“Si no te mudás te quedás en la calle. Esas son las opciones”, le dijo un trabajador de la Secretaría de Integración Social y Urbana (SISU) del Gobierno de la Ciudad a Elena, una mujer mayor que tenía su casa en el sector Bajo Autopista del barrio Mugica -ex villa 31- donde cocinaba comida típica boliviana y la vendía a los vecinos. A las viviendas nuevas del sector YPF, como se conoce a la parte del barrio que empieza frente al lujoso edificio del Ministerio de Educación porteño, ya se mudaron 892 familias. La promesa de la mudanza, aseguran los vecinos, cargaba con una idea de comodidad, seguridad, un futuro mejor. A medida que fueron llegando, las ilusiones se transformaron en problemas: locales inundados, cloacas desbordadas y edificios enteros sin agua.

En la casa de Elena la luz apagada no ocultaba los 27 grados de pleno mediodía de enero. La hornalla, en mínimo, hacía hervir unas papas fritas. Ahora que ya no está vendiendo comida, su hija más grande, Jimena, que trabaja en una de las cooperativas de limpieza del barrio, se hace cargo de los gastos. “Nadie nos preguntó si queríamos irnos. La casa es grande, pero tenemos los vidrios rotos, estamos alejadas y nos entran ratas que vienen de los escombros”, relató la mujer, desde la puerta del departamento en planta baja, y repitió lo que hace unos segundos dijo su madre: “nos sacaron con amenazas, diciendo que iban a tirar abajo nuestra casa, que íbamos a quedarnos en la calle”.

Los edificios del sector YPF se alinean en cuatro manzanas de dos columnas. Al acercar la mano a las chapas que recubren las construcciones, el calor aumenta. Detrás de la chapa y del material aislante, la pared es de Durlock. “Como los tornillos están por afuera, son fáciles de sacar, y la pared es débil, se destruye enseguida. Así intentaron entrar a robar a una casa el otro día”, señaló Silvana Olivera, referente de la Mesa de Urbanización Participativa que conformaron los vecinos del barrio para monitorear el proceso de urbanización que lleva adelante el Gobierno de la Ciudad.

Agua que falta, agua que desborda

Isidra y Edwin se mudaron a los edificios nuevos hace poco más de un mes. Como su casa de Bajo Autopista funcionaba a la vez como vivienda y espacio de trabajo, la SISU les adjudicó un departamento, donde viven con sus tres hijas, y un local, que ahora funciona como quiosco. Desde que llegaron tienen rotos los vidrios de las ventanas de la casa, a Isidra la intentaron asaltar, y la cloaca estuvo desbordada durante más de diez días. “Cuando me hablaron de mudanza pensé que iba a ser bueno, un progreso para mi familia. Ahora, si pudiera elegir, volvería allá”, relató a Página/12 Isidra, que llegó a la villa hace 20 años, junto con su marido. Desde que viven acá ambos se dedican a la costura. Reciben telas, relleno, cierres y botones, y cosen y entregan camperas de invierno. Ahora, la máquina de coser está arrinconada debajo de unas cinco bolsas que guardan rellenos de lana. Todo el fondo del local está cubierto, hasta el techo, de esas bolsas, y más al fondo, junto al baño, está la rejilla, el foco del problema.

El día que llegamos empezó a salir agua. Pensamos que era un caño roto, pero eran las cloacas. Salía agua sucia, agua con olor, y empezó a mojar las cajas, los muebles, las telas que teníamos para coser”, recordó Isidra. Durante dos semanas el agua siguió saliendo, y las telas que se mojaron no sólo no sirvieron para las camperas sino que, como no son propias, se convirtieron en deuda. “Perdimos muebles también”, agrega una de las hijas de Isidra, que está sentada mirando el frente del local, a ver si llega algún cliente. Desde que se mojaron las telas tuvieron que pensar en un plan alternativo de trabajo para poder pagar las cuotas de las dos propiedades, que son cerca de 9 mil pesos por mes durante unos treinta años. “Nunca habíamos tenido problemas. Incluso, cuando nos quedaba tiempo, hacíamos changuitas, arreglos de ropa que nos pedía algún vecino”, aseguró Isidra. Una especie de sábana azul divide el local: atrás están las partes de las camperas que todavía no pudieron coser, está la máquina y la rejilla, ahora con un tapón que improvisó Edwin; en la parte de adelante, el nuevo trabajo que mantiene a la familia, un par de estantes y una variedad de productos de almacén.

