Giuseppe Ungaretti (1888-1970) es una de las voces más singularmente hondas y exigentes de la poesía europea del siglo XX. No dudo que me engaño pero, a la vista de palpables evidencias, ¿cuál sería hoy la respuesta? (Y no me refiero, por supuesto, a la cantidad de ejemplares en circulación, que puede incluso llegar a ser mayor, sino a la intensidad de su recepción, a la calidad de la digestión no sólo estética sino también obviamente cultural que una obra de semejante calibre estaría llamada a generar.) Aunque soy dificultosamente optimista, o más bien “escéptico apasionado”, no resisto la tentación de reproducir algunas reflexiones que, ya en 1966, el mismo Ungaretti puntualizó sobre estos temas, acuciantes sin duda: “Hay algo en el mundo de los lenguajes que ha acabado definitivamente. (...) El hombre, me parece, no atina más a hablar. Hay una violencia en las cosas que se convierte en su propia violencia y le impide hablar. Una violencia más fuerte que la palabra. Las cosas cambian y nos impiden nombrarlas, y por lo tanto fundar reglas para nombrarlas y permitir a los otros gozar de ellas. (...) Podría ser éste el apocalipsis. Es cierto que al no poder imitar más al pasado ni unirse a él, hemos perdido la ciencia de las cosas.” Para concluir, no menos dramáticamente: “Somos hombres que han sido arrancados de su profundidad... (...) No, las palabras no nos sirven. Las palabras de las viejas retóricas son palabras sin suficiente fuerza de secreto.” Y si tal era, para un extremado artista de la palabra, hace varias décadas, la desolada situación de la poesía en un mundo desolado, ¿cuál sería hoy su perspectiva al respecto, en estas áridas y ácidas circunstancias?

Fue Cernuda quien, citando nuevamente palabras de Bécquer en su prólogo a La soledad de Augusto Ferrán (la obra poética “adquiere las proporciones de la imaginación que impresiona”) me hizo presente que, más allá de los valores objetivos implícitos en una obra concreta, es difícil que ésta acceda a ser justipreciada cabalmente por sus presuntos destinatarios si ellos carecieran por ejemplo de oído. Pero bien sabemos, nos consta que, ante tanta incertidumbre, estamos partiendo desde una absoluta certeza: la poesía de Giuseppe Ungaretti es sin duda alguna, si las hay, una evidencia cabal, más que lograda, y por lo tanto todo está dispuesto para que “el rayo de la comunicación” (esa magnífica alusión de un gran semiólogo, Roman Jakobson, con respecto al instante en que el lenguaje humano se realiza) se perpetúe.

Aunque él mismo llegara a vislumbrar, y denunciar en su momento, como acabamos de ver, dolorosos síntomas de decadencia, la aguda experiencia poética de Ungaretti tuvo una temprana y calurosa recepción, no sólo en su país sino en la misma Europa. Los grandes críticos de la gran crítica literaria italiana percibieron entonces su inusitado alcance, su verdadera dimensión, desde un principio. Giuseppe De Robertis lo vio “poeta tan absoluto, tan esencial, tan incógnito”. Y fue Francesco Flora quien primero aludió a Ungaretti como hermético, un término de rica polisemia, acaso al mismo tiempo peyorativo y prestigioso, bautizando de ese modo a toda “una gran estación poética” de su lengua, que incluyó más tarde, como su único par, a Montale, y luego a toda una generación subsiguiente que, como suele ocurrir, no atinó sin embargo a superar ambas cimas. Hasta ese mismo contemporáneo ilustre, Eugenio Montale, aunque algo más joven no vaciló en afirmar: “Él solo, en su tiempo, logró aprovechar la libertad que ya estaba en el aire, los otros no supieron qué hacer con ella, y cambiaron de oficio o gimieron incomprendidos...”.

