EL CUENTO POR SU AUTOR

A los cuentos les tengo tanta fascinación y respeto como a los extraterrestres. Cuando hablo de cuentos, me refiero a los relatos populares. Y cuando hablo de extraterrestres… también. En Villa Gesell abundan historias de ambos tipos. Como en todo pueblo, claro. Pero ese pueblo es donde nací y me crié. Y del cual me llevé numerosas historias cuando -al igual que le pasó y le pasa a tantos otros- me fui tras terminar el colegio secundario. Volver a esas historias es volver a la infancia y a la adolescencia, a los veranos estallados de gente que colapsaba todos los servicios (desde la electricidad hasta las cloacas), y también a esos inviernos de casas vacías, cuyos patios y parques explorábamos del mismo modo que, supongo, haría un extraterrestre al llegar a nuestro planeta: con arresto, ansiedad y curiosidad.

Recorrer esa Villa vacía en la temporada baja era aventura lúdica pero temerosa, porque el juego podía acabar si, de repente, tras trepar la medianera alguien abría la puerta y nos echaba a los gritos. Así es como imaginé a don Carlos recibiendo a los habitantes de Ceres, el pequeño planeta del cual provinieron aquellos sujetos decididos a conquistar la Tierra desde la arena geselina que co-protagonizan este relato.

Tanto los cuentos pueblerinos como los cuentos literarios suelen inspirarse en hechos reales que luego derivan hacia las orillas de la fantasía. La orilla me remite a la playa, la fantasía a la niñez, y ambos a protagonistas importantes pero silenciosos de la historia geselina: esos perros callejeros que uno encuentra por todos lados sin saber dónde duermen, cómo se alimentan y qué hacen mientras no los miramos. Su capacidad reproductiva se asemeja a la de los conejos y eso genera campañas anuales de castración para controlar la población canina, aunque generalmente sin éxito. ¿De dónde provienen esos canes que uno no sabe cuando nacieron y cómo llegaron? ¿Tramarán algún plan secreto esas jaurías que se amontonan entre juegos caninos y peleas feroces? Esos interrogantes cierran este círculo tan redondo como nuestro planeta, un platillo volador o la curvatura que adquiere el horizonte de aquel mar que mece en su oleaje el recuerdo, la fantasía y la imaginación.


ACERCA DE LOS EXTRATERRESTRES EN VILLA GESELL

Uno de los secretos mejor conservados de nuestro pueblo es el de la presencia extraterrestre. Una presencia tan instalada que ya no depende de triangulaciones con el cosmos: a esta altura, y con el paso del tiempo, se convirtió en un fenómeno inmanente. Y que, a partir de este momento y de este texto, naturalmente dejará de ser un secreto.

En una época Fabio Zerpa venía con recurrencia en las temporadas a dar charlas de todo tipo y en toda clase de lugares, desde salones municipales en horarios aptos para todo público hasta fondas de trasnoche en la que sus soliloquios se entreveraban con las payadas de los gauchos. Porque en Gesell había gauchos antes de que aparecieran los hippies. Y Zerpa vino poco antes de que lo hiciera el rock, y mucho antes de que Calamaro cantara que tenía razón. Todavía muchos se preguntan por qué el ufólogo aparecía tan seguido. Y otros tantos por qué, un buen día, desapareció. ¿Buscaba en la Villa alguna información que llegó a encontrar antes de la última de sus tantas visitas?

El asunto parece que viene de mucho antes. Precisamente de cuando Carlos Gesell había comprado estas tierras en 1930 sabiendo que eran parte de un sobrante fiscal, conociendo al propietario anterior y entendiendo que era imposible sacarle provecho económico a suelos de arena. ¿Quería crear en ese páramo una localidad balnearia, o en realidad pretendía levantar sobre el desierto un aserradero para la mueblería familiar? Una duda que todavía hoy sometemos a debate. Lo que nadie sabe es que desde hacía muchos años una comitiva del planeta Ceres estaba planificando un desembarco terrestre justo a la altura de los médanos que formarían parte de su inhóspita propiedad.

