Desde París

Ayer se inundaron las orillas del Sena. El río se tragó uno de los pocos espacios de aire y libertad que la pandemia había dejado intactos. Alguien escribió: ”El Sena se desborda, incluso el río se quiere liberar”. Ni los barcos navegan porque no pasan debajo de los puentes. La pandemia absorbe territorios. Vivimos en su mundo. El covid-19 funciona como el strip-tease de la realidad. Deja a la vista las cicatrices, el absurdo globalizado de un gobierno mundial sin alma social. Hasta la opulencia está adormecida. En las vidrieras de la lujosa Rue du Faubourg Saint-Honoré, los maniquíes se asemejan a cuerpos inertes en una tumba de cristal. Si alguna vez parecieron solitarios y sin vida, sólo animados por la iluminación, los abalorios, las marcas que exponían y por nuestro deseo de adquirirlas, ahora, a plena luz del día y sin un alma que los contemple, son monigotes tristes de una fiesta sin invitados. El liberalismo tecnoconsumista no podía ofrecer un teatro más cruel de su propia realidad que este interminable corredor parisino de boutiques de hiperlujo donde se agrupan las marcas más caras del planeta. El Faubourg Saint Honoré se ha convertido en un museo repleto de muñecas y muñecos patéticos, vacío de compradores, es decir, de deseo. Perduran los juegos de luces, la decoración ostentosa, el despilfarro de energía, el exhibicionismo del poder, la ficción del buen gusto, el hipnotismo de la marca y la tentación permanente. Ya no se puede ni pasear mirando vidrieras, ni comprar una cartera por 1500 euros, un par de zapatos por 900 o un vestido por 2500. Allí están, repetitivos, inexpresivos y huecos, con los ojos entumecidos en una mirada sin destino y sin nadie que les preste atención. Un sólo maniquí lleva puesto el valor de lo que un trabajador suele ganar en un año. En una sola vidriera se acumulan muchos más salarios. Dior, Prada, Yves Saint-Laurent, Rolex, Louis Vuitton, Hermés, Givenchy, Gucci, Cartier, las ilustres marcas de alta costura, joyería o marroquinería han colonizado desde hace mucho el tramo que va de la esquina del Faubourg Saint-Honoré y la Avenue Marigny hasta la Rue Royale. Luego, el Faubourg cambia de nombre y se convierte en Rue Saint-Honoré. El lujo continúa, pero es más chillón, con menos marcas de gama mundial. En el centro de toda esa ostentación se encuentra, en el Faubourg Saint-Honoré, el palacio presidencial del Elíseo. La sede de los símbolos de la República y la democracia donde se anida la trilogía francesa: Igualdad, Fraternidad, Libertad, la cual cohabita en el mismo espacio con los artificios del dinero. En estos días de reconfinamiento y de democracias clausuradas, bajo toque de queda, en estado de urgencia sanitario, no emana de ese paisaje distintivo más que una sensación apabullante de abandono, de futilidad lujuriosa, de soledad profunda.

¿Cuánta consciencia o inconsciencia surgirá de esta tercera extensión humana del siglo XXI? Las dos anteriores no produjeron nada. Los ladrones y espías salieron impunes de la primera de ambas. La primera fue la crisis bancaria de 2008: global, destructora. Todo siguió igual. Los cleptómanos traficantes identificados prosiguieron libres su especulación devastadora. La segunda cayó en 2013, cuando el exagente de la CIA Edward Snowden reveló el pavoroso espionaje del que los seres humanos eran objeto por parte de los servicios de inteligencia norteamericanos y las empresas de internet. Lo mismo:c ontinuamos entregando nuestros secretos, nuestros desplazamientos, nuestros consumos y nuestras ideas al tecnoamo sin reaccionar. Sacrificamos nuestra libertad en el monolito de las tentaciones tecnológicas. Pocos se interesaron en cambiar sus hábitos, en aprender y levantar cortafuegos entre nosotros y el espía traidor que nos acechaba. Tres extinciones sucesivas: la especulación financiera, la extinción de las libertades, la extinción sanitaria. Tal vez esta, porque concierne a cada ser humano, nos adentre en el secreto perspicaz de aquel poema del escritor y predicador inglés John Done (1572-1631) que el norteamericano Ernst Hemingway utilizó en el título de una de sus mejores novelas, Por quién doblan las campanas: ”Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”. El virus nos acecha a todos, sin distinción.

En París estamos cautivos desde las seis de la tarde. París corre hacia sus refugios. Faltan 15 minutos para ingresar en el territorio restrictivo de la pandemia y la ciudad se apura para alcanzar a comprar la sal olvidada, un paquete de pastas, aceite o pan. Hay colas enormes en las panaderías. Nunca antes comprar una baguette se pareció a esos días donde el público hace largas colas en las puertas de los cines cuando se estrena una de esas mediocres y disciplinantes producciones de Hollywood. La baguette es la heroína crocante de nuestros días, el emblema puro de la sobriedad. ”Si regreso sin la baguette me siento desamparada”, comenta con picardía una señora en la cola de la panadería. En el mercado intangible de lo simbólico, esa obra maestra de la cultura culinaria francesa se cotiza más que un pañuelo de Dior o una cartera de Prada. Los maniquíes de la Rue du Faubourg Saint Honoré nunca sabrán lo que se pierden. ¿Qué vale un reloj de oro o unos zapatos de Yves Saint-Laurent comparados con el crujiente sabor de una baguette cuando no nos queda otra opción que permanecer en casa y disfrutar de lo que la vida nos ofrece? Por una vez, la modesta sobriedad del pan se impone a lo superfluo y al lujo. Pobres maniquíes, tan fastuosos y tan solos, sin baguettes ni compradores. Con el correr de los meses nos fuimos quedando cada vez más estrechos. El virus nos robó en París todo un territorio de enlaces y sociabilidad. Restaurants y cafés están cerrados desde hace meses. Aunque repartidos por toda la ciudad, los cafés eran un continente en sí mismos. Nos hemos quedados de pie, sin lugar para hacer un alto. Ya volverán porque la vida siempre se restaura. Pronto vendrá la primavera. El ciclo de la vida se cumple con una puntualidad de panadero. Allí está, para probarlo, el Sena indomable, invadiendo las orillas, tapando los bancos, los árboles y tachos de basura, arañando con sus olas marrones los muelles de la ciudad. Es la fuerza del río y de la vida. Lo que nos ha quitado hoy lo devolverá mañana. Ni el virus, ni el liberalismo antropófago podrán con la fuerza colectiva, tampoco con el Sena y menos aún con la baguette.

 

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