un estilo, rellenarla. Ése es el verdadero trabajo. Y por último está el toque final, el pulido, que me resulta de lo más interesante.

Y como editor, ¿cuál es su criterio para juzgar si un manuscrito es bueno o malo?

-No creo que se pueda juzgar la calidad absoluta de un original. Se valora desde un punto de vista particular: el del editor.

¿Si es publicable o no?

-Así es. Se plantean algunas preguntas respecto al autor: ¿Se trata de un escritor? ¿De un futuro escritor? ¿O de alguien que está fuera de órbita? No se juzga mucho si un manuscrito es bueno o malo, eso siempre es muy subjetivo. Pero sí resulta posible ver si el autor de una obra pertenece a la categoría de los escritores, de los futuros escritores o si es sencillamente un aficionado. Creo que es sencillo distinguir de inmediato si alguien es profesional, un futuro profesional o bien un amateur. El profesional, cuando envía un manuscrito, no es todavía un profesional, por supuesto. Pero se intuye al leerlo que ya tiene conciencia de lo que es la escritura, el oficio, el trabajo del escritor, y de que lo que escribe tiene el destino de ser publicado. Mientras que el aficionado, cuyo manuscrito puede ser tan bueno o tan malo como cualquiera, no se da cuenta en absoluto de lo que es la literatura y la escritura. Es alguien que sólo piensa en sí mismo, que escribe por propio placer, que escribe para aliviarse. 

El acróbata, un jardinero, ¿pueden llegar a ser buenos escritores?

-Sí. Hay gente que trabaja como carpinteros o acróbatas. Y quizás sean malos acróbatas y mediocres carpinteros; pero, a pesar de todo, saben su oficio. No son los que con una varita mágica se imaginan que son carpinteros. Para darle un ejemplo, el escritor aficionado es el que asume la escritura como si hiciera bricolaje. Un escritor es quien se da cuenta de que no se escribe sólo por gusto propio, que tiene conciencia de no estar solo. El hombre o la mujer que está verdaderamente interesado por la escritura, sabe que pertenece a la comunidad de los demás escritores, que tiene contemporáneos que lo juzgarán, que lo criticarán, que escribirán paralelamente a él. El aficionado es alguien que se queda en sí mismo, que puede escribir cosas agradables, pero que no tiene la potencia suficiente para comunicar con los demás, con el público, ni siquiera con un público restringido. Lo que más me llamó la atención a lo largo de estos años de lectura de manuscritos, es que se ve con suma rapidez si un autor, incluso totalmente desconocido, pertenece ya por vocación, por decirlo de alguna manera, al gremio de los escritores.

¿Ocurre muy poco?

-Sí, muy poco. Y a veces, eso plantea problemas. Puede suceder que un manuscrito no sea bueno aunque el autor está plenamente enterado de lo que es la escritura. Entonces, da pena rechazarlo.

¿Hay algo que puede sustituir esa magia de la publicación, me refiero a la obra publicada?

-No, nada. Muchas veces podemos preguntarnos si no hubiese sido preferible publicar esa primera obra, transformarla en un libro impreso, incluso si no es muy bueno, o peor, incluso si es bastante malo, porque a la vista de lo impreso, a la vista de lo que uno escribe, al verse publicado el autor se transforma por completo. Hay seguramente una reciprocidad que establece la impresión, la primera comunicación con los demás. En fin, con los lectores.

Por una parte, hay cierta fascinación, pero también se da un proceso de objetivación de la cosa. ¿Un libro impreso se ve mejor?

-Sí. Pensamos: “He aquí un autor... lo que escribió no es muy bueno; pero, si lo ve editado, él sólo se dará cuenta de que no es muy bueno, sentirá las reacciones del público, de los lectores, aun en el caso de que estos lectores sean poco numerosos, incluso si nadie le escribe, si no tiene una sola crítica.” El mero hecho de saber que hay aquí y allá, en el mundo, gente que podrá leer su obra, tendrá una influencia en él que lo transformará, que lo ayudará a comprender lo que es la escritura.

¿Las vocaciones literarias pueden ser tardías?¿Qué piensa, por ejemplo, de un notario del último pueblo de la Dordogne que, un buen día, ya con más de cincuenta años, se decide a escribir una novela?

-Ocurre, efectivamente. Hay ejemplos de escritores tardíos, y algunos incluso muy buenos. Pero la mayoría de las veces es un signo patológico. Casi siempre, un escritor escribe temprano, escribe joven.

¿A qué edad?

-A los siete años... Muy joven, en fin... Que yo sepa, la mayoría de los escritores escriben desde la infancia. Empezaron a los siete, ocho, diez años, casi todos.

¿Y Usted a qué edad comenzó?

-Yo nunca dejé de escribir.

Acaba de aparecer su última novela, “Zazie en el metro”. ¿Hacía mucho que no publicaba nada?

-Unos seis o siete años, desde “El domingo de la vida”, en 1952.

 ¿Y por qué ese silencio? ¿No tenía tiempo de escribir? ¿Lo abandonó el deseo?

-Las dos cosas. En particular, no encontraba el tiempo necesario. Escribí las tres o cuatro primeras páginas en 1945 y no volví a retomar la historia hasta 1953. Hace cinco años. Empecé con el nombre, el título, el personaje… O mejor dicho, la concepción del personaje. Se me apareció todo junto.

Su protagonista es Zazie, una niña de catorce años…

-Algo menos.

