EL CUENTO POR SU AUTOR

En el garaje de casa tengo un espacio de guardado, construido debajo de lo que, del otro lado, es una escalera que sube a la planta alta. En ese cubículo guardo aquellas cosas que sé muy bien que debería descartar pero que, por falta de decisión, terminan quedando ahí. Un día sentí un intenso olor a humedad pero, como había sido una semana lluviosa, no le di importancia. Cuando mejoró el tiempo dejé la puerta abierta para que entrara el sol, pensando que eso arreglaría las cosas. Sin embargo, el olor persistía. Un olor a tierra húmeda que, debo confesar, me encanta porque me conecta con algo primitivo, un recuerdo difuso –pero muy vívido– de cavernas y bosques.

Unos días después, descorrí la cortina para dejar allí unas botellas vacías y me quedé boquiabierta frente a lo que estaba ante mí: una montaña de tierra negra de más de medio metro de altura, que hervía de hormigas. Cerré la cortina, como si ocultar lo que acababa de ver fuera una manera de solucionarlo, y seguí haciendo mis cosas como si nada.

Un rato más tarde, sin embargo, empecé a pensar que algo tenía que hacer. Consulté a un albañil; fue categórico: “Pueden estar bajo los cimientos de la casa, así que cuanto antes las saque, mejor”. Googleé, evalué la posibilidad de colocar venenos. Sin embargo, a pesar de la inquietud que me generaban, no quería matarlas. Me armé de coraje, agarré la pala, un balde plástico y comencé a cargar esa tierra viva, alborotada, que llevé hasta el fondo de mi jardín. Después de varios acarreos, barrí con prolijidad, baldeé, escurrí.

Al día siguiente, unas hormigas sacaban granitos de tierra por el orificio que había dado origen a todo esto. Entonces comprendí, me resigné y recurrí al veneno: un polvo blanco que compré y esparcí con aprensión. Una semana después, había muchas muertas, pero otras reiniciaban la tarea. Muy a mi pesar, porque a esta altura ya las admiraba, volví a espolvorearlas hasta que la actividad cesó.

Admito que me sentí culpable y que el garaje ya no es el mismo. Cuando entro, extraño ese olor profundo y antiguo; cada vez que descarto algún objeto, añoro eso vivo y cambiante que me deparaba imprevistos tras la cortina. Inevitable pensar en el temor que nos genera un “otro” tan diferente, al que rápidamente interpretamos como amenaza. También en la fascinación que suele producirnos eso a lo que, soberbiamente, catalogamos de monstruoso porque no se nos parece. Una pizca de todo esto terminó mutando notablemente para llegar a ser este cuento.

ALGUNA OTRA COSA IMPENSADA

Le pica la espalda, no toda, sino más precisamente el borde interno del omóplato derecho. Está en la oficina y, en principio, trata de pensar en otra cosa a la espera de que el picor disminuya o desaparezca. Pero eso no sucede. Entonces se levanta, camina hasta el dispenser de agua, apoyando fuerte los pies para ver si así puede concentrar su mente en otra parte del cuerpo que no sea ese punto de su espalda. Saca un vasito de plástico de la pila, se sirve agua, por suerte está bien fría. Toma un trago y, mientras lo siente correr por su garganta, imagina ese hilo de agua fresca deslizándose por sobre la zona irritada. Toma otro trago, y otro, hasta vaciar el vasito. Entonces lo estruja y arroja con fuerza exagerada al cesto, para mover el brazo y que la tela de su camisa roce contra el punto que pica. Camina hasta su escritorio, se sienta frente a la computadora; tiene que terminar con la redacción de unos documentos, pero no puede concentrarse. Restriega apenas, para no llamar la atención, la espalda contra el respaldo de su silla. De pronto, su compañera de oficina se pone de pie, alza unas carpetas y se retira, y ella aprovecha para rascarse sin disimulo. Cruza el brazo izquierdo por sobre su pecho, introduce su mano por la abertura frontal de la camisa, la desliza por encima del hombro derecho y, desde allí, intenta aproximar los dedos al punto en cuestión. La operación es incómoda y tiene que ayudarse, empujando con su mano derecha el codo izquierdo para que el brazo llegue hasta ahí. Cuando lo consigue, se rasca desaforada y siente alivio a la vez que identifica una pequeña protuberancia en su piel. No puede verla, pero el tacto le devuelve una imagen que se proyecta en su cabeza como un grano. Lo refregará bien cuando se duche, le pondrá alcohol, o lo que sea, para deshacerse de esa cosa desagradable, pero por sobre todo incómoda. Cuando su compañera regresa, ella ha terminado de pasar los documentos que el jefe de sección le había pedido y los está enviando por mail.

