El fuego sale naranja como un chorro de luz del soplete. Cuando Cafiso abre la llave de paso del segundo tanque, el del oxígeno, el haz se vuelve azulado. Lo acerca a las dos chapitas que piensa unir, junto con un alambre que incorpora con cuidado. En pocos segundos todo el metal se vuelve líquido. Rojo y borboteante como un minúsculo volcán en erupción, se revuelve en olas de lava, un pequeño milagro que ocurre en esta cocina. Cuando la mano del maestro se aleja con esa mezcla de acetileno y el aire que respiramos ardiendo en la punta de la boquilla, ya no hay dos placas sino que se han fundido en una, cocidas como si fueran de barro. Donde ocurrió esta alquimia, se va extinguiendo un círculo rojizo. En segundos se vuelve negro, bruñido, más oscuro que el resto del material. Otra vez, en estado sólido. Me explicará luego que esto no es distinto del amor. Pero después de escuchar su historia, pienso que el amor a veces puede ser mucho más complejo que dos cuerpos vueltos uno, encendidos a igual temperatura.

–Piba, esto no es una casa. Es un taller. Acá no hay mujer. Las mujeres, en la milonga.

Carlos Cafiso empuja la puerta de rejas de su casa en Mataderos e invita a pasar a un patio silvestre, con ese desaliño del conurbano y el caos de una casa sin patrona: ropa tendida en cualquier lugar y plantas mustias. Una bandera argentina cuelga de un mástil algo marchita, polvorienta como los arreglos florales plásticos que se ven dentro de la habitación. «El paisaje: una mesa con mantel de hule, unas sillas desparejas y de caño, almanaques y adornos de cotillón, la televisión encendida y sin volumen. Se completa con los dos tubos de gas y el soplete que son el centro de su vida».

Cafiso es un hombre sencillo que tiene varias pasiones. Un amor desencontrado. Una casa en la que vive solo y que no es una casa sino un taller. Un oficio que comenzó a dominar en la infancia y que llevó a la categoría de arte. Es un maestro desconocido en un arte ignorado: la soldadura. Escribo su historia porque quiero responderme una pregunta: ¿qué es ser artista? Y porque me encantan las historias de amor.

Mataderos es un barrio de compadritos de ayer y talleres mecánicos de hoy. El nombre le quedó de cuando en este extremo oeste de la ciudad de Buenos Aires se hacía la faena del ganado que llegaba de provincias, des- de 1900: era el punto exacto donde se encontraban el campo y la ciudad, surcado por un arroyo teñido siempre por el color de la sangre. Ya no hay matanzas en Mataderos, sino un Museo Criollo de los Corrales y una feria tradicional donde se bailan danzas típicas, se venden artesanías y se comen los mejores choripanes. Los domingos es un reducto gauchesco, con guitarreadas y doma de potros. La vida cotidiana, en cambio, transcurre entre tránsito pesado y casas bajas y añejas. En la misma cuadra se venden lechones y se arreglan autos desvencijados. Calles anchas de árboles ralos, perros sueltos, silencio de siesta. En la mañana en que llego por primera vez hasta ahí desde la otra punta de la ciudad, el sol ilumina certero y suave, porque es otoño y reconforta. El sol le hace bien a Mataderos.

Cruzando el patio, se ingresa en una piecita mínima a la que la luz artificial achica todavía más. La única ventana tiene la persiana irremediablemente baja. El techo parece apretado, demasiado cerca del piso. Ahí, en ese comedor-cocina, es donde convergen las otras habitaciones: un baño, una kitchenette, una puerta cerrada que adivino dormitorio y el taller propiamente dicho.

