Claudia Rodríguez pasea, a quien quiera leerla, por unas fantasías tan reales como la cordillera. Por una brutalidad que parece pesadilla, pero es la pura calle. La ronda nocturna bajo la lluvia, los palos de la policía, el frío, los cuerpos que ceden a las enfermedades, las amigas que ha perdido por causas evitables, la larga cola para ser atendida en un hospital. La sordidez de los secretos de alcoba de los hombres que golpean a las travestis porque, como asegura, odian a las mujeres, aparece en sus poemas junto a chispas de humor negro: dolores de espalda, papelones con el quiropráctico, huesos que trinan, chistes sobre su madre y su hermana que le aconsejan cómo evitar destilar malos olores en el consultorio del doctor. Recordando entre versos y con ayuda de la memoria de las amigas, aparecen antiguos clientes, la infancia en la perisferia de Santiago, el calvario de alguna protagonista de telenovela de la tarde y se va reconstruyendo con su relato una parte de la historia de Chile que falta, la de su comunidad.

HORRORGRAFÍA

La palabra de Claudia Rodríguez, referente de la cultura travesti y trans desde Chile al más allá, repone una voz propia forjada en territorio de guerra: habla por las muchas que han caído. No le hace honores a la ortografía, ni consultas a la RAE, y si no se deja retocar es porque ve en la tilde que falta y en el emparche gramatical un gesto político. El error es prueba del horror, marca de una segregación, una deuda. 

“Mis libros tienen esa falla que yo creo súper auténtica. Hemos sido excluidas del sistema educacional y por lo tanto no sabemos cómo hacerlo. Cuando yo entré a una organización a militar no sabía ni hablar, empezaba hablando de una cosa y terminaba hablando de otra, era ininteligible. Entonces esa característica nos identificaba como marginales, al dirigirnos al público, siempre fallábamos...”, le cuenta a este suplemento la activista por los derechos de las personas con VIH, performer, pedagoga, a quien es fácil cruzarse en alguna marcha en Santiago vestida de Marilyn Monroe, de Pamela Anderson o de monja con una pancarta que pide “No más inquisición”.

EL DINERO NO ES TODO PERO...

De qué vive, por qué le va mejor con los fanzines, qué porcentaje obtiene de la venta de un ejemplar y qué significa eso en sus cuentas de todos los días: mientras conversa sobre sus heroínas y su historia, Claudia Rodríguez se mete en un asunto que no aparece con frecuencia en la charla con una artista, el dinero. Pero también se refiere a algo más estructural: a quién se le permite el privilegio de vivir de lo que crea o de dejar por escrito sus experiencias de vida. “Un problema que siempre he tenido es el de la publicación de mis libros. Incluso dentro de la misma organización nos decían: te hace falta aprender más para dirigir. Entonces esa característica de la comunidad no encaja en este modelo neoliberal ni el de la industria literaria”.

“Hace tiempo que llevo promocionando mis escrituras y todavía no son recogidas fácilmente por la academia, permanezco marginal. Se leen los textos por los estudiantes, por la misma comunidad de diversidad, pero es un tema, el dinero es un tema, siempre es un tema. Hay por supuesto un asunto de clase ahí, siempre quienes escriben tienen el privilegio de haber estudiado. Yo hice Trabajo Social y al mismo tiempo mientras estudiaba empecé a escribir estas cosas porque me di cuenta de todo lo que significa el hecho de que yo estuviera en la universidad”.

¿Y cómo fue tu experiencia ahí?

-A pesar de que era una universidad “diversa”, con una propuesta integradora más bien de izquierda, en la práctica los discursos eran del patriarcado: hegemónicos, heterosexuales. Había algún compañero, muy revolucionario, que se enamoraba de mí. Y parecía que estaba todo bien pero de pronto me decía “no puedo estar contigo porque no eres mujer ni puedes tener mis hijos”. Todo eso me permitió escribir lo que escribí, esas percepciones y experiencias que tuve, y las escribí sin fijarme mucho en la forma. Fueron como vómitos, cosas que me pasaban y las registraba mientras estaba participando en un taller. Entonces conseguimos que una editorial publicara todo este grupo de gente del tallere, joven, desconocida, sin apellido, sin conexión en redes ni nada.

¿Cómo te llevás hoy por hoy con el campo de editorial chileno?

-Siempre ha existido ese problema de no encajar, que es también eso que decíamos de no encertar en dónde poner la coma, en dónde las palabras llevan acento, que hay una forma de redactar que una no asimila. Entonces está la autogestión para que una pueda publicar e incluso ir a lugares para mostrar lo que hace. He hecho amigos y amigas. Muchos me invitan a lecturas. Eso me ha permitido viajar, recorrer Chile. Mis redes son las compañeras trans, muchas argentinas, la Susy Shock, la Camila Sosa Villada, la Marlene Wayar. Todo ha sido por la autogestión, under. He tenido alguna conversación con alguien de una editorial grande. No ha sido en muy buenos términos porque lo que me han ofrecido ha sido muy poco. Yo tenía que ceder por tres años los derechos. Y la verdad es que cuando yo vendo un libro como no tengo intermediarios es el 100% para mí. Hago impresiones de mis libros. Me es más rentable fotocopiarme que pactar con una gran editorial. Es un trabajo súper artesanal.

