Memoria que sale al instante. Camino que vive y anda y al andar se abre paso. Van y vienen. Buscan el mar y la solemnidad del océano. Se ensanchan. Serpentean, salpican recuerdos y se inquietan. Suben y bajan para que los que están prestos a salir puedan escribir su historia.

En vaga actitud, ven, escuchan y comprenden que la vida tiene, esta vez, más disgustos que alegrías. Por las campanas lo saben. Por los estallidos lo entienden. Descargas que ensordecen, que enrarecen el aire, que empobrecen la mesa. Miles de descargas: marcadores de un tiempo que ya está todo habitado para los que se atreven a dejar sus tierras, en busca de un sol natural de desmesura. Pero sucede que el mundo no es sólo humo y desierto, destino de prisa, transcurrir en fila. Entonces, para que no haya olvido, desde la viva memoria, el camino para ellos se torna de esperanzas. Llega hasta el confín de una puerta que definitivamente se abre. Por ella se observa, se adivina y se puede descubrir lo inesperado. Porque se descorre, les permite el acceso hacia otros espacios. Espacios que implican tiempos. Tiempos y espacios que enlazan mundos. Otros. Distintos, ilimitados, casi nuevos… Y la distancia se espesa.

No ven sino el camino, la vigilia de la última palabra y la voluntad de ir más allá de uno mismo. Avanzan con la certeza de que detrás de esa puerta traspuesta, completamente absorta por el humo y el desaliento, han podido ocultar el mundo de su propia historia. Y la Lombardía retrocede lacrimosa mientras sus pasos se adelantan. Y la Lombardía se encoge, se vuelve un punto casi imperceptible en el horizonte gringo. Y la Lombardía es, entonces, tierra que se añora y se abandona: presagio de viejas nostalgias, augurio de un cercano y ansiado regreso. Sus manos algo dejan y se retiran porque es preciso deshacer lo visto, lo entregado y lo vivido. De eso se trata. De deshacer para hacer lo distinto. Deshacer palabras con nuevas palabras. Deshacer historias con otra historia. Deshacer memoria con un nuevo camino.

Mares inciertos y demorados son parte de su cuna. Por su música inquieta recorren la distancia más húmeda y moldean otro ritmo de instantes, entre la fragancia íntima de la nueva tierra: más simple, menos dura… Y sueñan con el amor que inicia su largo viaje desde cualquier punto hacia cualquier parte, con el temblor del agua, con la incertidumbre de las profundidades tan oscuras, con lo inoportuno de los puentes, con el regreso hacia uno mismo, con el imposible juramento del olvido. Océanos oscuros perfilan una casa limpia de puertas abiertas y manteles blancos sobre la mesa tendida. Con la humedad en los ojos y en los pies cruzan la frontera entre lo que han sido y lo que serán cuando sus pasos dibujen, en la América, la forma más obstinada de su entrega. Llegar allí es su destino. Sin ella no habrían emprendido el viaje, el camino transversal entre dos puntos extremos.

Mi pueblo es estrella del sur, esperanza del sueño azul, voz que estalla y multiplica, vaso de vino, retazo de pan… Los que recién llegan a la inmensidad de su pampa, plantan de palo y cuna el desarraigo. Pueblan la distancia. Crean a contra mar la vida. Y después de tanto, viven y consienten el milagro de vivir. Construyen la herencia con las palabras suaves que la pronuncian. Y nos dan a manos llenas el mejor de los legados. Lo recibimos, lo atendemos, lo enmarcamos. Nos atraviesa y, porque lo dejamos hacer, nos da el paso en la travesía que sigue. Dejan pasar lo que ya saben. Atraviesan lo que no saben. Y llegan. Y encuentran. Nos hacen el mundo nuevo. Y nos dejan ser.

Y los que del otro mundo nos han llegado para encaramarnos de vida, deben comprometer las manos en lo cotidiano, haciendo lo inevitable: el trabajo, el pan, la fatiga, los hijos, el trigo, el suspiro, la mesa. Caminan el tiempo de otro tiempo, atesorando en la sangre el honor, la espera y la palabra. Nos hacen el mundo nuevo. Abren surcos, crían vidas, procrean espigas, hombrean recuerdos, sueñan la noche, proyectan el sol, trajinan el día… Dan lo que tienen y lo que no tienen. Encienden la fogata al claro de la luna y, con el delantal atado a la cintura, llaman a la mesa.