¿Pero ha de ser casual que fuera hace poco un latinoamericano, es más, un brasileño, Haroldo de Campos, quien casi como al pasar (¡hablando de Juan L. Ortiz!), haya aportado cierta agudeza a estos enfoques, al percibirlo, no sin lucidez, “desértico y barroquizante al mismo tiempo”? (Tan poco casual como la propia relación de Ungaretti con Brasil: después de participar en Buenos Aires de un congreso del Pen Club Internacional, fue invitado dar clases en la Universidad de São Paulo, donde permaneció desde 1936 a 1942, y donde en 1939 sufrió uno de los más grandes dolores de su vida: la muerte de su hijo Antonietto, de sólo nueve años). Aunque el mismo Ungaretti resultó capaz de revelar las implicancias de adoptar “la fe de que no puede concebirse el mundo si no es por la revelación de una palabra inolvidable”.

“Miglior fabbro”, si, sin duda, tanto o más que el Pound a quien Eliot dedicó de esa manera su Waste land, pero también “uomo di pena”. Fue el mejor artífice porque quizá ningún otro en su tiempo, no sólo por supuesto en su propia lengua sino acaso en toda Europa, llevó más lejos y más alto aquella “prolongada oscilación entre sonido y sentido” con que, tan cabalmente, Paul Valéry logró aludir al poema. Pero fue también, al mismo tiempo, ineludiblemente, hombre de pena porque nunca hubo para él palabra, por más dignísimamente elaborada, de la que no pudiera asegurar: “cavada está en mi vida / como un abismo”. Y no sólo en un sentido existencial, individual, tan legítimo, sino también para muchos no sin cierta sorpresa con un inusitado alcance colectivo, no apenas por supuesto cultural, sino de especie, genérico, humanísimo.

Si en L’allegria (1919), el primero de sus grandes, pocos, indelebles libros, donde fueron a reunirse los poemas iniciales que venía dando a conocer desde Il porto sepolto (1916), un tocante, esencial escandido viene a cumplir, y a superar, en el mejor sentido, los horizontes de “parole in libertá” del mejor futurismo (por supuesto que más bien el de su admirado Apollinaire antes que el de sus bulliciosos compatriotas), sin dejar de hacerlas reverberar en un más que expresivo silencio, él mismo supo enunciar con respecto a aquel libro inicial que “Mi poesía ha nacido en realidad en la trinchera... Imprevistamente la guerra me revela el lenguaje. Yo debía decir rápidamente porque el tiempo podía faltar y en el modo más trágico ... lo que sentía y por lo tanto lo debía decir con pocas palabras, lo debía decir con palabras que tuvieran una extraordinaria intensidad de significado”.

Tuvo que ser un poeta de varias generaciones posteriores (incluso en sus comienzos bellamente dialectal, para nada aquejado de hermetismo, y más cercano a un realismo que no se privaba de lo político-social), que era también un intelectual tan desinhibido como incisivo, Pier Paolo Pasolini, quien pudo ampliar cierta visión del gran poeta: “la historia de la poesía de Ungaretti se despliega (...) por definición en el centro de la historia de la poesía del siglo XX”.

Después de todo, fue el mismo Ungaretti quien incorporó, a la edición de su poesía completa, sus propias traducciones de Mallarmé y de Góngora (le tocó ser el primero en verter al italiano el gran poeta español) y de sonetos de Shakespeare. Y en el volumen de sus Poesie disperse, más de cuatro quintas partes de sus doscientas cincuenta páginas están dedicadas a reproducir escrupulosa, cronológicamerte, “el aparato crítico de las variantes de todos sus poemas”. ¿Por qué asombrarse entonces de que vacile, dude o se angustie en el feliz, grave intento un simple traductor?

La gran poesía de Giuseppe Ungaretti se sabía viva, no congelada, no concluida. Tras una vida entera destinada a no “caer en servidumbre de palabras”, está todavía abierta, disponible, ofrecida para cada uno de nosotros, temblorosa y latente, si somos dignos de ella, si estamos a su altura, porque sigue realmente encarnada, en sus magníficos poemas, la posibilidad de “conducir las palabras”, como él quería, como él supo, “a una tensión que las colme de su significado.”

* Rodolfo Alonso es poeta, traductor, ensayista.