En la habitación de trabajo todo es de un negro parejo. El amontonamiento de pinzas, destornilladores, limas, tenazas, cables, tachos, cajones y tubos de gas parece arrumbado hace siglos. Reluce un tablero blanco donde se ordenan las herramientas, cada una sobre el dibujo de su silueta. También, un escudo del club de fútbol San Lorenzo envuelto en celofán, un equipo errante del que se puede escribir un libro solo de su peregrinaje del barrio de Almagro a Boedo, desde el viejo al Nuevo Gasómetro en la villa del Bajo Flores. Encontraré más emblemas y banderines de este club que cosechó veinticuatro títulos y es uno de los cinco grandes equipos de la Argentina. Esta es la casa de un hincha apasionado.

Cafiso tiene una pulcritud prolija y recién bañada. Una perfección en el planchado en el cuello de la camisa. El agua de colonia apenas perceptible. Zapatos de baile lustrosos y peinado tirante hacia atrás. Ahora que cumplió ochenta años y ya está jubilado, se dedica, entre otras cosas, a hacer maquetas. Muestra orgulloso una réplica a escala del Puente Transbordador Nicolás Avellaneda, ese emblema de hierro que cruza el Riachuelo a la altura de La Boca. Es un ícono de Buenos Aires, que se inauguró en 1914 y estuvo en funcionamiento hasta 1960. En los años del menemismo, estuvo a punto de ser desguazado y vendido como chatarra. Los vecinos se opusieron. En 2017, fue reparado y volvió a funcionar para un único viaje de periodistas y vecinos.

Al prototipo de Cafiso, que ya lleva diez meses de trabajo y medirá un metro de alto, solo le falta la plataforma transbordadora, que en la vida real mide ocho por doce metros y se opera desde un puesto de control en el propio transbordador o desde su sala de máquinas. En su tiempo, sirvió para transportar peatones, carros, autos y tranvías. Es único en América y uno de los ocho del mundo. Lo construyó la misma empresa inglesa que regó de trenes estas pampas, Ferrocarril del Sud, y vino desarmado en barco desde Inglaterra.

–Me falta la cabina, un espejo para simular el agua y las luces. Como no existe alambre cuadrado de uno por uno, corté metal desplegable. Tampoco conseguí hierro doble T. Lo hice cortando y doblando un caño.

En la oscuridad del cuarto del taller hay una luz intermitente que tiñe todo de verde, violeta, rosa. Es otra de sus creaciones: una Torre Eiffel de dos metros de altura hecha a imagen y semejanza con planos que consiguió antes de la masividad de Internet. Comenzó en 1998 a construirla, con precisión milimétrica y ascensores que funcionan. Nunca estuvo frente a frente con la original. Tiene otra versión más pequeña, dorada, con luces que cambian de color y parpadean. Las dos se alquilan para fiestas. La torre pequeña, por ejemplo, fue centro de atracciones en un casamiento en La Rural.

–Estoy jubilado. No puedo estar sin hacer nada. Me gustan los fierros. Toda la vida estuve con los fierros. Desde los doce años que me dedico a soldar. Me enseñó mi viejo. Soy instructor, profesor e inspector. Todo. Tuve suerte.

En 1998 empezó a construir la torre más grande con sus alumnos de la escuela técnica de Flores. Se jugaba el Mundial de fútbol de Francia, y el país anfitrión se consagró campeón tras ganarle 3 a 0 a Brasil en el Stade de France. La torre estaba en todas las pantallas de televisor del orbe y, por supuesto, también en la de Cafiso. En el colegio se instaló un televisor para evitar la deserción escolar: acá el fútbol es cosa seria. A cambio de esta concesión, los profesores tenían que dictar un curso acelerado sobre Francia: cultura, historia... lo que fuere. «Hablamos con los chicos y pensamos, bueno, podemos hacer la torre. Y empezamos». El entusiasmo duró lo que el Mundial, y los pocos fierros que habían podido ensamblar fueron a parar a la casa de Cafiso cuando hubo que sacarlos de la escuela.

* Fragmento de Maestro Cafiso, texto breve de no ficción de la periodista especializada en arte y escritora María Paula Zacharías, publicado en una cuidada edición por el sello independiente India ediciones. Algunas obras de Carlos Cafiso podrán verse a partir de marzo en el Museo Quinquela Martín de La Boca.