Diciembre de 1977. Cubierta de blanco, Budapest se prepara para la Navidad con sus mercados de adviento y el murmullo de la Guerra Fría en el horizonte. Los niños juegan con la nieve. Muy temprano en la mañana, los camiones de la distribución socialista comienzan a llegar a las jugueterías con reposiciones y novedades. Mezclados con osos de peluche y rompecabezas los trabajadores descargan una caja azul con una leyenda: Bűvös Kocka. Es un misterio. No hay publicidades. No hay pistas. Nadie sabe de qué se trata. Un anónimo cliente compra la primera unidad. Alguien la segunda, y así. En la nochebuena, las familias toman sopa de alubias y sirven su mákos guba cubierto de semillas de amapola. Los niños se van a dormir a regañadientes. Al día siguiente, corren atropelladamente hasta el pino decorado como árbol de Navidad. Rompen el papel y, adentro, encuentran la caja azul. La abren. Ahí está. La caja incluye una nota, pero no puede ser más redundante. El Cubo Rubik siempre se explicó solo.
Publicadas para celebrar el 40º aniversario de la irrupción mundial del Cubo, las memorias del enigmático Ernő Rubik recorren cada etapa de su vida y de sus pensamientos como si fueran el movimiento rotativo de su invención. Desde su madre embarazada durante los bombardeos a Budapest hasta los abrazos de los adolescentes en los torneos mundiales de speedcubing, pasando por su temprana obsesión por los rompecabezas y, siguiendo el camino de la criatura, su primer viaje más allá de la Cortina de Hierro. En el centro, casi intransferible, la invención del cubo. La iluminación de los colores. El ascenso vertiginoso, la caída y la resurrección. Los 100 millones vendidos en tres años. Las tapas de las revistas y los libros ofreciendo soluciones. El Cubo en las manos del Hombre Araña, en salas del MOMA, en el apoteósico festival de Burning Man. Miles de cubos recreando La última cena, un retrato de Marthin Luther King, la sonrisa de La Gioconda. La gran pregunta metafísica de un comercial británico de sopa. ¿Qué fue primero? ¿El Cubo o La Gallina?
Editado por Flatiron Books (aún sin edición local ni traducción disponible), Cubed: the puzzle of us all hace una proeza impensada. En 200 páginas de claridad geométrica e inteligencia emocional, el libro parece señalarnos la analogía entre el Cubo y su creador: seis caras móviles y un corazón secreto. Si alguien desea girar la mesa en una habitación simplemente la levanta y la da vuelta. En el caso del Cubo y del propio Rubik, sobreviene la dinámica de lo impensado: hay que dar vuelta la habitación.
“Mi nombre oficial es Cubo de Rubik –dice el objeto, en ese prólogo de antología-. Cubo Rubik me suena más natural, pero nadie me ha preguntado realmente sobre mis sentimientos. Si fuera de sangre noble, podrías llamarme el ‘Cubo Mágico Húngaro de Rubik’. Pero no lo soy. Personalmente, prefiero ‘Cubo Mágico’ porque me recuerda a mi infancia, pero mis amigos simplemente me llaman ‘el Cubo’. Y tú también puedes llamarme así."
El rompecabezas de todos nosotros
¿Quién soy?, se pregunta Rubik. Su foja de servicios no hace las cosas fáciles: inventor, profesor, arquitecto, diseñador, escultor, editor, esposo, padre, abuelo, hombre de negocios, escritor. No hay respuesta correcta o todas son correctas. El eje secreto que mantiene unidas cada una de sus caras es el juego. Invocando la figura del filósofo e historiador neerlandés Johan Huizinga, Rubik se reivindica casi antropológicamente como un homo ludens. Un amateur en el sentido más primordial de la palabra que, durante buena parte de su vida, se dedicó a la enseñanza para llevar el pan a la mesa de su casa. Un profesional en ninguna materia.
Ernő Rubik nació el 13 de julio de 1944. Sus padres estaban viviendo momentáneamente en ciudades distintas, de manera que su madre debió arreglárselas por su cuenta para llegar al hospital en medio del fuego cruzado en el sitio de Budapest. Con su familia destruida por la guerra, el bebé en los brazos y una niña tomada de la mano, Magdolna Szántó miró el mundo con una sonrisa. Tenía el don del ánimo. Tocaba el piano, escribía poemas, era una gran conversadora. Ernő Rubik Sr., por el contrario, podía pasarse horas sin decir una palabra. Saboreando el silencio. Rubik padre era un célebre diseñador aeronáutico obsesionado con la construcción del planeador perfecto.
