En líneas generales, una persona puede tener varias motivaciones para realizar un viaje o desplazamiento geográfico, sea en términos negativos como positivos: avanzar a posiciones más ventajosas; la exploración, búsqueda y retorno con “equis” –algo o alguien– al lugar de origen; la ida –o huida, o abandono– ante un peligro, crisis o situación desagradable; ¿y el mero “afán de aventuras”, de acercarse, e incluso de adentrarse, a lo que se desconoce? El viaje, en suma, se realiza, y abona y promueve toda clase de posibilidades literarias y narrativas, desde la Antigüedad hasta hoy, y es esa clase de experiencia la que anima Odille, novela breve de Alejandro Galay, que ha sido publicada por la cordobesa Alción Editora.

De modo original, sin linealidad ni cristalización alguna en los lugares comunes del género o subgénero, Odille se presenta como una acumulación fragmentaria del tipo “libreta de apuntes en viaje”, donde conviven las experiencias de una protagonista que se interna e instala en las (casi) cerradas comunidades rurales de las llanuras pampeanas, con la lectura y el estudio de libros: “Pasan los días, las semanas. Leo la correspondencia entre Emerson y Thoreau. Estudio, escribo, trabajo. Medito”. Hay recuerdos y nostalgias. Hay cierto ascetismo y aislamiento, escuchas de explicaciones, paseos y tareas manuales. Por ende, aprendizajes, tal como se lee en la clave que se ofrece desde el comienzo, con el epígrafe del célebre poeta japonés de haikus del siglo XVII Matsuo Basho: “Aprended del viaje”.

“Vine con el objetivo de disminuir mis apetitos; o bien, a neutralizarlos”, dice la protagonista. Y se lee, entre la cotidianeidad, lo imaginativo y hasta lo filosófico: “Me depilo poco. Igual estoy limpia, quisiera creer que sí. No tengo sexo. Soy pura plasticidad. Me imagino caminando por arriba de las copas de los árboles”. “En la isla que nos resguarda de todo el peso del mundo, cae sobre la noche una lluvia eléctrica que no es más que un alivio del cielo”. “En este campamento me siento a veces –por las noches– una extraña huésped, y, además, alguien que, sin embargo, recibe más de lo que da en un intercambio in-equivalente”.

En el periplo, aparecen tres “moradas”: la menonita Colonia La Nueva Esperanza, luego Villarino, en Médanos (“La playa de los dientes de ajo y la cebolla”), y finalmente la Colonia Santa Trinidad, en Coronel Suárez. Y un temor, ante el aislamiento y la falta de recursos en la ruralidad: “Lo que me aterra de esta parada es la falta de un hospital cercano, la posible irrupción de una urgencia, una fatalidad, o la pesadilla de morir arriba de un buggy que no llega a tiempo a la atención. Me veo infartada arriba de un caballo”. “Esto es la Argentina profunda” afirma la protagonista, “sus santos, sus pastos, la vida calma de la paz, el trabajo productivo, el cielo bajo, las aves de paso”.

Así, entre la cultura y el cultivo, se suceden de los trabajos y los días en el campo: “Jacobo me enseña carpintería. Recorremos el boscaje, lo veo talar, después lo talo yo. Ana se sorprende de ver a una mujer con un hacha. En verdad, todos se sorprenden de verme aquí. Me llaman ‘la filósofa’. No puedo parar de reírme”. Y sin embargo, además de lo percibido, de la observación y la reflexión en torno a cada una de las comunidades visitadas, de darle nombre a las cosas, y los planes de continuación, reaparecen –“casual”, brevemente, como destellos inesperados, y de manera difusa– otros nombres, situaciones ¿un accidente?, que han querido ser olvidados: “Julieta mutilada me invade la mente. Salto de la cama con un grito”. Es el viaje, entonces, como alejamiento o abandono de algo o alguien (“Estoy pero no estoy. Algún día partiré. Vine en busca de olvido”); y el siempre inevitable retorno de lo reprimido, que surge durante la lectura de Odille como una intermitente intriga.

El cambio de ambiente, el paso de lo urbano a lo rural, de lo colectivo a lo individual –o a la integración-adaptación, así sea parcial, de otra colectividad, desconocida– abre paso a toda clase de reflexiones: “Lo peor del exilio es dejar los libros en la casa de origen. Ellos recuerdan que hay un arché. Un lugar adonde volver”. “Seguir adelante y tomar un camino supone abandonar tantos otros. Descarto planes. Avanzo con desvíos. Escucho sin miedo el canto de las sirenas”. Y hay, también, espacio para lo que ya se conoce, en un racconto que juega/apuesta al parafraseo: “Beduinos, vikingos, gauchos, cuáqueros, menonitas, volguenses; troyanos y aqueos, judíos y gentiles, griegos y bárbaros, patricios y plebeyos, cristianos y paganos. Hilos de la sangre, pedazos de historia”.

Entre el pasado y el presente, hay emotividad y melancolía (“En Buenos Aires, nadie me espera. Algunos tal vez me extrañen, aunque sea un poco”), y reflexividad: “¿Qué queda después de tanto viaje? Una herida abierta, un nueva memoria”. Odille, como personaje, vive “racionalmente” en lo diurno para encontrarse con el “río revuelto” del inconsciente en lo nocturno: “Vuelven las pesadillas por las noches en medio de un sueño profundo de difícil de despertar: leones y becerros, lobos y corderos, representaciones de mataderos, mares contaminados. El estruendo”. No hay nunca ni nadie más, sino un “vacío lleno” (de fantasmas), e incertidumbres. Imposible, por lo tanto, pensar en nada.

Viaje sin prólogo ni epílogo, Odille es el tercer libro de Alejandro Galay, de “prosa sostenida, tersa, rítmicamente delicada”, tal como escribió Mariano Dupont en el texto de contratapa. Una literatura que huye de cualquier moda, producida, como se puede apreciar, con una hábil articulación, gracias a un background que emplea una buena cantidad de autores y referencias, en una combinatoria por momentos “minimalista”, entre lo sensual, lo manual y lo intelectual; una mirada activa que se dirige a las cosas y a los seres.

Odille le sucede al volumen de cuentos Pánico de trinchera (2016), y a la novela La manzana de las luces (2017). Allí, se configura una dimensión donde, como se propone en la misma novela, “suena la música del azar, la cítara de la musa, la melodía de los caminos misteriosos”.