A pesar de que la astronomía lo define como un “planeta enano”, Ceres es el más grande de los millones de cuerpos celestes que pululan alrededor del Cinturón de Asteroides, una minúscula región del sistema solar ubicada entre las órbitas de Marte y Júpiter. Los otros astros son muy pequeños, por lo que le bastan apenas 950 kilómetros de diámetro para convertirse en el más grande del salón. La cuestión del tamaño era de relevante importancia para los habitantes cerecianos, quienes no se sentían a gusto con las escasas comodidades que les habían tocado en reparto cósmico. Fue por eso que a principios del siglo pasado decidieron rebelarse contra su destino astral y se lanzaron a la conquista espacial.

Por su proximidad galáctica y determinadas condiciones de vida, la Tierra se convirtió en el primer destino de la audaz misión. Al cabo de largas investigaciones, los resultados indicaron que el lugar ideal para realizar el aterrizaje inicial era sobre unas coordenadas entre ciertos médanos del Atlántico Sur. La pertinencia del sitio escogido radicaba en innumerables factores. Importaba mucho que estuviera ubicado a una distancia prudente de otros atisbos de presencia humana (como la fallida experiencia del Hotel Ostende, a cargo de empresarios belgas, o el flamante Faro Querandí, instalado por la Armada Argentina), y también que fuera inaccesible al tránsito vehicular de la época, entonces escaso y, además, limitado por precarias rutas de mano simple o caminos de tierra convertidos en pantano cuando llovía. Otros elementos considerados fueron el espesor de los granos de arena (base de la alimentación de estos seres) y los nudos que eran capaces de soplar los vientos del sudeste a fines de marzo, necesarios para poner en funcionamiento una máquina que les permitía extraer cantidades industriales de agua en poco tiempo y tenerlas como reserva hasta el otoño siguiente.

Sus avanzados métodos de observación les habían permitido a estos extraterrestres conocer todo tipo de cosas del lugar a conquistar. Menos su futuro. Y fue por eso que los individuos de Ceres nunca esperaban encontrarse a ese tipo caminando entre las dunas mientras realizaban el largamente premeditado aterrizaje (“¡arenizaje!”, aclaran con fastidio y recurrencia los creadores del futuro aeroclub geselino).

Se desconocen los pormenores del encuentro entre Carlos Gesell y los extraterrestres. Porque, como bien se ha dicho, es uno de los secretos mejor guardados de nuestro pueblo. En consecuencia, surgieron muchas fábulas destinadas a ocupar el vacío generado por la ignorancia sobre el tema, o tal vez algunas de ellas sean certezas disimuladas en el concierto de imprecisiones.

Los pocos que no murieron ni fueron castigados por las desmemorias del tiempo tal vez recuerden al viejo Zamudio tambaleándose entre las dunas al grito de “¡Se vienen los marcianos!”. Y, si aún les queda un poco de dignidad, incluso reconozcan como se le reían en la cara al pobre viejo, diciéndole: “¡Sí, Zamudio!. ¡Ya vienen los murcianos! ¡Para devolverte a tu pueblo por loquito!”, en referencia al gentilicio de su origen geográfico, la mediterránea región de Murcia. Zamudio no era querido porque se dedicaba a la bebida, no aceptaba bañarse con el agua gélida del pueblo (o sea: no aceptaba bañarse) y, sobre todo, porque era imbatible en los juegos de cartas por dinero, otra de las pasiones poco difundidas de aquellos primeros inmigrantes en la Villa.

Aunque no nos animemos a reconocerlo en reuniones sociales por miedo a ser ignorados o desestimados, sabemos bien que la versión más circulada es la que cuenta de una negociación entre Carlos Gesell y los cerecianos, la cual jamás llegó a nada conveniente para ninguna de las partes. Las sesiones fueron tediosas y extensas; hasta se habla de varios años de debates, desaires y reencuentros. Cada quien argumentaba su posición con una innumerable cantidad de recursos, entre los que no faltaban mapas, legislaciones de varios países, informes técnicos e incluso extrañas experimentaciones que pretendían darle sustento científico a la cuestión.

Pero la disputa tenía una dificultad insalvable: las partes no hablaban el mismo lenguaje. Y no nos referimos al idioma, pues en los primeros tiempos Gesell y los extraterrestres estilaban representar con un dibujo sobre la arena cada una de las palabras que se emitían, a fin de que el interlocutor incorporara las palabras y los conceptos que ellas significaban. Eran tiempos de conversaciones fatigosas: los extraterrestres podían estar toda una tarde tratando de graficar en el suelo que necesitaban un poco de azúcar, mientras que el entonces joven Gesell nunca encontró el dibujo adecuado para explicarles de qué se trataban pasiones tales como el odio y el amor, sólo entendibles desde la sensibilidad humana.