Después del reencuentro de sus padres, la familia se instaló en un departamento sobre el boulevard de Szent István y el pequeño Ernő comenzó a mostrar una facilidad inusual para los rompecabezas. Según cuenta en el libro, pronto llegó a sus manos el milenario tangram chino (siete piezas de diferentes formas y colores que, reunidas sin solaparse, pueden armar figuras geométricas), luego el Juego del 15 y, finalmente, el Pentominó: un acertijo poli-geométrico que inspiró al creador del Tetris. Rubik había encontrado la horma de su zapato.
“Los rompecabezas sacan a relucir cualidades importantes en cada uno de nosotros: concentración, curiosidad, sentido del juego, el afán por descubrir una solución”, dice el húngaro. “Estas son las mismas cualidades que forman la base de toda la creatividad humana. Los rompecabezas no son solo entretenimiento o dispositivos para matar el tiempo. Para nosotros, como para nuestros antepasados, nos ayudan a señalar el camino hacia nuestro potencial creativo. Si tiene curiosidad, encontrará los rompecabezas a su alrededor. Si estás decidido, los resolverás."
En un curioso giro del régimen comunista, la compañía de Rubik padre fue expropiada pero lo mantuvo como empleado. Como el hombre rigurosamente práctico que era, canalizó su frustración construyendo una cabaña familiar a orillas del Lago Balaton. Ernő lo miraba trabajar y, mientras se adentraba en las aguas con su bote, tomaba notas mentales para el futuro. Así, tironeado por la cifra de sus padres, pasó de una primera formación artística a los estudios de arquitectura en la Universidad Tecnológica de Budapest. Esperando las tormentas en su bote de verano, Ernő recibió el rayo de una paradoja: la imagen romántica y estandarizada del artista celebraba el caos como fuente, pero su padre encontraba inspiración en un sistema cristalino como el Lago Balaton. Quién lo diría.
Eureka
Durante toda su vida, Ernő tuvo un sueño recurrente. En rigor, una pesadilla. El hombre llega a una ciudad extraña y se lanza a buscar su hotel. Avanza entre los rostros extraños, por calles que parecen bifurcarse infinitamente. Poco a poco, a medida que desciende la tarde y sube la certeza, entiende que está perdido. La ansiedad sube como la espuma de la cerveza. La situación que debiera ser temporal se transforma en un estado permanente. “Este estado de estar perdido generalmente tiene una causa: no tenemos una vista clara de todo el terreno”, dice Rubik. “En el bosque, los árboles obstruyen nuestra perspectiva. En una ciudad, algunos edificios nos impiden ver adónde debemos ir. En nuestra vida personal, un problema doloroso puede llenar todo nuestro campo de visión, bloqueando la perspectiva y el contexto más amplio. En el caso del Cubo, uno puede sostenerlo en su mano pero no es una visión despejada: no se pueden ver todos los lados a la vez. Como un arquitecto que camina alrededor de un edificio, la perspectiva completa está siempre fuera de alcance."
La invención del Cubo, en ese sentido, es una épica imposible. Como crear un planeta y después lanzarse a explorarlo. En la primavera de 1974, Rubik estaba por cumplir 30 años pero su cuarto era como la habitación de un niño híper-estimulado. Por aquí y allá, colgando de las paredes, sobre la mesa o tirados en el piso, una constelación indescifrable de cuerdas, crayones, lápices, reglas, destornilladores y pegamento. En medio de ese caos, encontró una idea pequeña como si fuera un brote de pasto entre las baldosas: reunir ocho cubos pequeños de tal manera que permanecieran unidos pero también pudieran moverse individualmente. No tenía la menor idea de si sería interesante para alguien más. Por el momento, era interesante para él. Más que suficiente.
