Oscar Domínguez Giraldo se refirió al zaguán como “tierra de nadie que separa-une el mundanal ruido callejero, de la intimidad doméstica”, “el eslabón encontrado entre el afuera y el adentro”. Escribir algo más sobre los zaguanes sería una herejía, pero en mi condición de hereje, me lo consiento.

La adaptación criolla de las casas-patio andaluzas a los estrechos terrenos de la ciudad, devino en las casas chorizo. Todavía podemos encontrar zaguanes en Rosario, a los que fotografío antes de que sean sepultados por monoambientes apilados en torres.

El zaguán es de otros tiempos. Desde la calle, se accedía a él por una puerta de dos hojas, de madera o de hierro, rematada por un tragaluz. De noche, se alumbraba con una única lámpara que colgaba de un cable entelado, enroscado en una cadena, que salía del centro del cielorraso, por un orificio decorado con relieves de yeso. El piso de baldosas calcáreas dibujaba la geometría simple de un corredor rectangular.

La puerta de calle se dejaba abierta, permitiendo escudriñar hacia adentro desde la vereda, y a la vez, ver lo que pasaba allí afuera, desde la casa. Se podía matar el tiempo, sentado en el umbral, sin temer por asaltos u otros peligros.

Mientras los vidrios de la puerta cancel vibraban locos con el paso del tranvía, desde el zaguán se podía escuchar la sirena de un barco que anunciaba que otros pueblos saciarían su hambre con nuestros granos.

El zaguán era un sitio de paso: el limbo entre la calle y el hogar. Un lugar vacío de sillas y otros muebles; a lo sumo, como zona de recibimiento, se colgaba un perchero para dejar allí paraguas y abrigos. En muchos, una imagen religiosa encuadrada, a la que se enganchaba una rama de olivo en Semana Santa, iba acumulando tierra hasta su renovación el año siguiente.

Aunque no era un espacio habitable, en el zaguán se vivía parte de la vida que recordamos. Fue lugar del triciclo y la bicicleta, de juegos cuando la lluvia nos quitaba la calle y el potrero se inundaba. Disputar partidos de fútbol con chapitas de botellas, lanzar el trompo y derribar pilas de tazos con los chicos del barrio, se alternaba con lecturas solitarias de El Tony, Billiken y las mexicanas.

Fumar escondido en el zaguán era la experiencia de iniciación al mundo de la adolescencia. Primero, cigarrillos de yerba envueltos en papel higiénico, después los Vía Apia mentolados, y finalmente los Saratoga. La mariguana no había llegado a los barrios.

Como registró el tango: “En un zaguán está el galán hablando con su amor”. El zaguán fue cómplice de caricias zarpadas y besos robados, sin resistencia, en un tiempo en que no se llevaba a la novia al “telo”. Solo al formalizar se pasaba del zaguán a la sala, donde se invitaba al pretendiente con una copita de anís, siempre bajo la mirada atenta de algún hermano o tía de la festejada, asignados a vigilar que las manos del novio estuviesen sobre sus propias rodillas.

El zaguán siempre inspiró a los escritores. El Zaguán Literario y otros semanarios han dado textos inolvidables. Nuestro Pasaje Pan no es más que un enorme zaguán donde se alojan también los fantasmas de Rosario.