Carlos Menem falleció a los 90 años, hacía muchos que parecía otro. Apagado el brillo en la mirada, acallado el ingenio socarrón, ausentes las dotes de seductor. Vaya si las tuvo en vida como personaje y como dirigente. Ganador serial de elecciones, dotes que autoelogiaba a su manera, sin ambages.

En 1988 pintaba para perder la interna peronista contra el entonces gobernador bonaerense Antonio Cafiero. Triunfó, con muñeca, carisma notable. Construyó el apoyo de la base justicialista y de una cohorte de dirigentes sindicales. Tras esa primaria abierta masiva y formidable cerró la canilla de la participación en el PJ. Todo ese periplo lo describe bien.

Por momentos parecía un gato con siete vidas. En 1991 su gobierno trastabillaba presa de la hiperinflación, los escándalos que empezaban a caracterizarlo. Llegó la Convertibilidad, cambió la historia.

Leyó el escenario que le tocó a su modo: feroz y perspicaz. Caía el Muro de Berlín, el neoconservadorismo se enseñoreaba con líderes como Ronald Reagan y Margaret Thatcher.

Las privatizaciones se pusieron en boga en nuestra región. Las llevó al extremo, irresponsablemente, sin tomar recaudos aplicados en países hermanos y vecinos. Sin anestesia, sin airbags, sin preservar resortes básicos de soberanía. La entrega de YPF a precio vil no tuvo parangón en Brasil. Chile no privatizó el cobre. La movida se consumó en el Congreso con un trámite espurio. Lo coronaron los diputados cantando la Marcha peronista, uno de las escenas más esquizofrénicas y vergonzosas del justicialismo en democracia.

Privatizó sin contrapartidas, flexibilizó derechos de los trabajadores (conquistas de décadas), despidió empleados públicos masivamente con el edulcorante de los retiros voluntarios. Ramal que para, ramal que cierra... amenazaba y cumplía. Reenviamos a la nota de Luis Bruschtein que lo reseña muy bien.

La estabilidad económica, haber frenado de un saque la hiperinflación, le valió larga popularidad. La híper agobia a la gente común, la paz económica fue popular. La Convertibilidad, un logro al inicio, se iba transformando en suicidio en goteo, consentido por mayorías.

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Se subraya poco aunque es central: consiguió ser el primer presidente que incumplió el contrato electoral y fue revalidado por el pueblo en el cuarto oscuro. Otros pagaron caro las defecciones. Menem fue reelecto en 1995. Años antes se había impuesto a Cafiero y luego al candidato radical Eduardo Angeloz revoleando el poncho, sobreactuando la semejanza con Facundo Quiroga. Promesas de revolución productiva, salariazo. Hasta compadradas exaltando a Muamar Kaddafi y prometiendo recuperaciones ilusorias de las islas Malvinas.

Pactó la Reforma de la Constitución en 1994 con el ex presidente Raúl Alfonsín. De nuevo: ese acuerdo se convalidó en el cuarto oscuro; los reformista se impusieron en la votación para Constituyentes.

El ex presidente Eduardo Duhalde --que frenó su intento re-re eleccionista en 1999-- debió inventar el mecanismo de los “neolemas” para trabar una interna pejotista en 2003. Menem podía haber prevalecido.

La jugada resultó beneficiosa para los argentinos: puso fin a su ciclo más exitoso, valió para la llegada de Néstor Kirchner a la presidencia. Menem odió a Kirchner desde entonces, el santacruceño supo convertirse en su contracara.

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En julio de 1974 lo eligieron para hablar en el sepelio de Juan Domingo Perón en nombre de los gobernadores. Tuteó al tres veces presidente. Conmovió, era joven, federal hasta el tuétano. Preso durante la dictadura, en 1983 lo conocían en todo el país.

Adujo su cárcel como justificante para los indultos sucesivos que decretó en 1990. Completó con un ukase unipersonal la impunidad abierta por las leyes de Punto Final y Obediencia Debida del alfonsinismo. Se atribuyó una calidad que no tenía, creyó haber puesto una bisagra en la historia. La lucha de los organismos de derechos humanos impidió su designio del que se jactaba, hablando como si hubiera sido la principal víctima del terrorismo de Estado.

No le tembló la mano cuando enfrentó insubordinaciones armadas de militares. Comidió al general Martín Balsa, le dio instrucciones y empoderó para que usara la fuerza. Derrotó a los rebeldes, con derramamiento de sangre. Sabía ser impiadoso cuando se ponía en jaque a su poder. En esa ocasión fue para bien.

Al mismo tiempo ahogó presupuestariamente a las Fuerzas Armadas mientras los llenaba de loas y concedía impunidad a los represores.

