This Is Not A Burial, It’s A Resurrection                    7 Puntos

Lesotho/Sudáfrica/Italia, 2019.

Dirección y guion: Lemohan Jeremiah Mosese.

Duración: 120 minutos.

Intérpretes: Mary Twala Mhlongo, Jerry Mofokeng, Makhaola Ndebele, Tseko Monaheng

Estreno en Mubi como This is Not a Burial, It’s a Resurrection, con subtítulos en castellano.

Premio especial del jurado en el festival de Sundance, This is Not a Burial, It’s a Resurrection (“Esto no es un funeral, es una resurrección”) no es una película del todo redonda. La última parte resulta excesivamente estirada, el tono se vuelve de a ratos excesivamente grave y en su relato sobre la muerte y resurrección de un pueblo el realizador Lemohang Jeremiah Mosese acumula algunas desgracias de más. Pero el segundo largo de ficción de este nativo de Lesotho --ex colonia británica y uno de los países menos “exportables” de África-- tiene un estilo. Un estilo inmersivo, que se deja ver ya en el plano introductorio, un travelling de 360 grados cuyo denso carácter visual, cadencia deliberada, tratamiento sonoro y personajes derruidos sumergen al espectador en un mundo magnético. El travelling se detiene en un hombre ciego que toca un instrumento tribal de sonido semejante al de una armónica (el lesiba), y para de hacerlo para iniciar la narración de lo que podría ser un cuento mítico o el relato de un pasado que aconteció. El hombre presenta un aspecto tan derrumbado como el ámbito en el que se inscribe, dando toda la sensación de que lo que empezó a contar es la historia de un final, el suyo y el de su gente.

Mosese, radicado en Alemania, trabaja también como fotógrafo y se nota, aunque en este caso haya delegado esa tarea en el DF sudafricano Pierre de Villiers. Justo al borde del exceso de estilo, This is Not a Burial… está bañada en tonos broncíneos, que representan el ocaso de la ciudad de Nasareth y su población. El gobierno ha decidido construir una represa que, como la de Still Life, del realizador chino Jia Zhangke, sumirá bajo las aguas a la precaria aldea. Mantoa, la mujer más anciana del poblado de pastores (Mary Twala Mhlongo) se opone a ello firmemente, y tiene sus razones. Nasareth, cuyo nombre responde a la esperanza fundacional de los pioneros, convive desde siempre con la muerte. Muchos de los primeros peregrinos no llegaron a destino por culpa de una plaga, y ahora el pueblo afronta su inminente extinción. Todos los días la radio del lugar difunde obituarios. Mantoa es como un concentrado de esa condición: su marido, su hija y su nieta murieron, y ahora lo mismo ha sucedido con su hijo. Eternamente ataviada de luto, Mantoa llama a la muerte, pero la muerte no llega. “El cementerio es la aldea”, se planta ante el congresista que intenta convencer a los pobladores de las bondades de la futura represa.

La cámara muestra el rostro ajado de Mantoa en primeros planos, y en espacios abiertos es frecuente que ella o sus vecinos asomen apenas en la parte inferior del cuadro, con el cielo o las montañas dominando el encuadre casi por completo. Una forma de expresar el peso que sobre ellos tienen los elementos. O tal vez, teniendo en cuenta que sus figuras parecen a punto de perderse fuera de campo, esos encuadres representen el riesgo de extinción. Ante la falta de autoridades locales --políticas o culturales-- y en consonancia con el nombre que la ciudad ha adoptado para sí, el cura de Nasareth funciona en remplazo de aquéllos. No es la clase de sacerdote que predica desde un púlpito real o imaginario, ni siquiera uno que transmita la esperanza en algo superior y trascendente (la ópera prima de Mosese se llama For Those Whose God is Dead, y Mantoa dice haber perdido su fe), sino un vecino más, que verbaliza sus propias pérdidas. Los breves pero intensos crescendos musicales aportados por Yu Yamashita son claves en el efecto de inmersión que la película genera. Inmersión sensorial del espectador, posible inmersión entera de la ciudad de Nasareth en las aguas del progreso.