Del Paraná uno observa en sus bordes, no en el centro. El centro es para turistas. Yo no quiero ser turista. Rosario tiene velocidad de combustión. Autos, edificios, modernas formas de habitarlo, que recuerdan su necesidad de anclajes. Olor a pasto y pescado. Veo las marcas de una ciudad que quiso ser otras ciudades, la ausencia del origen. Camino varios kilómetros cerca de las barandas. Percibo peces en la tierra y hombres empotrados al fondo. La gente sin peldaños, la que ha escalado más y la que no sabe qué son las escaleras, conversan como iguales, ante la mirada de sus peces. Elijo el 14 de mayo de 2019. Elijo escuchar las voces que lo habitan, su sonido real. No el de las postales de viaje. Vengo a colocarme en el borde. Vengo a conocerte. Vengo a desnudarme con vos.

Este relato empezó en otra parte. Comenzó a 6.320 kilómetros de aquí. No fueron mis ojos sino mis oídos los que lo descubrieron primero. Tengo 18 años. Hay agua por todos lados. Agua salada. Mis amigos trajeron la guitarra y cantan un himno. No es un himno. Es una canción que habla de un río. Todos la cantan. Yo no. No me gustan los himnos, es decir, las canciones de las multitudes. No me gustan las multitudes. Pero esta canción es diferente. Habla del agua. O mejor, de los hombres y mujeres del agua. En La Habana, con 29 grados de temperatura, el mar es el único paisaje que admites. Esta corriente no es dulce pero la de la canción, sí. Menciona a un Cristo Pescador y un remanso.

Ahora tengo 30 años. No creo en Cristo pero sólo a 6.320 kilómetros de Cuba, mirando por primera vez el Paraná, puedo intentar una oración.

Agua del río viejo...

Trae un cuchillo en la mano. Lo acaba de afilar. El banco aún conserva la mancha. La textura viscosa. Ha hecho con frecuencia el mismo procedimiento durante los últimos 50 años. Hay hígado de res cortado en pequeños pedazos. Engancha la carne fresca en el anzuelo. No miro a sus ojos directamente. Posee una expresión dura y su sonrisa parece una mueca. Le dicen Chucky. Jorge B. tiene los ojos azules y casi 70 años. Le faltan varios dientes. Está acostumbrado a tratar con los demás como si no afectara su autocontrol, su espacio vital. No se inmuta con mi presencia. Hunde el cuchillo con precisión en la presa. Hace un corte limpio. El interior siempre puede sorprender. Trabaja despacio. Sólo hay una ley para los hombres de río: la paciencia.

Los ojos no pueden estar opacos y la carne no debe ser oscura. Si es así, el pescado está malo. Jorge lo supo a los 10 años. Décadas después él mismo tuvo esos síntomas y lo devolvieron al río. Manejaba colectivos hasta que su visión comenzó a fallar. Jorge es parte de una masa que fluye como desecho. Por ese viene todos los días a pescar al parque Sunchales. Jorge no está solo de cara al Paraná. En casa, sí. Sus amigos son seis. Sólo dos de ellos conversan conmigo. Los demás son estatuas cubiertas de abrigos, con las manos manchadas. Estatuas mirando al río. Estatuas con cañas y varas. Jubilados con ojos bien abiertos. Acaba de picar algo y todos se asoman a ver el botín.

Hace más de un año surgió en Rosario el colectivo Alerta Jubilados, ante la aprobación de varias medidas que redujeron prestaciones básicas, como la entrega de alimentos, la cobertura de medicamentos, y eliminaron programas de prevención. Con esos criterios, y con su edad, Jorge parece más un gasto público que una persona. Una nota publicada por Redacción Rosario el 14 de mayo de 2019 revela que la presión sobre jubilaciones y pensiones es elevada y el poder de compra de los adultos mayores sigue disminuyendo. Una pareja de jubilados necesita al menos $906 por día para vivir en Rosario; $208 son para adquirir productos de consumo masivo y $698 para contratar servicios básicos.

El pescado se contorsiona en las manos de Chucky. Me deja tomarle una foto. Le pregunto por el origen del apodo. Tiene dos tatuajes. Los muestra con orgullo de sobreviviente. En el brazo derecho está el muñeco diabólico. Arrugado. Con tinta vieja. Verdoso. Un muñeco de 50 años. (Otro jubilado). Y en el brazo izquierdo asoma el Che Guevara.

