Cuando no hay una súbita crecida el río San Jerónimo corre plácidamente en medio, casi, del pueblo que se llama “La Cumbre”. Su trazado es sinuoso y a los costados árboles cada vez más frondosos, y muy verdes cuando ha llovido, dejan no obstante espacio para que algunos, familias, niños, establezcan sus reales y pasen una tarde sentados mirando correr el agua, mate en la mano, seguramente conversación intrascendente, alguna forma de episódica felicidad. El río sucede a dos gigantescas piletas alimentadas por un chorro que viene de la montaña, agua límpida, incesante, algo así como una manifestación de generosidad de la naturaleza que brinda sus dones y todo ello, espacios junto al río, piletas, bañistas de varias edades, calma y aire puro, un privilegio, como lo observa equitativamente mi amigo Martín Kovenski después de escuchar los comentarios que en ese mismo sentido estábamos emitiendo Oliverio Jitrik y yo, es poder gozar gratuitamente de todo ello, un privilegio, un privilegio de los buenos puesto que basta acercarse para gozar de él y, porque la naturaleza es amplia y suave,casi sin necesidad de preguntarse si uno tiene derecho, si en términos de privilegio no habrá que sentir alguna culpa puesto que siempre acceder a un privilegio supone una exclusión, la de todos los que no acceden a lo que les es concedido a algunos. 

Claro que no todo en el pueblo es bello ni gratis pero, igualmente, vivir en él es sentido como un privilegio por comparación con la convulsiva vida en una ciudad grande, donde se vive espasmódicamente, respirando mal, lejos del agua que mana sin medirse, donde todo es caro y el sobresalto sucede a los empujones, pero, porque hay otras cosas, cines, teatros, museos, medicina, diarios y otros bienes, muchos consideran que es un privilegio vivir ahí: tal vez por eso una tendencia creciente en todas las grandes ciudades del mundo es tratar de que emigren quienes no pueden acceder a esos privilegios, en particular el de la vivienda y permanezcan quienes, porque tienen los recursos necesarios, aun en las irrespirables ciudades encuentran los escapes, esos rincones privilegiados donde se puede respirar y contemplar cómo el cielo se tiñe arrebolado al final del día y el silencio ayuda a dormir como corresponde: una cosa es empezar y terminar en la Villa 31 y otra en Palermo Chico tratándose de Buenos Aires. 

Todo esto significa que el alcance y el significado de lo que estoy llamando “privilegio” tiene matices, no son los únicos que señalé ni la palabra se aplica sólo al lugar en el que se vive: importa más lo que implica histórica y socialmente. En la Grecia clásica, me informa mi amiga Marta Rojzman, los ciudadanos libres, no las mujeres, gozaban de importantes privilegios, como participar en la asamblea, asistir a los teatros y salir, de donde filosofar, nada menos. Los reyes más tarde tenían privilegios otorgados por la Iglesia, los disfrutaban y, si les venía en gana, según sus caprichos o su modo de hacer justicia o su distracción, los concedían o no a sus pares que aspirarían, basta con acercarse a Shakespeare para comprenderlo, a disfrutar de los mismos privilegios: para lo que se llama el pueblo casi ningún privilegio o sólo el de servirles, vaya privilegio, que lo digan los siervos y los esclavos de todos los tiempos, incluidos los nuestros, en gran parte del planeta. 

La palabra, o mejor dicho el tema, es inquietante en principio porque pareciera que hay privilegios legítimos – “los únicos privilegiados son los niños” proclamaban, ya no lo sé cuál de los dos, Perón o Evita– y pacíficos y otros ilegítimos y producto de violencias de diferente tipo. Se podría hablar extensamente de unos y otros: se diría que los legítimos están relacionados con la idea de “derechos” naturales, por llamarlos de alguna manera, cuya adquisición explica en gran medida el desarrollo de la civilización; o adquiridos, como el enriquecimiento por comercio o ahorro o los premios al mérito o por salarios fuera de lo común –actores de cine, deportistas, cirujanos, hay muchos más casos–; o la herencia, que está legitimada y parece legítima, vaya uno a saber hasta dónde, y la también heredada pertenencia a una clase social que ya goza de esos privilegios. Disfrutar del dinero que se tiene por cualquiera de estas vías y cuya posesión no merece cuestionamiento genera privilegios aceptados universalmente como normales. Muchos aspiran a ellos, se les enseña inclusive a lograrlos, esa pedagogía se reviste de moral, tal como lo propugnó el protestantismo en alguna de sus variantes.

