EL CUENTO POR SU AUTOR

La literatura argentina se ha ocupado en reiteradas ocasiones de las tensiones en torno a la guerra de Malvinas, pero nunca imaginó una ucronía que planteara la victoria. Una victoria patética, en este caso, por su extravagancia. Los militares argentinos, envenenados por el enemigo, no pueden regresar al continente.

En Nación Vacuna imaginé una Junta Civil, compuesta por un ingeniero, un ginecólogo y un comisario, que ha instalado su gobierno en Rawson. El terceto pergeña e implementa el Proyecto Vacuna: la selección de un grupo de mujeres fecundas e inmunes que partirá hacia las islas. Sus cuerpos serán utilizados como método de curación para los emponzoñados y, mediante la cópula, para la fecundación de ciudadanos sanos. La medida, además, está destinada a recuperar la simpatía de los habitantes desencantados.

Con humor negro y atenta a cierto laconismo en el lenguaje, intenté trascribir el pensamiento de quienes siguen pensando a las mujeres como envases de reproducción y no como sujetos. De los nostálgicos de alguna victoria sangrienta, de los carnívoros, de los que en nombre del bien o de la patria provocan desastres. Para narrarla recurrí a la voz de Jacinto Cifuentes, un funcionario menor y vegetariano, hijo de carnicero, que está obligado a zarpar hacia las islas en el Nación vacuna, un barco de poca monta, junto a las “Hembras por la Patria” que han sido seleccionadas.

Aclaro que cuando escribí esta historia, publicada en Argentina hace dos años, no sabía la connotación que la palabra Vacuna tendría en el presente. Tampoco que el mundo devendría en un proyecto falsamente sanitarista, ni que una enfermedad viral cerraría fronteras y haría imposible mi presencia en España e Italia, precisamente, para presentarla.

La literatura suele confirmar lo que intuimos: la imaginación sabe más que la conciencia.


INMUNIZAR

La carnicería de papá se vaciaba de noche. Durante el día, distintos tipos de carne se exponían en el mostrador. Lomo, cuadril, carnaza. Una multitud cortada y desplegada con prolijidad. La muerte se balanceaba como un gato en una soga. Chorreando de sangre que había que limpiar. Lavandina contra el olor viciado que persiste. Que interfiere en la respiración y atraviesa las vías duras de mi sistema. Poner distancia. Como si fuera una pared.

Durante años fui el encargado de afilar los cuchillos antes del alba. A cambio, papá pagaba mis cursitos de administración.

El primer pájaro anunciaba la tarea. Delantal y chaira. De a uno iban pasando: el de corte, el de depostar, los de pollo, el que pela cerdos. Una hilera de locura, de mango higiénico, ordenada por tamaño. Después, acomodar el perejil. Falso, igual que yo. El perejil natural no sirve, se frunce rápido, acusa la putrefacción.

Medias reses nauseabundas, la costra violácea en el cuello del proveedor. Ese olor sanguinolento persiste la jornada completa. Agarraba mis apuntes y salía al mundo antes de las ocho. Pero iba con la faena macabra a todos lados. Cada número me sugería una muerte. Afortunadamente, obtuve mi título y no tuve que volver. Un terciario es experto en nada, un coleccionista de señales. El administrativo es de lo peor. Somos gente insulsa.

Ahora que soy funcionario, la mano derecha me duele de manipular conciencias y papeles. Después de completar mil formularios, no se siente. Pienso en mi extremidad superior como un pedazo de músculo que cuelga. Es la repetición la que me pone en este estado de indiferencia. La jornada de ayer, por ejemplo. Un desfile de brazos desnudos. Me ubiqué junto al enfermero. Yo hacía las preguntas. Él buscaba la vena, el olor. El miedo es agrio.

Ver la vacuna oscura corriendo por el tubo plástico me recordó a papá. Aunque sea un asunto delicado, distrae mientras sucede. El golpecito en la piel y el alcohol terminan siendo un espectáculo vacío. Se ciega la nariz, se anestesia el mundo. Es como hacer morcillas.

Desde que ganamos la guerra, todo se descompuso. La ciudad se llenó de funcionarios, el cielo parece otro. La Junta que asumió el poder se instaló acá, en Rawson. Son un terceto civil, no quedan militares de rango en tierra. Está integrada por profesionales. Un Ginecólogo, un Ingeniero y un Comisario. La Junta trabaja en distintas direcciones, transmite su programa mediocre con proporción marcial. Pero carece de espacio. Cuerpos y Causas compiten en el mismo edificio.

Cierro los ojos, me quito las gafas apabullado por esos brazos: recortes de mujer. Ellas vienen fragmentadas. No logro ver un cuerpo entero. O es una nalga, o un brazo. Pequeños indicios de carne. Nunca la desnudez total, la entrega. Me quedo con esa imagen punzante, el brillo de la aguja. El hematoma es como una pisada de barro en la piel.