El local vecino al de Isidra y Edwin está vacío. En realidad, no tiene todavía el uso comercial que su dueño, Derlis Herrera, quería darle porque el lugar hace de vivienda para su sobrino y la pareja. En un rincón, separado apenas por una tela, hay un sofá-cama con pilas de ropa, un ropero, un bolso. Donde funciona la cocina, también sin divisiones, una garrafa alimenta dos hornallas transportables. La única ventana del local, rota desde que Derlis llegó, está tapada con un plástico negro. “Hace siete meses que mi sobrino tendría que tener su casa y yo podría empezar con lo del bar, aunque primero habría que arreglar todo lo que no funciona”, señaló el hombre, que paga 7 mil pesos de cuota mensual por la propiedad, y relató que “hasta hace una semana todavía salía agua de la cloaca por la rejilla del baño”, el mismo desborde que arruinó las telas en el local de al lado. “Si no hubieran demolido mi casa, la verdad es que me gustaría volver”, agregó Herrera.

Según el último informe de la SISU, son 1.044 las viviendas que se construyeron en el sector YPF y 892 las familias que se mudaron hasta ahora. Si bien el Bajo Autopista presentaba “inadecuadas condiciones de habitabilidad, exposición a contaminación y el peligro que representa vivir debajo de la autopista”, no todos encontraron lo que esperaban. “El problema de la garantía, cuando aparecen conflictos como el de la cloaca que es producto de una obra mal planificada, es el desfasaje entre la entrega de la propiedad por parte de la empresa constructora y la mudanza de la familia a la casa”, señaló Luciana Antelo, arquitecta y docente de la carrera en la Universidad de Buenos Aires (UBA), y explicó que “como la garantía dura un año, muchos se mudaron sin la posibilidad de reclamar o con la garantía a punto de vencer".

Varios edificios más adentro, cuando el frente vidriado del Ministerio deja de brillar contra las chapas de las viviendas, está la manzana donde vive Joana junto con sus seis hijos y su marido, que trabaja como empleado en un local de gastronomía. “Estuvimos tres meses sin agua. Ahora se quemó la bomba, o sea que no sirve ni aunque venga un camión y nos llene el tanque”, relató la mujer y le preguntó a la vecina si ayer se pudo bañar. El problema afecta a ocho familias del mismo complejo de departamentos dentro del sector YPF. “Los chicos quieren que pongamos la pileta, refrescarse un poco, pero no tenemos cómo llenarla”, explicó. Para la limpieza básica, y para cocinar, sacan agua de una canilla pública instalada entre los dos edificios, al pie de la vereda.

Un desalojo sorpresa

Dionisia Velázquez todavía no se mudó a las viviendas nuevas. Le mostraron un departamento pero le pareció muy chico y no quiso aceptar. La casa donde vive ahora es propia y hasta tiene una inquilina, que vive ahí con su hijo. “Esta mañana me entero que están demoliendo, que iban a llegar a mi casa. Si yo me hubiera ido a trabajar, volvía y no tenía nada”, relató, desesperada, a este diario. Dionisia trabaja tres veces como cuidadora de una señora mayor. Le hace las compras, la comida, le limpia la casa, hace algún mandado. “No puedo faltar muchas veces a mi trabajo, pero me da miedo quedarme sin casa”, señaló la mujer. Si le hubieran dicho que iban a demoler tan rápido, ella asegura que “hubiera aceptado el lugar que me ofrecieron, pero la verdad es que para mudarme con mis dos hijas necesito algo más grande”. A Dionisia la acompaña en su reclamo la Defensoría del Pueblo, pero lo que ella busca ahora es una respuesta concreta: “necesito una vivienda donde mudarme cuanto antes. Hoy los frené, pero sé que van a volver”.

Informe: Lorena Bermejo.