En cuanto a los otros, los ilegítimos, están relacionados con la idea de investiduras –reyes, emperadores, Papas, presidentes, jueces– obtenidas de las más diversas maneras, por mandato divino, por elección, por designación, por lo que otorgan los poderes políticos, por usurpación, por corrupción, hay muchas posibilidades, todas las cuales generan sufrimiento y no por envidia sino porque hacen del privilegio un fantasma indeseable y cruel. Hay quienes quieren entrar a ese círculo del que estarían excluidos, esa pertenencia les parece envidiable y deseable, la ambición no tiene fronteras.

Quizás estas aproximaciones a la noción de privilegio no sea mucho pero permiten tal vez considerar y/o comprender algo de lo que ocurre en una sociedad, en la nuestra para no ser demasiado pretenciosos: muchos en nuestras extensiones (pido en préstamo la palabra a Sarmiento), ciudades o campos, creen o sienten que tienen derecho a ciertos legítimos privilegios –un disfrute de la naturaleza y la cultura, una salud sin sobresaltos, una vivienda decorosa, una vejez tranquila, un diálogo inteligente con seres inteligentes y varias más–; otros luchan denodadamente para que no se les recorte o, en el límite, se los prive de lo que han conseguido aun torcidamente (¿alguien cree que un mafioso o un narcotraficante o un exportador de soja o un banquero, especies semejantes y en muchos casos complementarias, pueden admitir la mera posibilidad de que se les afecten sus privilegios?), o les ha sido otorgado por pertenencia de clase o de iglesia o de otras fuentes igualmente torcidas.

Se diría, para no perder el tono reflexivo, que la idea de privilegio tiene asiento en dos verbos, lujo del que disfrutamos gratis, es un privilegio, en el castellano que hemos heredado: estar y ser. Para unos un lugar apetecido, a veces cercano, como cierto regalo de la naturaleza, a veces ideal o idealizado, como un Olimpo perfecto en el que están otros tranquilamente instalados,se proyecta como un estar deseable y posible; el querer llegar a ese estado es un motor que puede conducir a él si se tiene el deseo, la visión, la suerte y el ánimo, o puede morir en la empresa; desea “estar” en ese privilegio que reside al final de un camino que al ser emprendido le da sentido a una existencia. Todo humano aspira a ese estar privilegiado tan obvio que no necesita de palabras: “por qué tu no” le sopla alguien al oído a quien el deseo se le ha dormido y, al despertarlo, lo incita a emprender la lucha por un privilegio legítimo.

El “ser” es otra cosa, es el propio de los que porque nacieron de determinados vientres que, a su vez, se sentían privilegiados, creen que todo les es debido, personajes por lo general insignificantes a los que pronto o tarde algo, un golpe, un exceso, un competidor, los ubica; pero más interesante, políticamente considerado, es el de quienes porque han acumulado masas de dinero, legítima o ilegítimamente, se sienten invulnerables,ningún acceso a ninguna cosa creen que les está vedado, el derecho a la propiedad es el privilegio máximo para ellos y nada les gusta menos que verlo recortado o compartido, es tan evidente que ni siquiera hay que perder el tiempo en ejemplificarlo; y, por fin, están los que se sienten llamados, como los sacerdotes, salvo los santos, y los militares, salvo los patriotas (a veces los hay), o los jueces, para quienes es inconcebible que no se les recorten ganancias o privilegios que imaginaban no sólo irrenunciables sino naturales y propios, para ellos no podía ser sino de esa manera, no se les ocurre que son, como meros individuos, simplemente el fruto de un encuentro entre un espermatozoide y un óvulo y resultado de un indeterminado azar.

¿Se aplica este razonamiento a la obscenidad con que están actuando los ocupantes de la Casa Rosada? ¿Es en virtud de los privilegios que por una u otra vía poseen que realizan su tarea de desmantelamiento y destrucción? Creo que sí: impávidos, ignoran la ilegitimidad de aquello de que disfrutan y los privilegios que de ello han obtenido están fuera de discusión, se les deben, quién sabe quién es el deudor, como si fueran niños que gritan lo que quieren  ante sus rendidos progenitores, incapaces de ponerles un límite o un freno. En esa ecuación, privilegio y acciones, se origina la mediocridad que cualquiera puede observar y su compañero, el cinismo incorporado a sus dichos y presuntos argumentos, flagrante en sus respuestas no sólo ante cualquier pedido de cuentas sino ante la vida misma, en la política, la cultura y en esos otros valores que justifican la existencia individual y social. Porque, privilegiados, se consideran fuera de toda responsabilidad y pueden llevárselo todo, para ellos, sus parientes y sus testaferros, la codicia y la rapiña que parece ser un rasgo de carácter o el signo de su presencia se han difundido por la sociedad y la ha impregnado de una chatura como nunca antes se había conocido en este país. 

¿Qué hacer con estos privilegiados? Debe haber modos, debe haber respuestas. Esperemos que aparezcan y podamos despertar de este obtuso sueño.