Cada vacunada será objeto de un análisis ocular y testeo, siguiendo el Modelo de cuidados de Virginia Henderson. Hay que realizar las catorce preguntas básicas. Pero tengo miedo del examen, no me gustan las respuestas. Prefiero que nadie me contradiga. La cabeza de los demás es un coágulo siniestro.

Completar a máquina, qué tarea infinita. Recuerdo los primeros días. La fascinación por el teclado. Cada letra, una bofetada. La tinta es un flujo azabache sobre la hoja impoluta. No importa el contenido, la tarea ahuyenta el silbido en el pecho. Vence a la muerte. El golpe seco sobre la letra anula a la familia, la patria, la conciencia.

Según los resultados, habrá que arriesgar una selección. Buscar necesidades alteradas o en riesgo de. Tenemos poco margen. Somos impacientes. Nos exigen que ofendamos al tiempo. Que trabajemos en su contra. La Junta está nerviosa, el Estado es efímero. Nace y ya está fracasando.

Dolor en las articulaciones. Soñar con el carrete y el papel, incluso despierto. Las letras tienen cuerpo pero no se tocan. Quedan paralizadas, inventando un foco. Hacen una fila diferente cada vez para causar palabra. Se alían, cambian de posición. Son vírgenes de carne oscura. Un ejército desvariado en pleno fuego, que se alista para decir. Psoas no es lo mismo que Sopas. Cambiarse de lugar, un Kama Sutra del lenguaje.

Los enfermeros entregan informes a lápiz que no leo. Están llenos de faltas de ortografía: Padese de insomnio. Hevita el baño.

De las vacunadas, ninguna obtiene los Catorce . La que no duerme en condiciones, tiene alta la temperatura. La que participa en actividades recreativas, no se baña. La perfección no existe. Reina la asimetría, lo torcido. Reviso las respuestas erráticas de hembras en observación con una mueca de angustia. No me interesa lo que hago. El mundo me disgusta hace rato. Quiero correr. Pero nunca hago lo que quiero.

La máquina de café está descompuesta. Me quedo parado junto a las tazas vacías. En el patio interior, hay abogados que fuman. Tienen los dedos mugrientos de revisar expedientes o de tragar humo. Gente negra, entonces. Con otro tinte. Compartir las instalaciones nos terminará igualando.

Vuelvo a mis tareas. Mujeres sin anécdota pasan por mis preguntas, que se suceden como ristras de embutido. Harto de devaneos, pongo un sí general. La pregunta número seis me da vergüenza. Si están obligadas a utilizar la misma camisa e idéntica falda, qué necesidad hay de recordárselo. Decido sortearla. La coherencia ha perdido sentido en este costado del mundo. Invento las respuestas. Entrego los formularios y me retiro. Soy un inadaptado.

Resuelvo no ir al refectorio. Prefiero caminar un rato. La ciudad está muda a esta hora. Sólo una lluvia ligera. Me detengo en la parada de colectivos. A mi lado, un gordito y su hija miran hacia adelante, ausentes. Ocupan todo el banco. Me quedo a un costado, observando. La nena tiene piel delicada pero su estructura ósea es rústica. Y tose. Parece un perro, una combinación de terror. Mirarla asusta. Agita el pelo lacio y opaco como si quisiera sacárselo de encima. Un colectivo se acerca mordiendo el cordón. La nena alerta a su papá. Se levantan con pereza. Ella busca las monedas y me echa un vistazo áspero. Siento que ha olfateado el miedo que me provoca. Suben y se cierra la puerta. Sus ojos se clavan en el vidrio. No me los quita de encima, me reptan hasta que se hacen diminutos y no se distinguen más. Siento ganas de llorar.

El día va rápido arrastrado por el viento hasta que se detiene y me mira. Tiemblan las ventanas y el aullido exterior parece un látigo. La furia se golpea contra los marcos. Esa perturbación intensifica mi malestar. La niebla nos hace invisibles. El cielo es un vientre al revés, con las ubres hacia adentro. Cada instante incuba un monstruo. Yo, por ejemplo.

A veces camino hasta el puente viejo. Los demás beben y ríen en círculos. Los abogados con las fiscales, las enfermeras con los clínicos. La baba de unos sobre las lenguas de las otras.

De noche, frente al río Chubut, esa mancha espantosa que se mueve sola, orino. Y me entretengo imaginando el chorro pálido madurando en color sobre la penumbra espesa. Algo de mí se suicida en el río. Mis restos van al mar.