Se ha largado a llover, así que toma un remis para regresar a su casa. Ni bien se sienta empieza a picarle el borde del otro omóplato, el izquierdo. Lo que le faltaba, piensa, un brote de acné, una alergia. Sólo quiere llegar y quitarse la ropa. Pero hay calles cortadas por reparaciones, el tránsito es un caos, y el conductor es un pesado que no para de hablarle y de mirarla por el espejo retrovisor, cuando lo único que quiere ella es que el tipo mire hacia adelante para frotarse a gusto contra el asiento trasero. El auto se detiene ahora ante una fila apretada de automóviles y personas que obstruyen la calle frente a una escuela: horario de salida de los alumnos. Ya no aguanta más, le pide al remisero que le cobre y baja del auto. Prefiere caminar y mojarse. No le sorprende que el agua de lluvia termine por resultar el mejor de los alivios.

Ya en casa, se quita los zapatos, la ropa y, cuando va a llevar todo al lavadero, observa, en la parte de atrás de la camisa, dos manchitas rojas. Se dirige de inmediato al baño. Se desprende y quita el corpiño, y trata de ver su espalda desnuda en el espejo. Tiene dos puntos de color rojo brillante. Se ducha, lava la zona con jabón y esponja. Se seca, se pone una remera grande y va hasta la cocina a prepararse algo para comer.

Esa noche transcurre entre vueltas y más vueltas en la cama. Cuando por fin se duerme, sueña que tiene que hacer una larga cola frente a un edificio, cargando una pesada maceta con una palmera. No sabe por qué, ni para qué, pero tiene que padecer –en esa fila que apenas avanza– como si la vida le fuera en ello. La alarma del celular suena a la hora de siempre, pero recuerda que es sábado y que no tiene necesidad de levantarse. Ha olvidado reprogramar esa alarma para que no suene el fin de semana. Escucha que aún llueve y, en un impulso, decide levantar la persiana, abrir la ventana y dejar que la invada el olor penetrante de la tierra mojada. Le duelen los brazos, se siente agotada, así que –aunque no es lo que acostumbra– se acuesta otra vez. Contra todo pronóstico, se queda dormida.

¡Las once! Ni los fines de semana se levanta tan tarde. Camina rumbo a la cocina. Pone agua a calentar, busca un saquito de té, una taza y el tarrito decorado que usa como azucarera. Lo tiene para los invitados, porque ella no consume azúcar; pero hoy quiere, necesita con urgencia algo dulce. Vierte el agua en la taza, coloca cuatro cucharaditas bien cargadas de azúcar. El día sigue gris, así que descorre la cortina para que entre más luz y entonces se queda viéndose, perpleja. En la imagen que se proyecta, de perfil contra el vidrio de la ventana, se dibuja un bulto en medio de su espalda.

Frente al espejo del baño se quita la remera y gira su torso para poder ver mejor. Algo, que parece un trozo de papel celofán arrollado y trasparente, asoma por detrás de cada uno de sus omóplatos. Toca, con cuidado, una de esas cosas -no quiere romper eso que crece de su cuerpo-; la oye crujir levemente y la imagina de una enorme fragilidad.