¿Para quién escribís?

-Yo participaba de diferentes organizaciones LGBTI, históricas de Chile, desde hace más de 20 años. Todas dirigidas por hombres, que tenían títulos universitarios y diferentes privilegios. Y en la organización cuando yo quería hacer algo me decían: no, no estás preparada, tú no. Luego fui adquiriendo herramientas, formándome en el feminismo y ahí me di cuenta de la importancia de la propia voz y además de la biografía como herramienta política. Pensé entonces: me voy de la organización y hago un activismo más autónomo, sobre todo a través de la escritura. Empecé a escribir esos relatos, esas conversaciones con las compañeras. Hablar de la juntada en la calle es una forma de activismo. Siempre tengo la esperanza de que me lean mis compañeras trans, y que eso las anime a ellas a escribir. Debemos escribir nuestras historias, porque tenemos que ver con la historia del país. Y esa parte de la historia no se ha contado.

¿Y qué devoluciones has tenido de parte de ellas?

-Me han dicho que no saben cómo escribir lo que les pasa y qué cuando me leen se sienten interpretadas.

¿Qué quiere decir esa frase tuya bastante conocida que dice "las travestis somos las muñecas para los hombres que odian a las mujeres"?

-A veces nos sentimos como de plástico, que los clientes quieren sacarnos los brazos, que nos asfixian, apuñalan. Es cómo los niños tratan a las muñecas, le sacan los brazos, la cabeza y después de un tiempo la vuelven a encontrar. Y por otra parte es algo todvía más literal, una verdad que duele: que existen hombres que odian a las mujeres. Tienen un enorme odio. No lo experiorizan, pero lo expresan en el trabajo sexual al que nosotras estamos expuestas. Tiene cosas muy amargas ese poema y tiene esa mirada solidaria con las mujeres, con mi madre, con mi hermana, con todas las mujeres que han sido parte de mi vida.

Siempre mencionás que una de tus grandes ídolas es Marilyn Monroe. ¿Usás el pelo rubio en homenaje?

-¡Un poco sí! Ahora estoy participando de un coloquio antirracista y soy la única rubia, somos más de 30 activistas de Latinoamérica y yo soy la única teñida. Da para pensar… Desde muy pequeña me gustó la Marilyn. Con el tiempo fui leyendo su biografía. Era muy pobre, su mamá tenía problemas psiquiátricos entonces muchas veces se quedaba sola y ha ingresado en orfanatos. La única forma de salir de esa soledad y esa pobreza fue basándose solamente en su cuerpo. Cuando empezó hacer películas para Hollywood ella tuvo la oportunidad de hablar. Por ejemplo, se publicó que ella había sufrido en su infancia y adolescencia violaciones de las familias que la adoptaban. Cuando ella quiso ser una actriz real se puso a estudiar. Profundizó en métodos de actuación pero tuvo la mala suerte de encontrarse con psiquiatras que le abrieron heridas que ya no sabía cómo cerrar. Me hace repensar la idea de que la belleza y la felicidad van juntas: evidentemente es mentira.

¿Qué lugar tiene hoy el resentimiento en tus textos?

-Suelo decir que soy resentida porque mi infancia fue robada. Nunca tuve posibilidades de estudiar inglés, piano, canto, bailes, cosas que me fascinaban. Si hubiese tenido el apoyo, hoy sería tal vez filósofa y estaría hablando de otras cosas. Fui buscando formas de decir verdades. Pero eso te pasa la cuenta porque te vas exigiendo a ti misma ser todo el tiempo grave, todo el tiempo la furia te llega al cuerpo. Cuando estaba estudiando Trabajo Social tuve un accidente en auto. Casi pierdo la pierna, tuve una luxación de cadera, estuve postrada tres meses. Necesité ayuda porque no podía ni lavarme ni limpiarme. En la universidad yo había sido la única travesti en ese momento, 2008. Me creía dueña de la verdad, me sentía el centro del mundo.

¿Y eso cambió con el accidente?

-Es que ahí me di cuenta: todos, todas, necesitamos ayuda de otros. Me encontré en un momento en mi cama rodeada de gente, de amigos y amigas que tenían HIV, compañeras que habían sufrido abortos, compañeros que habían sido echados de sus casas. Estaba a punto de perder la pierna, entonces ahí dejó de funcionar el discurso de que por ser travesti me las sabía todas y sobrevivía a todo. Mentira. Ese discurso es una estupidez infantil. Empecé a pensar en otras cosas. Porque definitivamente quería vivir. Ahí surgió la preocupación por el cuerpo, la salud, empezar a hacer otras cosas que pudieran ayudar a la comunidad definitivamente. Empecé a escribir de otra manera, conectarme con la solidaridad, la ternura, el futuro.