A un año de su asesinato, el rostro de Fernando Báez Sosa se esparce por Parque Rivadavia. Está en remeras, en afiches y banderas, y lo acompaña siempre la misma palabra: justicia. Sus familiares y amigos se reúnen por primera vez después de casi un año de distancia por la pandemia del coronavirus. Detrás de los caballetes y las tablas que hacen de mostrador, Julieta, la exnovia de Fernando, recibe las donaciones. Junto a ella otras seis chicas reciben bolsas, clasifican productos, ordenan mercadería. Silvino Báez ayuda a cargar en el camión, que cerca de las tres de la tarde ya había hecho tres viajes al colegio Marianista, donde su hijo terminó la secundaria. El homenaje es una forma de recordar el espíritu solidario de Fernando. 

Bajo la carpa que montaron para el evento, Graciela Sosa ayuda a ordenar los productos que van llegando. Lleva puesta una remera blanca con las letras del nombre de su hijo bordadas en negro, y recibe las manos de todos los que se acercan a saludar. Algunos son conocidos, otros simplemente quieren acercarle su apoyo y reconocerle la fortaleza. Cada vez que saluda a alguien, la mujer se esparce en ambas manos unas gotitas de alcohol en gel. Después se aleja de la carpa, cansada de mantenerse en pie con tanto calor y tantas miradas encima. “Es muy difícil el día a día. Se extraña todo, compartir la mesa, escucharlo al llegar de la casa de algún amigo, pasar juntos las fiestas. Perdimos lo mejor que teníamos”, señala a Página/12 Graciela Sosa, después de tomar un poco de agua y ya sentada a la sombra de un árbol. “Nos divertíamos mucho en casa. El me decía: cuando me case quiero que me llenes la heladera con tus comidas. Le gustaba mucho la pasta, yo a veces la escondía para que comiera más sano y entonces él me hacía cosquillas hasta que le decía adonde estaba”, relata la mujer. Con la muerte de su hijo también se fue uno de sus sueños, el de ser abuela. “Pedimos Justicia como un mínimo alivio, aunque la vida de Fer que es lo que importa, eso ya no va a volver”, admitió la madre de Báez Sosa, entre lágrimas.

La semana pasada Silvino y Graciela se reunieron con el Presidente Alberto Fernández, que se comprometió a ayudarlos. “Nos dio su apoyo para que se haga justicia y todos los responsables paguen por lo que hicieron”, explicó Graciela. La fiscal que investiga el caso, Verónica Zamboni, ya elevó al juez David Mancinelli el pedido de juicio contra los ocho rugbiers de Zárate imputados por el asesinato de Fernando Báez Sosa bajo la caráctula de “homicidio doblemente agravado por su comisión con alevosía y por el concurso premeditado de dos o más personas”. Los responsables están detenidos en la Alcaidía de Melchor Romero.

En una ronda que se va agrandando, se juntan amigos y amigas que vinieron a ayudar, a donar algo, a saludar. Camila y Santiago, del colegio Marianista, conversan en junto a la mesa de donaciones. Fernando tenía amigos en todas las divisiones del colegio, y también por fuera, los que le habían quedado de la primaria o de otras actividades. A veces, relata Graciela, se le interponían los festejos de cumpleaños y en un mismo día tenía tres o cuatro fiestas. Silvia, la madre de uno de los mejores amigos de Fernando, cuenta que su hijo lo conoció a los tres años, cuando iban juntos al jardín de infantes. “En general prefiere no hablar del tema porque se pone muy mal. Eran como hermanos. No habla pero de pronto hace cosas y uno se da cuenta de que está triste. Hace poco se tatuó la cara de Fer”, relata la mujer, que vino junto a su marido para ayudar con la organización de la colecta.

Durante su secundaria, Fernando solía participar de las actividades del Proyecto Servir del colegio Marianista. En el verano, hacían colectas y repartían en comedores de barrios vulnerables, o ayudaban con la construcción de las casas. La colecta de este domingo tiene dos destinos: la mitad la repartirá la ONG 18 de Diciembre, en más de cien comedores de barrios populares, y la otra mitad será para las obras de caridad del colegio al que solía asistir Báez Sosa.

Era un buen hijo, un buen compañero, y muy solidario”, recuerdan Elba y Juan, los tíos de Fernando, que llevan una remera con una imagen de su rostro. Elba relata que, por la cuarentena, acompañar a Graciela y a Silvino fue mucho más complicado. “En marzo iba a venir familia de Paraguay, pero tuvimos que suspender todo”, señaló la mujer, que reclamó por “una condena ejemplar para que paguen todos los responsables”. Detrás, una bandera que cuelga debajo de la mesa de las donaciones señala: “Justicia es perpetua”, y otra vez el rostro de Báez Sosa, la sonrisa, la mirada achinada.

Cerca de las tres de la tarde la fila para entregar productos empieza a abultarse. Cada tanto un grupo de personas lleva bolsas de consorcio hasta el camión. En las bolsas hay alimentos no perecederos, juguetes, útiles escolares y hasta un cochecito para bebé. Una familia llega y deja algunas bolsas. “Cuando mataron a Fernando estábamos por irnos a Villa Gesell de vacaciones. Es muy injusto lo que le pasó”, señala Olga. Ella y su familia son de San Martín, en Provincia de Buenos Aires, y vinieron hasta el Parque para participar de la colecta. Cuando piensa por qué el crimen contra Báez Sosa los conmovió tanto a ella y a su marido, Olga señala a su hijo adolescente y advierte que “le podría haber pasado a él, o a cualquier chico inocente”.

Como la familia de Olga, otras familias, parejas, grupos de amigos, llegan desde diferentes barrios y localidades a apoyar el evento. Silvino carga bolsas desde la carpa hasta el camión, y Graciela, ya descansada, vuelve a la mesa de donaciones para seguir ayudando. “La cantidad de flores que encuentro cada vez que voy al cementerio me emociona porque siento que mi hijo es muy querido”, relata, mientras sostiene en una mano una bolsa con un regalo que le dejaron y en la otra un sobrecito con una carta, y agrega: “si me rindo es como dejar en la nada lo que era Fernando, toda su alegría, su voluntad. Esto que hacemos hoy es una forma de recordar lo que él era”. 

Informe: Lorena Bermejo