Para arrancar, Rubik hizo ocho cubos de madera idénticos, perforó los vértices y los unió con bandas elásticas. Apoyados en sus caras, los cubos se podían mover pero el centro se convertía rápidamente en un nudo y la estructura colapsaba. Reemplazó las banditas por tanza de pescar. No funcionó. Si había una solución, debía ser simple. Agregó un cubo en medio de los pares (en lugar de 2x2x2, cada lado sería un 3x3x3) y la idea de un núcleo secreto. El movimiento fue más fluido y completo, pero aún había problemas. Rubik se abrió paso. No era un diseñador industrial, estaba solo, no sabía exactamente lo que estaba haciendo. Unos días después, las partes ofrecieron una interdependencia mucho más allá de lo imaginado. Era extraño, un poco inquietante. El Cubo sugería cosas que su propio creador no había anticipado.
“Recuerdo el momento en que levanté el objeto final de la mesa y con mucha cautela comencé a girar”, recuerda Rubik. “Funcionó casi por sí solo. Este era el momento que había estado esperando y me las arreglé para disfrutarlo, aunque sea brevemente. Porque entonces me di cuenta, como todos los recién nacidos, que el Cubo estaba desnudo. Sin adornos, toda su información importante permanecía inaccesible. Las superficies visibles de todos los elementos parecían ser idénticas. Si los elementos individuales no fueran reconocibles, habría sido imposible seguir todos los asombrosos movimientos y ver el vasto potencial del Cubo. ¿Cómo podría alguien ver un cambio de orden si todas las partes lucían iguales?”
Rubik pintó cada una de las seis caras de un color diferente (amarillo, azul, rojo, blanco, naranja, verde) y, para sentir el placer de rastrear las relaciones, comenzó a girar el cubo. Solo tenía que memorizar una vuelta. Después otra y otra. A medida que se alejaba del punto de partida, comenzó a recordar ese episodio de En busca del tiempo perdido donde el padre le pide a su hijo que busque un camino de regreso después de un largo y confuso paseo por el bosque. “Y así fue con ese primer Cubo mezclado: me encontré en un paisaje totalmente desconocido. Tuve que resolver todos los problemas que nunca hubieran existido si no hubiera creado el Cubo. (…) Era como si estuviera mirando fijamente un código secreto, que yo mismo había creado pero que no podía penetrar”, dice. Ahí, en el preciso momento en el que Rubik se sintió perdido adentro de su propia criatura como adentro de su sueño, la palabra acudió a su encuentro: eureka.
Volver a hacerlo
Con su hija en brazos, Rubik se acercó a una plaza de Budapest. De pronto, advirtió que su otro recién nacido también estaba dando vueltas por ahí. Desparramado en el suelo como un Oliver Twist socialista, un niño de ocho años jugaba con el Cubo en un rapto de felicidad extática. Más allá, una coqueta madre de unos 30 años se sentó en un banco y abrió su cartera. De pronto, como en un trance de meditación, se perdió en los laberintos del Cubo. Suspendida en la cuerda que separa los edificios del orden y el caos. “No piensas en los aspectos técnicos cuando giras el cubo”, dice Rubik, en su libro. “Solo quieres jugar. Solo quieres dominarlo. Y ahí está, un objeto que ha olvidado su pasado, como quien despierta y no puede recordar su sueño."
Entre 1977 y 1979, el Cubo vendió 300 mil unidades en su país y recibió los premios de la Feria Internacional de Budapest y el Ministerio de Cultura. Mezclado entre delicias húngaras como las salchichas y el vino Tokaji, hizo sus primeros viajes y vendió otros 50 mil más allá de las fronteras. Las empresas majors de juguetes, sin embargo, no lograban interesarse. Era demasiado fácil o demasiado complejo. Aprender el objetivo llevaba menos de un minuto, pero parecía necesaria una vida para resolverlo. El Cubo paseaba sin pena ni gloria por las ferias hasta que, en su extraño camino, se cruzó con un nativo de Transilvania. No era precisamente un vampiro, pero vaya si era un sobreviviente. Después de escapar del holocausto, Tom Meyer se había metido en el negocio de los juguetes y giraba por ahí en busca de la gran oportunidad para sus colmillos. La tuvo.