Hoy, una vacunada muerta. Hubo que sacarla por la puerta de atrás. Llegó en camilla. Erizo, la nueva, arrastró su cuerpo sin percatarse de su estado. La dejó ante mí y se fue. Le conversé un rato y sólo gané silencio. La tipa estaba sumida en su eternidad vaya uno a saber desde hace cuánto. Acá nadie tiene buen color, el encierro nos desluce. Le hablé de mí, por fuera del formulario. Soy duro, dije. A veces oscilo, parezco una intención de persona, puedo desear mi final. No comparto tendencia con nadie. Todo para hacerla reaccionar, para golpear su sentido común. Nada. La muerte destruye toda sorpresa lírica. Iguala en idiotez. La fallecida seguía callada, pero parecía entender. Me sentí libre porque no me cuestionó. Al cabo de una confesión de mi absoluta miseria, se me ocurrió mirarla. La máscara de su cara estaba inerte, ni un poco de calor, labios sin existencia, carne en disgregación. Un gris verdoso le tomaba el cuello y se deslizaba en cámara lenta hacia el torso. No pude tocarla, pero al instante entendí que había estado hablando solo. Ni siquiera supe su nombre. Archivé el legajo. Un no en ¿Respira? anula el resto del formulario. Me lavé las manos con detalle.


LAS M

Hace dos años que tenemos las M, pero perdimos la defensa, el control de los cuerpos. El enemigo, antes de su rendición estratégica, emponzoñó en secreto las aguas, derramando hasta la última gota de nuestro combustible.

Nuestra plana mayor se trasladó para la celebración, ignorando la maniobra sucia. Nadie quería perderse la foto de la supuesta victoria. De este lado, ni un oficial. Los adversarios, esos falsos caballeros, bajaron su bandera, subieron a sus barcos y abandonaron el lugar. Según parece, una extraña inscripción fue descubierta en la plaza principal de la M menor: Incerto exitu victoriae. Pero nadie se molestó en entenderla.

Nuestros generales pasaron la noche festejando sin sospechar su destino. Hasta llevaron odaliscas. Ya en la mañana comenzaron los primeros síntomas. Mucosidad, contracción de las pupilas, contrariedades respiratorias, náuseas y babeos. Tras los espasmos, el coma. Las odaliscas se suicidaron en grupo. Deambularon perdidas sobre el hielo con los velos congelados y las panzas al aire. Después, se abismaron en el océano.

Se cuenta que el primer general que presentó síntomas, ya tenía problemas de hígado. Amaneció tendido sobre la mesa principal de la Casa de Gobierno, desnudo y ebrio. Pero sus visiones pronto se revelaron excesivamente extravagantes, incluso para un militar de su rango y paladar. Hablaba con su perro muerto en 1972. Stanley, Stanley, laputaqueteparió. La repetición febril delató su estado. La parálisis le fue subiendo desde los pies hasta la lengua como un goteo al revés. Dicen que los pelos del cuerpo se le dormían igual que flores silvestres recién cortadas.

A veces me entretengo imaginando a los envenenados de las M. Tan parecidos a nosotros, pero cautivos en la cámara frigorífica del destierro oceánico. La victoria les duró un instante. Enseguida, el suicidio de los débiles. Los que aún siguen con vida no llegan a cincuenta. Pero se sabe, quedarán allá para siempre en sus barracones helados. Deformes frente a la bandera de esa victoria deslucida. Les quedó una radio, pero la locura les tomó la lengua, empastó su discurso. Papapapapá. Arengas como detonaciones sin balas. Sin voz los dejamos. Estuvimos de acuerdo en bajar el volumen de las bocinas y no responderles más.

Hasta hace poco, les mandábamos un barco de carga con enseres. Quedaban cajones flotando, llenos de conservas, cerca de la costa corrompida. Nadie quería aventurarse al contagio. Pero hace un año la prensa oficial instaló la idea de suspender la ayuda a los sobrevivientes. Estamos dilatando lo inevitable, dijeron. Y el pueblo les dio la razón. La salud es prioridad, la economía. El sacrificio de unos pocos bien vale el bienestar general. Allá quedaron los héroes apestados y los muertos. Acá, los paladines del bienestar. Un océano en el medio.

Un grupo de mustios en contra del olvido se manifestó en cueros frente a la Gobernación. Fueron detenidos. Para olvidar la contienda, la Junta sugirió evitar las conversaciones y las prendas de color verde. Se quemaron gorras, viseras, cantimploras. Decidieron jibarizar el tema: la inicial devoró a la palabra. Estoy seguro de que ya nadie recuerda a qué refiere la M, exactamente. Es como la B de Juan B. Justo. Un adorno de la fonética.

Los familiares de las víctimas debieron entregar las fotos de los finados, bajo amenaza de multa o cárcel. Se hizo una pira nacional a cielo abierto y cientos de rostros ardieron durante la noche. El firmamento brilló con esas muertes. Menos mal que ganamos dijo papá. Si no, imaginate.