Los pocos conceptos idiomáticos que lograron poner en común, lejos de acercarlos, sólo sirvieron para que pudieran chicanearse entre sí con palabras ajenas. Pero había algo más que les impedía codificar el mismo lenguaje: la subestimación que uno sentía por el proyecto del otro. Conquistar la Tierra significa un delirio para quien intentaba forestar en la arena, y viceversa, por lo que no fueron pocas las veces que terminaron revolcados entre los médanos dirimiendo con la fuerza lo que no habían podido con la palabra.

Las disidencias postergaban amargamente las misiones conquistadoras de los sujetos de Ceres, quienes poco a poco comenzaron a perder la paciencia. Fastidiados por no poder poner en práctica su plan, los extraterrestres amagaron con volverse a su planeta, apostando a desconcertar a Carlos Gesell, debilitarlo en la distracción y, así, regresar con nuevos ímpetus para perpetrar la conquista definitiva.

Pero, al cabo de tantos años sin uso, el combustible se había echado a perder. La nave avanzó a duras penas sólo dos kilómetros, rebotando entre la arena y generando un estruendo atronador. El daño fue irreparable y los sujetos del espacio exterior, sin otra opción, debieron instalarse a como diera lugar. Ante el inesperado escenario, los refugiados de Ceres tuvieron que trabajar a todo músculo para tapar la nave con arena y montar debajo de ese médano un lugar con las condiciones necesarias para sobrevivir en la Tierra el tiempo que fuera necesario.

Fue un trabajo de segundos mientras en el pueblo se desataba un fuerte temporal que inundó los débiles caminos y volvió imposible el tránsito con cualquier clase de vehículo. Desesperado por lo que estaba sucediendo, Carlos Gesell tomó un caballo sin montura y se arrojó en la tempestad tratando de encontrar el lugar del forzado aterrizaje (“¡arenizaje, che!”). Pero el platillo desapareció entre el agua y la arena como una almeja cuando naufraga en la orilla y nunca más se supo nada acerca de los visitantes del minúsculo Ceres.

Sucedió justo en la época donde comenzaron a proliferar jaurías y jaurías de perros cimarrones, las cuales se reprodujeron hasta alcanzar la multitudinaria población que hoy vemos en cualquier rincón de la ciudad. Algunos creen que estos canes, recelosos de la vida doméstica, fueron criados originalmente por los extraterrestres, aunque la posterior desaparición de sus amos los dejó abandonados a su suerte. Incluso ciertos perros podrían tratarse de verdaderos extraterrestres, aunque es tal la cantidad de animales vagabundos que resultaría imposible identificarlos entre la multitud de su propia especia. Puede ser el perro que nos mueve la cola amigablemente en la casa de José, el que se pelea hasta la muerte por el amor de una perra en celo, el que duerme debajo de una acacia o el que disputa sin éxito una bolsa de basura contra intrusos más contemporáneos: los chimangos. Acaso sean todos, o tal vez sólo se trate de una confusión.

Otros, en cambio, prefieren creer que los extraterrestres son esos extraños individuos que actúan como los amos de esos perros. Aquellos que se hacen llamar humanos pero expresan conductas inentendibles a los ojos de los verdaderos humanos. De esos hubo varios: fueron guardavidas, artesanos, hoteleros, médicos, concejales y hasta intendentes, ocuparon puestos públicos, levantaron medianeras, cuidaron balnearios por las noches, vendieron churros durante algún verano, se entregaron a la bohemia en los peludos inviernos o pusieron comercios de toda clase. Ellos, en su defensa, dicen que estas teorías son inventadas por gente que necesita crearse paranoias para sentir que su existencia es lo suficientemente interesante como para merecer la amenaza de alguien.

Los más racionalistas se apartan de las mesas en las que se discuten este tipo de cosas. Las suspicacias y los mitos infundados los aburren. Prefieren sentarse solos, cerca de las ventanas, para poder mirar hacia fuera. Es que creen que los extraterrestres aparecerán cuando no los estemos mirando. Y que, en tal caso, siempre conviene estar atento a nuevos arenizajes.