Como un boxeador o como un futbolista surgido del potrero, Juan Carlos Copes salió del fango y se aferró a un sueño: ser el mejor. Encontró en la milonga su redención y se dedicó a inventar algo que no existía, el tango danza. Fue un deslizamiento artístico, sutil: lo que hizo Copes fue subir a un escenario el baile del pueblo. Logró destacar en una prosapia única y gloriosa, que va del Vasco Aín y el Cachafaz a Virulazo y Miguel Angel Zotto, sin perder su anclaje de milonga pura y rasa. Era tan respetado en clubes y salones porteños –templos de los ’50 como Atlanta, el Canning- como en la avenida Broadway de Nueva York; desde el tango bien bailado, con la suela al piso, hasta las acrobacias inspiradas en Gene Kelly.

Nació en 1931 en una familia que ahora se llamaría, por lo menos, disfuncional y creció entre Villa Pueyrredón, Mataderos y Floresta. Su territorio, salpicado por descampados y casas bajas, se desplegaba en esa zona del arrabal donde el límite de lo rural y lo urbano es difuso. Los reseros se confundían con los matarifes y el perfume de yuyos y de alfalfa que cantó Manzi se mezclaba con el humo de las chimeneas fabriles. Su padre era colectivero, se jactaba de haber sido el asador oficial de Hipólito Yrigoyen y algunas madrugadas salía por el barrio con un matagatos escondido debajo del gabán. Su madre padecía una extraña enfermedad: taquicardia paroxística. Los conflictos eran múltiples y un mínimo dato catastral puede servir de ejemplo del tembladeral familiar: vivió en el lapso de dos años en cuatro casas diferentes en una misma manzana de Floresta: Tandil, Mariano Acosta, Dolores y Martínez Castro. De las cuatro casas quiso huir.

Fue un perfecto producto de su tiempo. Le tocó tallar en una época extraordinaria de la movilización social y la cultura popular. La llegada de Perón al poder y, antes, el trabajo empecinado de anarquistas y comunistas que instaban a la gente a leer, a cultivarse, a rebelarse, configuró un paisaje vigoroso en ediciones económicas de la literatura universal –mucho autor ruso-, radioteatros, el cine, la publicación de historietas y folletines, el fútbol y el tango. La fuerza de ese paisaje lo atravesó. Cuando Copes descubrió una milonga en Plaza Italia, llamada Parque Norte, entendió que había chocado con un espejo: él quería ser uno de esos que andaban en círculos, abrazados a una mujer, dejándose llevar por la música como embriagados. Las orquestas típicas marcaron el pulso de la época. Eran los años de oro: el tango conjugó masividad y calidad musical, interpretativa y poética. Copes hizo las inferiores en la pista del Club Atlanta, consolidó un liderazgo en esa milonga por momentos inhóspita, congregó a su alrededor una barra fiel y encontró en la figura de María Nieves Rego un complemento ideal.

A mediados de los ’90 nos encontrábamos durante un año cada jueves en el bar Caracol, en Bolívar y Humberto I, San Telmo, con la peregrina idea de hacer un libro. Llegamos a un puerto: el libro salió. Pero lo más importante fue que consolidamos una relación afectiva puro cariño, algo seca, discontinuada. La mirada algo achinada deslizaba cierta tristeza. Fumaba mucho y era locuaz, con una forma de hablar sin afectación, ese tono franco de los que salieron de abajo. Me hacía acordar a mi padre. Hace algunos meses hablamos de hacer un documental. La idea lo entusiasmaba. En aquellas mañanas de San Telmo era escucharlo, compartir algunos de sus Kent, tomar café, anotar frases, grabar. Cada tanto me miraba y decía: “Esto no lo pongas”. Sonaba más cómplice que imperativo. Hablaba mucho de Nieves, de cuando iba a buscarla al conventillo de Saavedra para quedarse bailando toda la tarde con ella. De la dolorosa historia de amor y odio que vivieron. “Un tango”, me decía, “un tango de los jodidos”. Y me habló detalladamente de una noche. Voy al casete:

“Con Nieves no parábamos de ensayar. Yo sentía que había encontrado un diamante para pulir. Mi stradivarius. Nosotros queríamos dejar atrás el estilo del Cachafaz, ese ritmo saltarín del 2 x 4, y hacer algo más pausado, más acorde con las orquestas. El 15 de noviembre de 1951nos inscribimos en un campeonato de baile en en Luna Park. Había varias disciplinas: tango canyengue, orillero, fantasía, boogie boogie, conga y rumba. Nadie nos había dicho que había que ir emplichado. Fuimos así nomás, yo un trajecito, Nieves con un vestidito. El resto de las parejas estaban ataviadas de un modo imponente: los tipos, de compadritos, con sombrero, lengue, saco con vistones blancos, pantalón cambrona y una cinta bajo el brazo con la imagen de Perón y Evita. Las mujeres, de milongueras: blusa blanca, pañuelo al cuello, gran cinto, pollera de satén con tajo al costado y zapatos de taco bajo. Nos miramos con Nieves: ‘Ya perdimos’, le dije. Dábamos pena, ¡éramos la postal de la miseria! Fueron treinta rondas ante el jurado, con orquestas y cantantes. Fuimos pasando. Yo tenía un papel pegado en la espalda con el número 11. Bailamos. Despacio, lento, con el estilo amasado en tantas tardes en el conventillo de Saavedra y tantas noches en Atlanta. Cuando terminó el tango, hubo un silencio. Y enseguida, una ovación: diez mil personas corearon el número 11. Los organizadores no tuvieron más remedio que darnos por ganadores. Jamás recibimos el premio. Ya lo habían entregado antes de la final… A mí no me importaba nada. Me sentía invencible, no me paraba nadie”.

El casete sigue y Copes, en un salto de época, empieza a hablar de Broadway. Es curioso, pero todo lo hermoso, puro y ritual que tiene el tango en el Río de la Plata se vuelve caricatura, mueca artificiosa, en el exterior. Copes rara vez cayó en ese pozo; su búsqueda fue otra. Abrió mercados cuando el tango estaba muerto y debe haber sido el único artista en el mundo que tuvo a Astor Piazzolla de telonero. Astor, que detestaba el baile, fue su acompañante en unas presentaciones por Puerto Rico y los Estados Unidos. En esa gira recibió el telegrama con la noticia de la muerte de su padre, “Nonino”, y escribió de un tirón, llorando, su obra más famosa.

Copes tenía una familia que adoraba y un sueño modesto: pasar los últimos años de su vida frente al mar, en Costa del Este, donde vive su hija Johana. No pudo ser. Murió la semana pasada a los 89 años por corona virus, solo. Como suele morir la gente en estos tiempos. Desde hace años sentía que no tenía el reconocimiento que merecía, y tal vez estaba en lo cierto. Los días que siguieron a su muerte muchas radios pusieron un tango en su honor y más de un milonguero en su casa habrá tirado algunos pasos demorados, arrastrados, tristes, como quien deja una flor.