Hace zapping. Maca la invitó a ir al cine, pero no se anima a salir. No tolera apoyar su espalda contra ninguna superficie, así que –para distraerse un poco– hace zapping, sentada en un banquito de plástico que tenía en el lavadero con un potus encima. Va de canal en canal sin demasiado interés: un programa sobre prevención de las caries, una vieja película de cowboys, el video de un reguetonero, un partido de fútbol, dibujos animados, básquet, una regata, una predecible película de amor, una serie policial, un documental sobre hormigas, otro sobre vecinos asesinos, otro sobre novias que se prueban vestidos de novias, una competencia de niños cocineros, un festival de canciones en la TV italiana, un noticiero en la española y vuelta a empezar con el tipo de guardapolvo blanco que habla ahora del cuidado de las encías. Repite el recorrido y se detiene en el documental sobre hormigas: “Se reúnen en enormes colonias alrededor de la Reina Siafu, la hormiga más grande del mundo”, dice la voz en off. Entonces, cae en la cuenta de que está tocándose esa inflamación rara que tiene, y que esta ha aumentado. Finalmente cambia de canal, y se queda en la RAI, escuchando canciones en ese idioma estridente y meloso que no entiende por qué ha empezado a gustarle.

Son alitas. Aunque le cueste creerlo, es hora de admitirlo: alitas de color ámbar transparente, con unas nervaduras negras finísimas que salen como vectores de su espinazo, se alzan y se trenzan, haciendo dibujos de trapezoides en lo suave de eso que es como caramelo de miel. Ahora no crujen cuando las toca, son como una sedita tersa para la yema de sus dedos desprevenidos. Se queda viéndose en el espejo, no puede dejar de mirar esa cosa tan espeluznante -pero a la vez tan bella- que sale de ella, que ella ahora es.

Ha pedido licencia en el trabajo. Prefiere quedarse en casa, así no se atreve a andar por ahí. Pero dos días después se queda sin provisiones, así que llama al delivery y ensaya distintas formas de vestir su torso. Descubre que, con cierto empeño de su parte, puede plegar las alas y que son tan maleables que logra hacerlas quedar adheridas a su espalda. Eso le permite ponerse un vestido holgado y que pasen inadvertidas. El muchacho del delivery le entrega su pedido de empanadas. Actúa por demás amable y no deja de hacerle bromas y de mirarla a los ojos. Cosa rara, porque ella sabe que es una de esas personas que pasan desapercibidas, y a las que todo el mundo trata con indiferencia. Como sea, siente que ha sorteado la prueba y esa misma tarde se aventura a llegar hasta el mercado del barrio. Compra azúcar, que se le ha terminado, y varios paquetes de vainillas. Después va por unas ciruelas, bien maduras y dulces. Y frutillas. El vendedor no deja de sonreírle mientras pesa y etiqueta sus bolsas. Se siente halagada pero más que nada incómoda. De todos modos, lo más importante es que ha salido airosa: nadie parece haber notado su oculta monstruosidad.

Esa nochecita, después de comer con una voracidad que desconoce las provisiones que ha comprado, busca en su placar la camisa de trabajo grande, esa que dejó de usar cuando adelgazó un poco. Se la prueba. Como esperaba, le queda suelta. De todos modos, para que las alitas no se noten, se pondrá también una musculosa blanca debajo. Está decidido: el lunes volverá a la oficina.

En estos últimos días siente una fuerte atracción por la tierra húmeda. Abre la ventana o sale a su pequeño jardín y riega y se complace en el aroma que asciende y calma esa ansiedad que la tiene tan inquieta, que le sube de las entrañas a la nariz o al cerebro o vaya a saber a dónde. Ahora está, con el torso desnudo, que es como últimamente anda por su casa, arrodillada sobre el pasto y cargando, con una cuchara, un poco de tierra en un jarroncito que va a poner en su mesa de luz, y otro poco en un porta-cosméticos que le regalaron y nunca usó porque no se maquilla, para llevarlo en la cartera, por si necesita oler o tocar. Ya en la cocina, humedece con agua la tierra que contienen ambos recipientes. Se siente satisfecha. Descubre, no sin cierto asombro, que sus alitas vibran.

En la empresa hacen una cena para festejar un nuevo contrato que, según el jefe, fue posible gracias a la colaboración de todo el equipo. Ella nunca se deja convencer ni entusiasmar por esas frases de manual dichas como halagos para oídos predispuestos a creer cualquier cosa. Y, si bien nunca va a ese tipo de eventos, le sorprende que el jefe y otros compañeros insistan en decir lo clave que resultaron sus aportes, y en pedirle que esta vez rompa con sus costumbres de ermitaña y vaya a la reunión. Como nunca, acepta; como nunca, va hasta el centro a comprarse ropa; como nunca, esa ropa es un vestido negro y unos zapatos rojos con taco. También se compra un labial que no sabe si se va a atrever a usar.

