“No hay mayor homenaje que uno pueda hacerse a sí mismo que luchar por una causa justa”, escribió hace años Carlos Slepoy. Ese fue, en rigor, su patrón de conducta: su vida estuvo enhebrada por la defensa de causas justas, causas que parecían imposibles.

Carli combinaba una voz grave con una elocuencia y rigurosidad difícil de encontrar. Hijo de una familia de comerciantes de origen radical, el ingreso a la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires (UBA) en plena dictadura de Onganía lo llevó a la militancia. Un compromiso que le costó casi dos años de cárcel a partir del 11 de marzo de 1976. Quizás, apenas dos semanas lo salvaron de desaparecer. Exiliado en España, validó su título y trabajó como abogado laboralista. En el ’81, el tiro por la espalda de un guardia civil le partió una vértebra y le lesionó la médula. Había increpado al policía franquista que maltrataba a unos chicos en una desolada plaza de Madrid. Contra todos los pronósticos volvió a caminar sobreponiéndose a dolores que lo atormentaron para siempre.

Como combustible de esa voluntad arrolladora, recordaba siempre que estando preso, encontró en un diario un fragmento de una entrevista a Bertolt Brecht:

--¿Usted siempre escribe porque tiene ganas?

--Muchas veces escribo porque tengo ganas y muchas otras para darme ganas –respondió el escritor alemán.

“Darse ganas”, sería la clave para alimentar la esperanza, las ganas de vivir.

Integró distintos grupos de denuncia sobre el Terrorismo de Estado en la Argentina pero fue la segunda tanda de indultos de Carlos Menem, en diciembre del ’90, lo que reactivó la participación, la militancia.  Seis años después, al cumplirse los veinte años del último golpe militar, la masividad de las manifestaciones en Buenos Aires conmovieron a un joven fiscal español, Carlos Castresana, y ahí la historia dio un giro inesperado, impensado. Mutilada la justicia en la Argentina por las leyes de impunidad y los indultos, Castresana presentó una denuncia por genocidio contra los dictadores argentinos y chilenos que recayó en el juzgado de Baltasar Garzón.

Slepoy se transformó en uno de los motores de ese juicio. Su alegato ante la Audiencia Nacional que hizo lugar a la jurisdicción española para reclamar a Augusto Pinochet, detenido en Londres, afianzó las bases de la incipiente justicia universal.

“El mandato del legislador internacional no solamente es el de sancionar a los genocidas, sino prevenir que no existan. Y si la resolución es como la que creemos que va a ser, como la que deseamos que sea, como la que tiene que ser, entonces los grandes violadores de los derechos humanos, los grandes asesinos de la humanidad, habrán recibido un golpe histórico y ya no será posible pensar solamente en el castigo de ellos, sino en la prevención del genocidio, El futuro va a ser contagioso. Que los genocidas se sientan acorralados, que la humanidad quede liberada de ese flagelo cada vez más, que se respire mejor en el mundo” –concluyó Slepoy y la sala estalló en una ovación. Una herejía en la solemnidad de ese ámbito de togas. Un anticipo de ese fallo favorable abrió caminos que contribuyeron a la anulación de las leyes y la reapertura de los juicios en la Argentina.

Ese hito lo llevó a batallar contra los genocidios también en Guatemala y en la propia España. Siempre caminando por el desfiladero del Derecho encontró el sendero para derribar la impunidad de España con sus propios crímenes. Logró que en la Argentina avanzara la causa por los crímenes del franquismo, más de diecisiete oficiales ya fueron imputados y Madrid resiste su extradición. Carli no se daba por vencido.

Se fue un gran tipo, un hombre cabal que seguirá repitiendo con Margaret Mead: “Nunca duden de que un grupo determinado de personas puede cambiar el mundo…; porque siempre ha sido así.”