En el contexto de la escalada de precio de los alimentos, se retomó en la discusión la noción de Maldición de los recursos naturales. Una buena noticia como es el aumento internacional del precio de los alimentos, suma paralelamente tensiones inflacionarias a las ya existentes y disminuye el poder de compra de los salarios. La maldición de los recursos fue estudiada durante años y hace referencia al hecho de que muchas economías que cuentan con una abundante dotación de recursos experimentan en paralelo grandes dificultades para alcanzar el desarrollo. Esta regularidad que empíricamente se puede contrastar en numerosas economías, se contrapone con la aparente candidez y escandalización de la prensa y de economistas mediáticos sobre su existencia. 

Un breve repaso de algunos ejemplos: a finales de la década del 60 se descubrió un gran yacimiento de gas en el Mar del Norte y paralelamente al incremento de las exportaciones los Países Bajos experimentaron un proceso de desindustrialización que afectó significativamente el empleo. Nigeria, en el puesto 10 de las mayores reservas de petróleo, convive con altas tasas de desempleo, desplazamientos de la población rural, enfermedades endémicas y conflictos étnicos. Durante el Siglo XIX y principios del XX varios países caribeños experimentaron el boom de las exportaciones de productos tropicales (especialmente bananas) gracias a la productividad, clima y desarrollo de métodos de conservación y fletes. Mientras tanto,   ganaban el mote despectivo de Repúblicas Bananeras debido a las organizaciones políticas inestables y dependientes de las empresas productoras y la población local sumida en la pobreza y relegada a tierras marginales o empleada básicamente en el sector de producción de frutas con salarios de miseria. 

En Argentina, el sector agrícola es incapaz de generar trabajo para toda la población, tanto de manera directa como indirecta. Fruto de esta hiper-productividad, la industria no se puede desarrollar en ausencia de políticas activas del Estado. Si el tipo de cambio se fija de acuerdo al sector exportador, sería demasiado bajo y la industria no podría funcionar por la avalancha de importaciones. Si por el contrario fuese demasiado alto, sobrevendrían problemas en el mercado interno por los costos dolarizados y el aumento de los alimentos que cotizan en precio dólar y generarían una caída en el poder de compra. Además, la propia dinámica industrializadora y desarrollo del mercado interno imprime tensiones que generan la contínua necesidad de recalibrar y revisar el tipo de cambio y el comercio exterior. 

Lamentablemente, no existe solución que no entrañe dificultades ni dilemas: fijar un tipo de cambio subsidiado para la industria desincentiva las actividades productivas y genera tensiones sociales y políticas con los sectores que no pueden acceder, los cupos imponen elegir ganadores y perdedores e incentivan conductas poco competitivas. Las retenciones, que establecen un tipo de cambio diferencial mayor para el sector exportador y desacoplan el precio de los alimentos de los internacionales protegen el poder adquisitivo del salario y al mercado interno, pero la experiencia demuestra que son fuertemente rechazadas por un sector social. 

La única solución de fondo es lograr saltar por sobre la restricción externa, ya que sólo el desarrollo de sectores adicionales que generen dólares genuinos sustentables a largo plazo es la solución. Estados Unidos o Canadá lograron conjugar altos niveles de desarrollo de la industria y los servicios con la explotación de los recursos, por lo que no es posible establecer un sentido determinismo entre recursos naturales y desarrollo. Sin embargo, resulta ingenuo pensar que se trata de algo fácil de resolver en un mundo afectado por una crisis internacional sin precedentes en una economía donde se suman la demanda de dólares de las importaciones a las necesarias para el servicio de la deuda externa. 

En el corto plazo sólo queda, nada más y nada menos, que administrar las tensiones que surgen por la propia naturaleza del problema. Al final del día, el dilema es más de naturaleza política que económica: ¿Qué intereses prevalecen y con cuántos grados de libertad cuenta el Estado para imponer y lidiar con los efectos de sus decisiones?

* Economista