Está en su habitación con Jonás. No sabe muy bien cómo llegó a esa situación, ni por qué no atinó a pensar qué diablos iba a suceder cuando Jonás viera su cuerpo desnudo y sus “cosas”. Jonás le gusta desde siempre. Lo ha deseado en secreto cada vez que se cruzó con él en un pasillo de la empresa, cada vez que le facilitó algún dato o algún documento que él le pidiera. Cada vez que lo vio coquetear o salir con alguna compañera llamativa de la oficina. Se preocupó por él cada vez que lo vio pasarla mal por algún problema con su ex mujer o alguno de sus hijos. De todos modos, muy consciente de lo que ella considera su escaso atractivo, se resignó a contemplarlo de lejos sin aspirar nunca a nada más que un saludo, una sonrisa, un intercambio de palabras intrascendentes por alguna cuestión de trabajo, también intrascendente. Así que ahora no puede entender qué hace él en su cama, desnudo, diciéndole pelotudeces almibaradas, mirándole con fascinación las alitas, tocando con delicadeza su espalda, dándola vuelta para besarle los ojos, los labios, los pechos. Arrojándose con ella a la cama como si flotaran sobre un abismo interminable. Porque así se siente ella, como volando y después cayendo en cámara lenta, entre el placer y la inquietud, y luego ese olor a tierra húmeda que la hace flotar y hundirse, caer y flotar.

Es sábado y el sol de la primavera la incita a salir al jardín. Riega las plantas, agarra la pala que hace unos días se ha comprado, comienza a sacar algunos yuyos y a remover la tierra. Hunde la pala, cava un poco, con el filo desmenuza los terrones, vuelve a cavar, a desgranar, a esparcir y siente que no puede parar, que encuentra un placer desmesurado en esta actividad tan anodina que repite y repite hasta quedar sin fuerzas. Es de noche ya cuando cae en la cuenta de la cantidad de montículos que ha generado. Una noche oscura y húmeda como la tierra, piensa. Y sonríe.

Suena el despertador, se levanta de un salto y, cuando gira para sacudir las sábanas de su cama, ve allí sus alitas, ajenas a ella, despegadas de su cuerpo, inermes. Corre hacia el baño, se mira en el espejo. Nada allí detrás, salvo los dos puntos que dieron origen a todo esto. No están rojos ahora, sino de ese marrón de la sangre coagulada. Vuelve a la cama, toca las alitas y las nota menos elásticas, algo secas. No se atreve a moverlas. Va hacia la cocina y se prepara un té con mucha azúcar. Se queda un rato sentada ahí, sin saber bien qué hacer. Después regresa a su habitación a cambiarse y se está poniendo la musculosa cuando se da cuenta de que ya no la necesita. Abre el placar y descuelga la camisa blanca entallada. Se la pone, luego la pollera, se lava los dientes, se recoge el pelo con un broche, se calza al hombro su mochila y sale. Es temprano y puede llegar al trabajo caminando. El aire está agradable y necesita pensar.

En la oficina, Jonás la busca. Ella no ha contestado a sus mensajes. Se acerca con la excusa de un dato que necesita de un cliente, de una planilla que no entiende, de una firma que falta. Ella le responde siempre con cortesía, pero lo deriva a otras personas. No tiene ganas de verlo, ni en la oficina ni en ninguna otra parte. En el baño de la empresa, sentada en el inodoro y con la puerta cerrada, huele la tierra que lleva en su porta-cosméticos y, por un instante, se siente un poco mejor.

Las alitas siguen ahí, sobre la cama, en la posición en que las dejó. Se ven ajadas, marchitas y, cuando intenta levantarlas, se quiebran en varias partes. Entonces camina hasta la cocina, trae una cajita de madera tallada que tiene como adorno en una repisa, la abre, y va guardando cada pedacito de ese celofán amarillento en que se han convertido. Sobre el acolchado quedan restos de un polvillo que barre con sus manos hasta hacerlo entrar en la caja. La cierra. La deja junto al velador de su mesa de luz.

