Comencé a coquetear con la idea de practicar boxeo hace muchos años, casi al mismo tiempo que empecé a deshacerme de las inseguridades que me impedían comprarme ropa de chico y explorar alguna masculinidad más o menos deconstruida, más o menos reprimida. Recuerdo el primer día que me animé a entrar a una casa de ropa alejada del centro y pedí una malla y una remera de chico. Recuerdo salir vestida sintiendo que me comía el mundo. Cada paso en la construcción de mi identidad como lesbiana butch, fue producto de una incomodidad, una intuición, un deseo y una búsqueda un tanto caótica de esa sensación de plenitud, que emerge cuando une se siente cómode en su cuerpo. Así llegué a Oasis box, buscando perfilar unos tubos en los brazos y ensanchar un poco la espalda, pero sin inflarme como los cuerpos anabólicos. Yo quería músculo, sudor, aprender a saltar la soga y por qué no, aprender a dar unos buenos golpes por si a algún gil se le ocurría volver a agitarme en la calle o en el colectivo.

Oasis es un gimnasio de boxeo cerca de mi casa que prepara boxeadorxs profesionales y alberga también a mortales como yo, que desean aprender a boxear. Lo llevan 5 hermanes: Fer, Carlos, Belén, Miky y Manu. El día que me decidí a entrar estaba más nerviosa que en mi primer día de escuela. Por la cabeza se me pasaron como en un flash, todas las veces que me sentí tan incómoda ejercitándome cerca de gente heterosexual que no paraba de hacer comentarios insidiosos de mi cuerpo, las clases de gimnasia en el colegio deseando correr y teniendo que hacer “coreos pop” con las chicas. La palabra machona resonando una y otra vez como amenaza, el miedo de tener que aclarar que no era un chico sino una chica, o bueno, no sé, otra cosa. El miedo de tener que hablar de eso cuando sólo quería pegarle a la bolsa y saltar.

Una gringa en el ring

Mientras me inscribía me preguntaron mi nombre, que suele ser un poco complicado de pronunciar, reafirmando cierta identidad femenina un tanto extraña y sin mediar pregunta alguna me apodaron “la gringa”, y eso fue todo. Desde ese día en mi oasis de testosterona y transpiración, no hizo falta más que vendas, guantes y a la bolsa, como suele decir Fer cuando prende el reloj.

El gimnasio tiene un ring con un techo de chapas verdes y un patio abierto con un árbol de mango que ocupa casi todo el centro del espacio, y que disfrutaba ver cuando hacía abdominales. Entrenando ahí descubrí raperos que nunca había escuchado, me puse al día con el reggaetón y la discografía de Los Redondos, y experimenté la extraña sensación de dar golpes mientras lloriqueaba con un bolero de Luis Miguel o algún clásico ochentoso.

No voy a mentir y decir que un gimnasio de boxeo es la panacea de la deconstrucción, alguna que otra piba alguna vez se negó a reconocer que yo era una chica y volvió incómodo mi entrenamiento, algún que otro pibe se pasó de la raya vociferando -quizás con más deseo que otra cosa- que algún otro pibe era un maricón. De cualquier manera les entrenadores nunca se prendieron en ninguna de esas giladas y la mayoría del tiempo todes estábamos demasiado desesperades por algo de oxígeno como para seguirla. Sí discutí mucho de polìtica con gente que no pensaba como yo, compartí anécdotas, opiniones, me reí de bromas hacia mí y hacia otres, vi jugar a la selección en una súper tele, vi al árbol de mango recuperarse de una enfermedad con un clavo oxidado -después de oponerme a que se lo pusieran-, y me vinculé con gente con la que de otra manera, jamás me hubiera vinculado.

También aprendí mucho viendo a los pibes entrenar. Especialmente a uno con quien cruzamos más de una mirada en el tiempo. Yo me conflictué automáticamente, un poco porque la sensación de no poder parar de mirar a un pibe era nueva, pero sobre todas las cosas porque su apodo es -que el cielo me perdone- “El correntino”. No voy a detenerme mucho en la rivalidad de Formosa -y diría que de todo el NEA- con la provincia de Corrientes, pero esa altanería que ostentan y detesto, en él me fascinaba.

Knock out

No sé su nombre, no hablamos mucho salvo para intercambiar algunas bromas, me enseñó como gritar cuando le estás pegando a la bolsa -lo que transforma la experiencia en algo mucho más interesante, porque ese momento en el que el cuerpo está al límite, el gemido empuja-. Y alguna vez cuando estaba muy pesado con lo de maricón, saqué fuerzas no sé de dónde y le dije que yo era maricón y que cuál era. Lo miré desafiante y me dedicó una sonrisa que me dejó girando en falso y casi me noquea.

El correntino es petizo y tiene los brazos completamente marcados. No es groso, es musculoso, lo suyo es pura fibra y potencia. Usa una gorrita para atrás que le retiene el pelo negro azabache -excepto por un mechón que sobre sale-, y cuando entrena transpira tanto que la piel marrón le brilla que parece cobre recién lustrado.

No coincidimos mucho porque yo iba en cualquier horario que podía y él también. Esa es una de las maravillas de un gimnasio de boxeo, no importa a la hora que caigas, siempre hay alguien para gritarte “dale gringa, metele que llegaste tarde”.

Pensaba escribir esta crónica el día que me fuera de Formosa, porque la sola idea de que el Correntino se entere de esta nota me quita el sueño. Sin embargo, Oasis lleva casi un año sin abrir sus puertas. Justo cuando pudimos retomar la actividad presencial en diciembre, volvimos a fase a 1 en Formosa, y aunque en febrero vuelve la habilitación, no sé si sobrevivan mucho más a las idas y vueltas de la pandemia. No somos tantxs en las clases online, que son las más estables. Algunos rituales permanecen, como ver a los profesores dar indicaciones sosteniendo en brazos a les niñes que son sus hijes o sobrines y siempre correteaban por el gimnasio que es un poco su casa, porque comen de aquel emprendimiento. Disculpen el golpe bajo, pero la pandemia me tiene vencida y estoy harta de dar discusiones desde la soledad de mi casa, en un cuadrilátero virtual de empresas dueñas de redes sociales que nunca ponen reglas claras. A mí me gusta poner el cuerpo cuando discuto, aunque a veces signifique recibir una trompada, porque sé que en el mano a mano las verdades nunca son tan absolutas. Y es sólo en esos diálogos imposibles, donde alguna vez encontré un atisbo de certeza para seguir tirando.