Bueno, creí haber leído en la novela que ella tenía catorce años…

-Sí, pero creo que el tipo que lo dice se equivoca. No lo recuerdo bien. En todo caso, es un error suyo. Yo soy el único que sabe realmente qué edad tiene.

Entonces quedamos en que Zazie es una niña. ¿Ha escrito alguna otra cosa sobre niñas?

-Sí, es una niña pequeña. En principio, ella debería estar por fuera de los deseos sexuales del mundo adulto, aún cuando se siente atraída por las jóvenes.

Desde la primera vez que pensó en ella, ¿mantuvo siempre la misma edad a lo largo de esos cinco años de escritura?

-Sí, aunque desde un punto de vista sociológico ha rejuvenecido. Primero la imaginé como una niña de catorce años, y luego, con el rejuvenecimiento del erotismo, ella permaneció igual, pero debe tener once o doce años como mínimo. Hacia el final, las últimas palabras que pronuncia Zazie son: “He envejecido”. En verdad, ella envejeció sólo cuarenta y ocho horas pero, de hecho, quien ha envejecido he sido yo. Por el contrario, ella rejuveneció, al menos en mi mente. Yo tengo cinco años más y la idea que ahora me hago de Zazie es que sólo cuenta con once o doce años.

Muy bien, pero ¿quién es en verdad Zazie?¿Una salvaje de los tiempos modernos? ¿Una bravucona, una filósofa?

-No. Para mí es alguien normal. En fin, una persona normal tal como lo entiende la gente normal. Hay otras personas normales en la novela, como Marcelina, la viuda Mouaque, la madre de Zazie… Pero bueno, el personaje central del libro es Trouscaillon.

Todos sus personajes son indocumentados: la guía gay, el falso chofer ruso… ¿Por qué su interés particular por los marginales?

-No me interesa más que cualquier otro ciudadano. Hablo de ellos porque, como dice la guía, toco mi tañido de flauta como lo hacen todos los artistas. Es mi pequeña historia. Y vuelvo a contarla una vez más porque me doy cuenta que es necesario repetir las cosas. O mejor dicho, no: lo hago porque de una vez por todas hice lo que se me dio la gana, sin tomar en cuenta ciertas preocupaciones a las que un escritor parece obligado, como renovarse o, en particular, parecer más serio. Hice exactamente lo que deseaba y además me daba placer. Obviamente, soy consciente que en Zazie dans le métro se repiten personajes o situaciones de mis otros libros, pero no es tan distinto a lo que ocurre en el mundo. Hay todo tipo de personas y muchas de ellas viven al margen de la sociedad. Y siempre en los mismos lugares: mercados de pulgas, fiestas populares, estaciones de metro o trenes. Lugares donde en todo momento pasa algo. Creo que puedo repetirme, y nunca nada será igual.

¿Cuál es la virtud que opera como común denominador y vincula a todos estos personajes entre sí?

-Mi simpatía por todos ellos. Es algo puramente subjetivo.

Los personajes confunden a menudo lugares públicos muy reconocidos, como Invalides y el cuartel de Reuilly, el Panteón y la estación de Lyon…

-Sí, es un mundo donde los monumentos históricos no siempre están en el lugar exacto que les fue asignado. Gabriel lleva a los turistas a visitar la Santa Capilla, pero en realidad se equivoca y los conduce a los alrededores del Tribunal de Comercio. Y todos quedan encantados. No creo que la respuesta a ello es que son ignorantes. Por lo general, el nivel cultural de mis personajes es bastante más bajo que el nivel general. Para mí, todo el mundo es así. Todos somos así, por supuesto incluyéndome a mí. No hay nada satírico en ello. Con excepción de mi mirada.

¿Está hablando el director de la Academia?

-Si algo me enseñó la Academia, es mi profunda ignorancia. Una enseñanza bastante terrible, debo decir...

Recién afirmó que en Zazie hizo lo que realmente le gustaba. ¿Eso significa que sintió más placer escribiendo este libro en relación a los anteriores?

-Es bastante difícil de precisar. Hago grandes esfuerzos para escribir. Soy perezoso. Hay autores, estoy seguro de ello, que disfrutan escribiendo. Yo no. Es trabajo. Y si bien se trata de un trabajo que me gusta, de ningún modo es “soplar y hacer botellas”.

¿Cree que estos cinco años de espera resultaron útiles para la maduración de la novela?

-No tengo idea. Obviamente, es algo con lo que he vivido durante cinco años. Al cabo de ese tiempo, durante esos cinco años, pensaba y trabajaba mentalmente en función de la novela. Incluso en los días en los que no trabajaba ni pensaba en ella.

¿Qué ocurre con los escritores que se ven ocupados por otras tareas, como aquellos que trabajan en una oficina por ejemplo?

-Hay tiempo. Siempre hay tiempo para todo. En necesario hacer del tiempo algo precioso.

Y usted, ¿cuándo escribe?

-No importa demasiado cuándo. Para Zazie…, el comienzo y los primeros cinco o seis capítulos los escribí durante unas vacaciones, y luego el resto.

¿Y de no haber sido escritor?

-¿Qué hubiese hecho? Qué pregunta más curiosa. Un montón de cosas. Podría citar muchos oficios: modisto, cocinero, banquero.

¿Y por qué no filósofo? A fin de cuentas, se puede considerar como si lo fuese.

-Creo que la filosofía no necesita ser escrita.