Tocan timbre; no tiene ganas de recibir a nadie. Descalza, se desplaza sin hacer ruido por el pasillo hasta la ventana del living-comedor. Se estira un poco, apenas, como para llegar a la hendija de la persiana que le permita ver quién está afuera. Es Jonás. Pero no quiere atenderlo. En verdad no puede entender por qué ya no lo desea. Se agacha y se queda sentada sobre el piso, con la espalda contra la ventana cerrada. El timbre suena varias veces más. Finalmente, Jonás desiste y se retira.

De pie en la ducha, mira absorta esa cosa que sale de su cuerpo y se desliza, viscosa y blanda, por entre sus piernas, sin más advertencia que un tenue dolor que la lleva -por puro instinto- a masajearse el abdomen. Quiere cerrar sus piernas y pensar que nada de esto está sucediendo. Pero no puede. Y termina por ponerse en cuclillas hasta que la sensación irrefrenable cesa y ve esas seis cosas entre sus pies. Da un paso hacia atrás, para no pisarlas, luego cierra los ojos y se refugia bajo la lluvia caliente y reconfortante. Agarra la esponja y se refriega la entrepierna con jabón en un intento desesperado por borrar lo que no entiende. Se enjuaga, se seca. Sale de la ducha, se mira en el espejo, ya no hay marcas de lo que una vez hubo ahí detrás. Va a su habitación, se viste y trata de hacer como si nada hubiera ocurrido. Cuando pasa por el pasillo rumbo a la cocina ya ha anochecido. Desde adentro del baño, eso que está ahí -en el piso de la ducha- proyecta un extraño claror.

Está otra vez en el jardín y, en medio de la noche, cava con desesperación: clava la pala presionando con un pie, remueve la tierra, saca, vuelve a clavar la pala, a remover, a abrir. Cuando cree que ya es suficiente, entra a la casa, camina hacia el baño, descuelga el toallón que usó hace un rato para secarse y que todavía está húmedo. Lo extiende junto a eso que reluce, toma una a una las piezas con cuidado, las deposita sobre el toallón. Las envuelve, levanta el bulto, lo apoya contra su pecho, camina hacia el patio, se arrodilla junto al pozo, deja el bulto a un costado. Abre la envoltura, toma las bolas blancas, las ubica en la tierra, en un círculo, una junto a otra. Siente que la luz que emiten esas cosas se le pega en la cara como tocándola. Así que se apresura a arrastrar la tierra con sus manos, llenando los intersticios entre una bola y otra, cubriéndolas luego, tapando, emparejando, golpeando la tierra después con los puños, apisonando, sellando todo posible resquicio. Permanece ahí, no sabe cuánto, arrodillada y exhausta, con la vista clavada en eso que ya no se ve.

El verano ha llegado y todo ha vuelto a la normalidad. Jonás ya no la busca. Ella lo ve coquetear nuevamente con las compañeras de siempre. Sus jefes la ignoran, los muchachos del delivery entregan sus encargues y se van, sin hacerle chistes ni mirarla a los ojos. Un par de semanas atrás, metió en una bolsa la camisa amplia, el vestido negro, los zapatos rojos y el labial, y llevó todo a Cáritas. En la cajita lustrada, que descansa nuevamente sobre la repisa de la cocina, lo que quedó de sus alas se ha convertido en un polvo finísimo que parece canela. También le ha quedado ese gusto exacerbado por lo dulce, que antes no tenía y que seguramente le acarreará, con el tiempo, algunos problemas de salud. Unas hormigas han abierto un pequeño orificio en el piso del lavadero. Van entrando, por ahí, granos de tierra y construyen un montículo que ella deja crecer sin ofrecer la menor resistencia. Cuando cae la tarde, se sienta en el jardín, con los pies descalzos sobre ese sitio en donde está tardando en crecer el pasto. Se queda horas, con la vista clavada, a la espera de que algo surja de ahí y venga a buscarla. O alguna otra cosa impensada vuelva a suceder.