–Sabés, me lo hice en los 70 en plena dictadura. Si te hallaban en algo raro te desaparecían.

A veces Jorge sueña con un pescado enorme. Desde que hicieron el túnel Santa Fe-Entre Ríos, no ve un pacú por acá. No le gusta pescar en canoa. Prefiere hacer un rancho. Prender el fuego. Tirar la vara. Ver a sus amigos y matar la soledad, una soledad fangosa como el mismo río. Cuando te jubilás sólo te queda encerrarte en la casa y lo que te pagan no alcanza. Jorge tiene los ojos opacos.

...la orilla brava, del agua turbia...

En invierno hay que sacrificarse. Te cagás de frío, pasás hambre, fumás mucho. Son tres meses de trabajo duro. Después viene la miseria. La tristeza es, para Pablo Córdoba, perder la canoa, pescar poco, romper la red. Ahora no está triste. Ahora hace plata. Junta de seiscientos a mil kilos de boga en un día. Lo vende barato. Demasiado. Pero eso cambiará cuando compre un frigorífico. Pablo duerme poco. Es delgado. Sus manos tienen escamas. De sus 30 años ha dedicado la mitad de su vida al río.

Día y noche pesca sin parar. Ahora sale mucha boga. La boga se oculta entre las piedras y la vegetación del río. Nació a pocos metros del Paraná, en La Florida. Construyó muy cerca su casa. Una casa pequeña de ladrillos que tiene al frente varias pescaderías. Las escamas le vienen de familia. Padre. Abuelos. Hermanos. Todos son pescadores. Tres generaciones cagándose de frío, pasando hambre, fumando mucho, con la misma idea de la tristeza, buscando escapar en tres meses de la miseria.

Coser redes. Repasar espineles. Dejarse llevar río adentro. Todos son rituales aprendidos desde niño. Para comer hay que pescar. Pablo amanece en el río. La soledad de la madrugada le da paz. Unos 300 pescadores que viven en Rosario y las islas cercanas –son 1600 en toda la provincia– realizan esa actividad de forma comercial y artesanal. La práctica pesquera está en veda de noviembre a enero. En esa etapa sólo se permite usar anzuelo.

La vida activa de un pescador no excede los 50 años por el desgaste que supone el oficio. Pablo no tiene hijos. Su canoa no tiene nombre. Estudió hasta sexto grado. No se llevaba bien con la familia. Ya está. No iba a la escuela. Ya está. Su vida no es diferente a la de otros pescadores que arriesgan la vida en el río. Trabaja de 13 a 15 horas. Elige la noche. Pone luces en la canoa para que los buques del Paraná no lo aplasten. Su bote es una luciérnaga en medio del agua. Nunca olvida llevar la cuchilla por si hay que romper el tejido atascado. Trata de no hacerlo. Varias veces ha caído al río. Su mayor miedo es quedarse dormido. La Florida es su casa y será su tumba. Al menos eso espera, si no lo sacan de aquí para hacer un barrio privado.

Helio, su hermano menor, observa nuestra conversación desde el bote. Está aprendiendo rápido. En sus manos asoman las primeras escamas. Pablo es afortunado. Lo tiene todo.

... por su barrosa profundidad…

A lo lejos es sólo una mujer que lee y de vez en cuando mira dentro de un cochecito negro. De cerca, es una madre recién estrenada, 37 años, casada, blanca, de pelo castaño, que busca el sol en el otoño rosarino. Se llama Ana. Mira hacia el cochecito. En Rosario está vigente la ley de parto respetado en el Sistema de Salud Pública. Acomoda algo dentro del cochecito. Pero ella no pudo hacerlo como quiso. Es diabética. Coloca una frazada dentro del cochecito. Eso está muy bien. Guarda el libro. Aparta el mate. Levanta en brazos a un bebé de un mes y medio. Se llama Lautaro, como el héroe mapuche; mejor ese que los nombres hippies que el padre quería, dice.

El problema que tenemos acá en Argentina es que todo es en blanco y negro. Las mujeres también viven y sufren en blanco y negro. Pero el pezón de Ana no es blanco ni negro sino carmelita, como el barro con el que el Paraná amamanta a Rosario. Toda la aureola cabe en la boca del pequeño guerrero. El útero de Ana no ha sufrido, pero el de varias amigas sí. El tema del aborto es abstracto. Pero morirse no. Y las pibas han muerto. Ana acaricia la espalda del bebé mientras revisa que esté succionando bien.