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Conjugaba mal los verbos, chanteaba con las cifras, mentía datos por doquier, se solazaba repitiendo mantras. A no engañarse: era un orador querible para muchedumbres.

En el mano a mano costaba sustraerse a sus recursos de dirigente territorial: memoria para recordar nombres, lazos familiares, banderas futbolísticas, palmadas, abrazos, guiñadas de ojo.

Captó al vuelo los cambios comunicacionales noventistas. La primera privatización que cometió fue la de los canales de TV. El periodista Bernardo Neustadt lo endiosaba. Héctor Magnetto prometía “hacer periodismo” con el casi regalado canal 13.

Posmoderno a menudo, se manejaba a gusto en la tele y en la radio. El sociólogo Oscar Landi lo captó de inmediato. Explicaba que Alfonsín, un orador fino y buen comunicador, usaba la radio y la tele como un altavoz. Menem, en cambio, capitalizaba otros formatos. Era uno más en la tele; bailando en Grandes valores del tango o con una odalisca. O sentándose en la silla de Neustadt para conducir Tiempo Nuevo.

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Ningún gobierno democrático es pura negatividad, menos uno tan prolongado. Menem comprendió que el asesinato del soldado Omar Carrasco tenía que suscitar una respuesta institucional: suspendió el servicio militar obligatorio.

En sus mandatos comenzaron a reconocerse indemnizaciones a víctimas del terrorismo de Estado. Por ahí pensaba compensar los indultos de ese modo, en cualquier caso constituyó un avance que se fue consolidando.

Opinamos que otro avance, modernizador en buen sentido, fue la instalación de la ciudadanía fiscal. Nuevas reglas, controles, el CUIT, criterios de facturación. Ligada a políticas económicas cuestionables pero base para la gobernabilidad futura.

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Las privatizaciones en gran escala quedaban prohijadas por la ley de Reforma del Estado que pactó Alfonsín a cambio de la entrega anticipada del poder. Cifras siderales en danza, llovían denuncias de corrupción que en los primeros años le hacían poca mella.

Como blindaje para problemas futuros, se armó el esquema de la Justicia Federal. Jueces amigos, usualmente jugadores de primera “B”, ungidos con facultades para actuar también de fiscales. Incubó el serpentario de Comodoro Py. Unos cuantos moradores viven y colean. Uno de tantos legados que duelen y dañan.

Remitimos a la labor periodística del colega Raúl Kollmann para repasar el modo en que se “investigaron” los atentados a la AMIA y a la embajada de Israel. Falsos testigos, sobornos filmados amañados con jueces y fiscales.

Uno de los ministros más inteligentes de Menem (que supo congregar cuadros brillantes mezclados con una fauna impresentable y más querida por él) explicaba las primeras acciones. “Hay que hacer como en Estados Unidos cuando se produce un crimen que sacude a la opinión pública. Entregar un falso culpable a la gente y a los medios para que se calmen. Y después, investigar a fondo”. La administración menemista copió la primera parte del ejemplo. La otra, todavía se debe. Para siempre, seguramente.

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Lo describían como un vago porque jugaba al golf, al futbol o hasta al básquet. A no confundirse: era tacaño con su poder que ejercía al mango. Se permitía delegar lo que consideraba no esencial. Inventó dirigentes de la nada: Carlos Reutemann, Daniel Scioli, Ramón Ortega.

Sus gestiones dejaron pendientes de dilucidación variados episodios de violencia. Entre los más desaprensivos y bárbaros: la voladura de Río Tercero consumada para ocultar pruebas de delitos económicos. Un encubrimiento peor que el crimen original, colmo de brutalidad.

El legado neoconservador y los indultos son su marca histórica más nítida y peor. Los ex presidentes Fernando de la Rúa y Mauricio Macri prolongaron las líneas maestras de la economía, en coyunturas diferentes. Hombres de menor inteligencia que Menem, menos resilientes, no consiguieron ser revalidados en las urnas.

Va un ejemplo entre tantos de la vigente lesividad de sus acciones. La transferencia de funciones sociales de Nación a las provincias, para complacer a los organismos internacionales de crédito. Desguace sin transferir recursos económicos. Menem desfinanció y tupacamarizó el sistema educativo y el de salud. En situación de pandemia los daños se perpetúan y potencian.

Cuesta elaborar una síntesis, confesamos. 

Hoy en día, corresponde pensar también en los condicionantes de cada época. En la popularidad innegable del protagonista. En la entrega prolija del poder que realizó en 1999. Más allá de señalar diferencias irrenunciables, valorar los homenajes institucionales al presidente que gobernó diez años y medio seguidos, un record. Saludar respetuosamente a su familia y compañeros en la despedida.

Todo sin abandonar las antípodas ideológicas del neoconservadorismo y de la impunidad a los represores, seguramente el saldo más crudo y descriptivo del presidente que se fue.

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