Están solos: de a uno, de a dos, de a veinte. En el tumulto, en la multitud, en la plena compañía, en el rincón más oscuro de sus propias casas. A veces es posible disimular la soledad, desviarla por un instante. Otras, no. Y desesperan y enmudecen. Se les vuelve nostalgia la travesía y la evocan como el camino cuyas huellas anhelan volver a pisar. Añorar como oscurecer. Ninguna paloma insomne busca el aire para alzar el vuelo. La luz está baja, a solas, porque ahora sólo importan todos los contornos. Y allí están los trazos del perfil de una tierra extraña pero propia, la infancia de todos en la anchura de sus aguas, el paseo por la vereda de una historia ajena a punto de ser aquélla con la que alguna vez soñaron. Añorar a corazón abierto. Dan vuelta equivocando el rumbo cada tres pasos. No hay umbral ante la entrada de lo insondablemente nuevo y distante y desconocido.

Lloran, en dulcísimo insomnio, la costa de ultramar. Añoran la casa que ha quedado más allá del horizonte quebradizo. Pero olvidan retazos del dolor en ganar, desde la correntada de un río, la traza de “argentinos” para matizarse entre sus colores. Respiran y se mezclan con el nuevo aire del Plata. Entonces ocurre la otra vida y se visten con ella. La pasión por el deporte mayor se les hace piel y latido, se surte con la identidad cultural de sus estirpes como la lengua, como las tradiciones, como la nueva historia que acaban de fundar. El fútbol arraiga a pleno y construye, en el horizonte gringo, su propia memoria colectiva. Desacelera los latidos del dolor y se hace, en sus corazones, llave de los milagros.

Para fundar los clubes populares y de barrio, para entrar a la cancha desde la voz áspera de quien transmite algún clásico de domingo, para seguir el partido desde una pantalla difusa y para gritar con la gente, desde la canchita que se ha trazado en el baldío de la esquina, no se necesitan raíces muy profundas en la nueva geografía ni cuna natal en esta sensible tierra de promesas. Ante la clásica publicación semanal, la palabra improvisada se les tiñe de un elegante criollismo, para -por fin- gritar con Fioravanti el gol de la victoria. El que les cede el pase definitivo al seleccionado de la nuova Argentina.

De tanto en tanto, la memoria se mueve hacia atrás. Miran desde una ventana cerrada las imágenes de un camino que ha quedado lejos, pero que se vuelve presente, insistentemente cotidiano. De tanto en tanto, la añoranza corre y descorre. Y hay la lágrima por aquella casa natal en la que el tiempo no ha sido mucho mejor. De tanto en tanto, tejen el relato que aromatiza su sangre, que les sensibiliza la piel, los ojos y el alma. Con arrojo, sin embargo, salen al campo de juego para disputar el nuevo partido, y levantan su entereza porque tienen la seguridad de que, con la nueva ejecución de la ley de ventaja, nadie podrá morir de pasadas nostalgias.

Mi sangre perfumada de tales recuerdos vuelve a bajar hoy del mismo barco, reverbera en vanidades, se agita, se levanta. Lleva una trayectoria, la asume y elige quedarse. Se libera del cansancio y se hace grande. Vitorea su carta de identidad. La luce en su ojal más visible. La defiende como estandarte. Mi vida, germen de sus vidas, extiende, por largo tiempo, la herencia más valiosa: memoria y camino. Mi vida, gloria del perfecto transcurrir de mis abuelos, reparte espigas en su bonito nombre, hilando abrazos de lana.

Y así y aquí estoy yo: tan cerca y tan lejana. Y así y aquí sigo yo: elevando en canzoneta el monótono canto que, desde una tribuna de fieltro, anima al equipo de sus amores. Y aquí, habiendo entendido que en esta tierra de promesas hubo, finalmente, una gustosa recompensa, voglio vivere cosí: con il sole in fronte de mi casa.

No ven sino el camino, la vigilia de la última palabra y la voluntad de ir más allá de uno mismo.