Ana trabaja en una farmacia. Las chicas llegaban allí con vergüenza a buscar la medicación para el aborto, el Misoprostol. Santa Fe es la única provincia argentina que cuenta con un laboratorio estatal (Laboratorio Industrial Farmacéutico –LIF–) que lo produce. Su amiga tuvo que recorrer cinco farmacias, en 2019. No se lo vendían. Tuvo que recorrer cinco farmacias para expulsar un bebé muerto.

La temperatura es de 22 grados y en el parque de las Colectividades varias personas descansan sobre la hierba. Algunos rayos caen de modo perpendicular sobre Lautaro. El otro Lautaro luchó en la Guerra de Arauco. Ana no quiere que Lautaro vea el mundo en blanco y negro. Del río se desprende una brisa. La brisa que ella sentía, barranca abajo, cuando se deslizaba con 9 o 10 años. Pantalones sucios. Rodillas gastadas. Moños atascados.

Ana quiere irse a un pueblo pequeño. Jardín. Animales, Huerta. Trepar. Correr. Respirar. La zona ha cambiado. Los pibes no salen de sus casas conectados a las pantallas. Ana Bianchi tiene los ojos del color del río. En un mes regresa al trabajo. Licencia de maternidad: tres meses.

Lautaro buscará en vano la aureola fangosa. El Paraná no podrá amamantarlo.

No pienses que nos perdiste...

Ya lo decidieron. Cuando se gradúen se irán. Irse. Ir. Verbo modelo de una generación. De varias generaciones. A otro país. A otra provincia. A otra ciudad. Pero se irán. Los veo acercarse a través de la ribera en bicicleta. Contrastan con las parejas que ahora se diseminan por el lugar. No han cumplido en promedio más de 20 años. Se sientan sobre el suelo.

La noche anterior leí en la prensa local que Rosario será sede del Foro Mundial de la Bicicleta, un medio popular entre los jóvenes. Por eso no dudo en acercarme. Quiero saber. En La Habana ya no quedan muchas bicicletas. Durante décadas sólo bicicletas chinas y rusas circulaban por las calles. En los años 90, durante la crisis del Período Especial, se convirtió en el transporte más utilizado.

Un buque atraviesa el campo visual. La corriente traslada fragmentos verdes, plantas. Si me pidieran una foto tendría la excusa perfecta para conversar. No lo hacen. Soy yo quien pide la fotografía. Soy yo quien comienza a hablar. La bicicleta nos lleva en un viaje por su generación. Uno fuma. Otro llega a última hora y acomoda el vehículo a su lado. Todos transitan sobre dos ruedas. No son de Rosario. Vinieron a estudiar. El más alto saca un sándwich de la mochila. Han cruzado las barandas para estar más cerca del Paraná.

Tomás Perotti nada en humo. No en un océano. Es una laguna de nicotina. Tiene 22 años. Estudia licenciatura en Educación Física. Cuando salió de su pueblo, hace 4 años, trajo la bicicleta. Ninguno de ellos las renta. Son compradas. Es más práctica, más segura, más rápido. La casa de Perotti está a 100 kilómetros. Dice que volverá, pero sus amigos no. Me cuenta que los jóvenes se van del país para conseguir un mejor trabajo y cambiar de vida. En este grupo de 7 todos piensan así. Menos él. Sus amigos tienen la razón. Sacan un paquete de cartas españolas. Se llama Truco el juego que les gusta. Cada carta tiene un valor. Perotti no sabe cuál carta le tocará jugar.

... y en el reposo vertiginoso del espinel…

Un punto importante de nuestro relato comienza en el bulevar Oroño, una de las calles que desemboca en la ribera. El río iba en mí como una curiosidad, como una música. Como ya le dije, esta historia no empezó acá. Le cuento dónde estoy ahora. Detrás de mí se encuentra el parque de España. Ocupo un banco de madera que da directamente al río. A mi alrededor, el ruido de los muchachos que montan patinetas me impide captar el sonido del agua. Debí llegar antes que ellos. Pero me hubiera perdido el parapente rojo y negro que ondula a lo lejos.

A través de un mensaje en WhatsApp Lucrecia Cartabia me confirma el encuentro en Oroño 1540. Atravieso el bulevar como una cosmonauta que busca indicios de poblamiento. Me resulta curioso ver a un malabarista en plena calle. Para mí no es común. Creo que puedo caminar con esa extraña noción de la distancia que tengo. Rara no, nula. Busco quizás una casa, un bar. Ni idea. No he descargado Google Maps por pereza. Rosario no asusta. Varios semáforos más abajo veo a otro malabarista actuar. Creo que es el mismo pero, cómo llegó antes que yo. Todo eso pienso mientras deambulo por una sociedad que me han clasificado de modos opuestos. 1. Segura. 2. Muy insegura. No tengo miedo. Elijo la primera.