Hábil para los negocios, Meyer convenció a la empresa Ideal Toy para fabricar el producto a escala planetaria. Pero había un problema: el nombre. Para la industria de los juguetes, Cubo y Mágico eran palabras fatigadas. Necesitaban otra cosa. “Mi nombre funcionó en el Cubo: era corto y nítido, inusual pero no exótico y fácil de pronunciar en muchos idiomas diferentes”, cuenta Rubik. “Sigue siendo reconocible con cualquier acento, no tiene asociaciones con personalidades notorias y no es común. También tiene un lindo ritmo de uno-dos, y hay algo casi onomatopéyico en la b, que sugiere un ritmo y movimiento, y el tono agudo de la k. Ideal Toy me envió una carta de consentimiento y firmé el documento. Incluso cuando entendía la importancia de nombrar como acto (después de todo, ya tenía una hija), en ese momento no aprecié el significado completo."
Viajar, para el ciudadano húngaro, no era una opción. Más allá de algunos diplomáticos, resultaba imposible acceder al pasaporte azul que abría las puertas de la Cortina de Hierro. En enero de 1980, sin embargo, Rubik recibió el suyo. El Cubo no era precisamente tímido. Si estaba dispuesto a conquistar Occidente, tenía que empezar por el corazón: la American International Toy Fair de Nueva York. El papel de Rubik durante ese viaje fue casi secundario. Estaba allí para probar que su acertijo tenía una respuesta. Que podía ser resuelto. Mareado por el viaje y con un inglés de cabotaje, el inventor hizo lo que pudo. Respondió preguntas y luchó contra el Cubo con una sonrisa. El matemático David Singmaster todavía no había desarrollado su notación y, por cierto, aún no habían salido las decenas de libros dedicados a las soluciones del Cubo. Rubik, el inventor, apenas si era un modesto jugador.
La feria de New York encendió un reguero de pólvora. En los primeros tres años, se vendieron 100 millones de cubos en todo el mundo y las fábricas nunca alcanzaron a cubrir la demanda. La criatura llegó a la tapa de Time, puso seis libros a orbitar en los rankings y, en junio de 1982, celebró el primer Campeonato Mundial. Parecía demasiado. La moda habilitó versiones truchas, saturó el mercado y para octubre de ese año provocó aquel obituario del New York Times: “la fiebre ha terminado”. Rubik no paniqueó. Ya había montado su propia fundación y, en el núcleo indivisible de su corazón, conocía la virtud de su hijo. Solo había que esperar el cambio de la marea.
“El Cubo se volvió icónico debido a su funcionalidad contra-fáctica: rompiendo la inmovilidad interna de un sólido estático, hizo posible algo que parecía imposible. Igualmente importante, creó una armonía de la mente, el corazón y las manos en dimensiones aptas para la manipulación: una tarea que requería cognición e involucraba colores que evocan emociones inmediatas. Además es un objeto que, en sí mismo, plantea su propio desafío: un rompecabezas que no necesita manuales de instrucciones ni reglas. En cualquier lugar del mundo, una persona que haya sido bendecido con los sentidos humanos básicos puede agarrarlo y decir: ‘listo, ya entiendo’", escribe el hombre.
La resurrección, entonces, lo encontró en la madurez de sus 12 ó 13 años. Un cambio de distribuidor puso la rueda nuevamente en movimiento y para mediados de los noventa el Cubo ya tenía sus versiones digitales. Los mundiales de speedcubing ajustaban sus reglas y agregaban pruebas imposibles: con los ojos vendados, con una sola mano, con la menor cantidad de movimientos, con los pies. Como una celebridad desconcertante, Ernő Rubik comenzó a llegar a los eventos y a pasearse entre los jóvenes de mirada perpleja: “¿cómo pudo este modesto y poco impresionante caballero húngaro haber creado este objeto milagroso?”
Frente al récord de 4.22 segundos del australiano Feliks Zemdegs, Rubik no tiene nada que hacer. “Me tomó un mes completo hacerlo por primera vez: volver al punto de partida”, recuerda Rubik, emocionado. “Finalmente, en un momento maravilloso y memorable, todo encajó. Lo miré y todos los colores estaban donde debían estar. ¡Qué sensación tan fascinante! La mezcla de una gran sensación de logro y un alivio absoluto. Y la verdadera sensación de curiosidad: ¿cómo sería volver a hacerlo?”
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Esta Nota de Tapa se completa con la columna "Cómo llegué a cubólogo", de Eduardo Abel Giménez.