Referente de la socialdemocracia francesa, Pierre Rosanvallon se propone elaborar una teoría crítica y exhaustiva del populismo. Comienza por la categoría que le da su designación: ¿a qué se llama pueblo? Puede entenderse como pueblo cívico (pueblo Uno, pueblo-nación) o pueblo social (sectores y clases), categorías que ve difusas en la actualidad y que entonces nutrirían el sentido de pueblo del populismo. Se remite a los trabajos de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe. Laclau define un “ellos” (los que detentan el poder) y un nosotros (conjunto transversal a las clases sociales, los no privilegiados o dominados). Rosanvallon cuestiona esa oposición por maniquea y la ve como fuente de resentimiento y odio popular.

Equiparados los populismos de derecha y de izquierda, estos atacarían las instituciones de la democracia -Hungría, Turquía, Rusia, Bolivia y Venezuela- por la prevalencia de la expresión en las urnas, en detrimento de la discusión de puntos de vista. También sería propio del populismo, así en conjunto, la crítica al periodismo (Trump le viene bien para graficar este rasgo). Lo que se estaría borrando para Rosanvallon es la instancia de mediaciones: de la prensa (libre), de los representantes según partidos políticos, ya que el populismo no afinca en “partidos” sino en “movimientos”.

No menos importante es la figura del líder como encarnación del hombre-pueblo. En el siglo XXI ante la crisis de representación retornaría la demanda de representación-encarnación. El antecedente en América Latina sería el colombiano Jorge Eliécer Gaitán, cuyo asesinato en 1948 desató un estallido popular que se conoce como “El Bogotazo” (hecho que Rosanvallon omite), pero sí, y previsiblemente, destaca la seducción que sobre el colombiano ejercieron los fascismos europeos. El líder no sería un individuo sino que deviene pueblo según la idea de una “representación-espejo”. En cuanto a economía el populismo se definiría por su carácter proteccionista contra la globalización neoliberal a la que nunca cuestiona.

De nuevo citando a Laclau y Mouffe, que señalaron el papel decisivo de los afectos como impulsores a la acción, para Rosanvallon sólo sería atendible si se la tramita “de modo positivo”, tal positividad excluye los sentimientos negativos contra el verdadero poder (el financiero) del cual las instituciones serían solo una fachada y por tanto el pueblo arremetería contra los gobiernos vistos como enemigos y jugaría así un papel destituyente (sin que se aluda para nada a los golpes de Estado).

La “personalidad populista” que diseña se parece bastante a nuestro conocido término de barbarie: turbas movidas por pasiones descontroladas y en plan de venganza. Estas admirarían a quienes denuncian las mentiras de la ideología dominante: “Los condenados de la tierra adquieren aquí el rostro de los mártires de la verdad con la dimensión de fe sectaria que esto implica”. No puede pensarse que Rosanvallon no conociera el primer verso de la versión francesa de La Internacional: “Debout, les damnés de la terre…” ni que ignorara que fue ese el título elegido por Franz Fanon, Los condenados de la tierra, para su libro contra la dominación colonial. Lo cual, obvio, va en gran desmedro de esa irónica frase.

Reconociendo que todo eso que llama populismo dista de ser idéntico habla de una “atmósfera populista” en la cual se mueven quienes para evitar la complejidad del mundo real (no define qué mundo sería este), se lanzan a la simplificación ayudados por las redes sociales (según él en manos del pueblo).

La segunda parte del libro se aboca a la historia del populismo. Aparte de considerar (ampliado en un Anexo) los movimientos ruso (narodnnichestvo) y norteamericano (People´s Party) -ambos del siglo XIX pero completamente distintos-, como es previsible habla del bonapartismo, tema del que se ocupara Marx en el 18 Brumario de Luis Bonaparte, de la tragedia de Napoleón a la farsa de su sobrino Luis Bonaparte quien se convirtió en presidente por votación mayoritaria (democracia plesbicitaria) en detrimento del Parlamento. Lo considera “el primer teórico, y al mismo tiempo practicante, de este tipo inédito de iliberalismo, contra la concepción liberal de sostener el sistema representativo para “reflejar la diversidad”.

En la década de 1890 observa una primera globalización y pone como ejemplo a los imperios inglés y francés (reconoce que Lenin le llamó a esto imperialismo), y habla favorablemente de ese proceso asociándolo a la segunda globalización, la actual. Las políticas proteccionistas de los países europeos más Estados Unidos pueden desencadenar el odio al extranjero residente, xenofobia que suma al populismo en general. En cuanto a América Latina, a la que dedica un capítulo, sin que se aprecie un conocimiento considerable del tema, parte de la post independencia caracterizada por el dominio de la política por parte de una élite (no menciona las relaciones de esa élite con las metrópolis), suma a esto un escaso desarrollo industrial y la ausencia de una estructura capitalista, por lo que concluye alguien que ha leído a Marx: “no eran sociedades de clases en el sentido marxista del término”.

Volviendo a la misma idea de pueblo (pueblo-nación y pueblo social), considera que el primero, el pueblo-principio habría perdido su carácter universal debido a los reclamos de identidades parciales (de género, raza, trabajo, marginación, etc). En cuanto a la representación opone la idea de que los candidatos resulten de un sistema de concurso que evalúe su capacidad, al sistema de sorteo (cualquiera puede ser elegido), esto según él podría redundar en que todos los sectores tengan representación (cita para defender tal curiosa hipótesis a Mirabeau). Lo que no indica es cómo se haría tal sorteo ni quién lo organizaría.

En la tercera parte, la denominada “crítica”, que en realidad es continuación y reiteración de las dos anteriores, sostiene la necesidad del ejercicio de la responsabilidad y reafirma la soberanía continua pero indirecta. Postula una “democracia interactiva” y plural en la que los representantes deben rendir cuentas e instituciones independientes (los tribunales constitucionales) evaluarían sus actos, pero “habría que ver cómo se conforman” dice, tal vez por sorteo, podemos pensar.

En resumen, se evidencia el verdadero objetivo del ensayo, no una teoría sobre el populismo sino una reducción de los distintos fenómenos a los que se les ha dado ese nombre a una sola definición, además de la condena y la incitación a exorcisarlo.