Casi 20 cuadras después de adentrarme en la avenida encuentro el lugar, una escuela de música. Debía llegar a las 16 horas. Y lo hice 20 minutos antes. Pensé en aquella tarde habanera a orillas del malecón. En las veces que busqué en Youtube el río, el río de aquella canción. En Cuba, escuchaba “Oración del remanso”, con solemnidad de gaucho solitario; yo, que no soy argentina ni pescadora y nunca había pisado el país. En la escuela me espera un hombre mediano, con espejuelos, llegando a los 60. Tiene una hora antes de su próxima clase de interpretación del folklore. Jorge Fandermole puede parecer un hombre común. Pero es muchas cosas a la vez. Maestro de música, cantautor, agrónomo.

Vamos al Café Zafra. Me guía hasta un local moderno donde se escuchan clásicos de los 80 en inglés. Otro riesgo del oficio, pienso. El cambio de escenario. Tuve una idea más romántica quizás. La idea del payador entregado al río, navegando el río mientras la periodista capta su encuentro con la naturaleza. Fandermole puede parecer muchas cosas, maestro, científico, asesor, hasta botánico pero no payador. Su signo es la ternura y la contención. Usa un abrigo carmelita de cuero. Las ondulaciones de su voz provocan ligeros círculos en la jarra de café.

Aquella canción es su tema más conocido. No sabe por qué. Quizás por la conjunción del oficio, la fe y el agua. Un pescador, un Cristo y el Río. Fandermole es una figura central de la trova rosarina surgida en los 80 al calor de otros géneros como el rock, y el folklore mismo. Cantaba al remanso Valerio, con su belleza sin pulir. Un asentadero de más de cien años donde casi dos mil historias personales deambulan por sus calles de tierra. Me cuenta que se trata de una localidad de Granadero Baigorria al este de la provincia de Santa Fe. Trescientas familias habitan sus casitas de chapas y ladrillos.

Fandermole habla sin prisas, con las cadencias del agua en reposo. Está preocupado por el destino del río, la pérdida de la fertilidad del río, la destrucción masiva de su reserva y el túnel subfluvial finalizado en la década del 60. No conversamos sobre discos, ni industrias, ni éxitos. No cree que en Cuba su canción sea un himno. No le gustan los himnos. Fandermole nunca ha pescado. La paz que lleva adentro es pluvial. Nos despedimos. Hago el viaje a la inversa.

...no nos abandones…

He recorrido más de cinco kilómetros de costanera, a veces más cerca o más lejos del agua. Caminar por la ribera puede ser un acto subversivo. Nada vuelve a estar en su sitio. El agua no es agua. Son corrientes de sangre. Generaciones fluyendo en el mismo sentido. Desde aquí veo la pista de patinaje y una frase del Che: "El verdadero revolucionario está guiado por grandes sentimientos de amor". Al lado hay un grafiti. Más arriba el maestro Yoda usa lentes de sol, plasmado en colores pasteles, sobre un muro. Un hombre se acerca en bicicleta. Vende empanadas, mientras un buque inmenso atraviesa el paisaje. Otro señor desahuciado duerme sobre un banco y apoya la cabeza encima de la mochila.

No he podido escuchar el sonido de la corriente haciéndose girones contra las piedras de la barranca. Pasaron 12 años para poner rostro a aquella canción que me trajo por primera vez a este sitio desde la orilla salada de Cuba. Ahora entiendo que este no es el paisaje que importa. Hay una corriente de agua que fluye adentro y escapa a los ojos, al oído, y que sólo se encuentra en las historias mínimas que desembocan en su orilla.

 

El Paraná no cabe en la postal de los turistas. Menos en una canción. No es posible verlo en su centro, sólo en los pliegues de su costura humana. Soy de la orilla brava, canta Fandermole en mi memoria, mientras el río traslada de 5 a 7 litros de sangre por minuto. Rosario es un músculo que se contrae sobre el agua.  

Publicada en el libro Rosario, una ciudad anfibia. Crónicas contemporáneas (Mansalva). Edición a cargo de Lila Siegrist y Cristian Alarcón.