"En tiempos de Aristóteles se creía que cada mes fluía una sangre destinada a constituir en caso de fecundación la sangre y la carne del niño; la verdad de esta vieja teoría es que la mujer esboza sin descanso el trabajo de la gestación". El segundo sexo, Simone de Beauvoir.

Puedo decir que todo empezó con los aceites, pero no quiero exagerar que fue por culpa de ellos. Sí recuerdo bien que la cabeza -o el estómago- me empezó a dar vueltas frente a ese resplandor dorado que venía de las botellas mostrando oro líquido. Un verdadero centelleo poderoso, abrasador. Que la luz voluminosa del local hacía casi insoportable. O al menos para mí, en mi situación. Todo mecido al compás de unos versos musicalizados que hablaban de una traición: uno que había dejado a otra o al revés; uno o una que había hecho promesas y después se olvidó o no le había importado y el perdedor o perdedora se quejaba lastimeramente. Quizás se cobrara la traición. Así debería hacerse. No pasar por alto las promesas incumplidas. En ninguna clase de amor. 

Junto a las brillantes botellas, también se mostraban envases cerrados, con figuras de recolectores. Tantos siglos de aceitunas... los pies y las manos presas Coreábamos entusiasmados con el trovador español. Olivares. Aceitunas. Frutos de la tierra. Sembrados, cosechados, procesados, exprimidos, industrializados y comercializados para venir a contenerse en estas atractivas hojalatas, casi todas en color verde, seguramente para asociarlas al producto, con un cartelito que especificaba la suma que debía desembolsarse para llevárselas. Y esa maldita luz que aumentaba, profundizando la variedad infinita de formas, colores, tamaños, olores. En pilas cuidadosamente armadas, en filas ordenadas por productos primero y por marcas después, todo en una constelación inalcanzable, siempre estoy hablando de mi situación, como la de la Osa Mayor, por poner alguna. O la de la llamada Vía Láctea. 

Qué casualidad, justamente una estela parecía atravesar triunfante la góndola de leches y cremas y sus increíbles combinaciones. El mareo, recuerdo, se hizo peor en ese lugar y me tuve que sostener del borde de la heladera. Cajas. Que preciosas son las cajas. Cuantas guardas, diagramas pueden imaginarse para un envase de cartón destinado a contener un litro de leche. En verdad, esto se puede decir de todos los envases. Como los que contienen a los tomates. Que no tenían la culpa de estar metidos en esas latas y otra vez, en tren de traer cosas a la memoria, y así aliviar el presente, otra vez decía, me acordaba de la canción que, con fervor incansablemente repetido, entonábamos como si aun estuviéramos bajo la lumbre de Asturias. Cuando, alrededor de fogatas, invocábamos a los desdichados republicanos españoles y era como si sus fantasmas se sentaran con nosotros. 

Nos sentíamos parte de todas las Revoluciones pero en casa nos esperaba la humeante salsa. Roja. Como la sangre que después corrió cuando ya las revoluciones no eran las ajenas sino que quisimos hacerla nosotros acá. No más campamentos ni guitarras frente al fogón. Una revolución propia. Envases casi todos, para estas salsas, del color de la sangre. Como esta que me corría entre las piernas y debía ser contenida por el consiguiente dispositivo de algodón. O mejor, con las cómodas y prácticas toallitas que una modelo promocionaba en una imagen de cartón coloreado, adosada un borde de la góndola. Recomendaba el uso de la mercadería higiénica para esos días nuestros. Aunque a decir verdad, me hubiera dado lo mismo esa u otra marca, o un paquete de algodón si los hubiera podido comprar o me lo hubieran regalado, una promoción, un gesto de amistad, no sé. 

Rememoré otros días , cuando iba a esos lugares pudiendo comprar varias mercaderías, en verdad raro, los exhibidores me provocaban como un flujo de deseo, sí, como queriendo tener ahí mismo placer, como si se fuera a consumar, un latido que desaparecía cuando abandonaba la caja con los paquetes. 

Un amigo psicólogo me hubo explicado que el consumo estaba incorporado de una manera especial en nuestras sociedades, era como una necesidad física la de adquirir, el deseo se iba haciendo tan urgente como los reclamos biológicos: de ahí que cuando el acto se consumaba -comprando- sentíamos como una liberación física. Una vez que teníamos el objeto en nuestro poder, por unos momentos se prolongaba la sensación pero después, en los días venideros, necesitábamos adquirir otros. Y no pasaba solamente con la comida, que tiene su justificación natural. 

Se había logrado equiparar -por los interesados en que consumiéramos- esas llamadas de la Naturaleza con otras que originariamente no eran necesidades como esas pero con el tiempo eran tenidas como tales. De modo que sentíamos ese frenesí corporal no solo por mirar un paquete de fideos sino frente a una inalcanzable marca de líquido para el cabello, que tenia determinada exigencias conforme fuera la clase de pelo y que dudosamente serían satisfechas por otras marcas. 

Para merecer ser llamadas mujeres no solamente debíamos asomarnos al amor sino hacerlo con la precaución de estar en las seductoras condiciones en que nos dejaba esa marca. Belleza y seducción. Nosotras no vivimos en las sociedades donde nuestras congéneres deben andar ocultando sus cabezas. De ahí que se nos impone lucirlas en el mejor y más tentador aspecto. Ahora tenía el latido más arriba. 

El hambre, la sensación de vacío todo lo tapa, es todopoderosa; tanto así que ni miré el sitio donde solía embelesarme con tazas, platos, cubiertos, fuentes redondas, cuadradas, ovaladas porque peligrosamente hacen soñar con las comidas que van del horno a la mesa. 

Y ese hilo de sangre, no sé por qué habrá sido; por la falta de suerte mejor, la mía y la de tantas mujeres como esas que, entre otra gente, muchísima gente, cientos, miles de personas que corren para refugiarse, corren de un lado al otro, fotos en diarios pero no se ve que muchas de esas mujeres están corriendo con hilos de sangre bajándoles por las piernas, mientras escapan de una muerte segura hacia otra un poco mas postergada. 

Cientos y miles de mujeres sin poder usar esas cómodas, practicas, higiénicas toallitas; corren con sus pechos sin lencería y los pequeños colgando de esos pechos, de sus brazos, de sus espaldas ; negras, amarillas, blancas, mujeres de todos los colores , llevando nuestra especial condición biológica de aquí para allá 

Mientras, las mirábamos por televisión, donde tampoco se ven los hilos de sangre. Y ahora, no podía hacerme la distraída, como que eso pasaba lejos, pobre gente, ahora estaba más cerca de ellas que de las que podían adquirir las no económicas toallitas. 

Y fue por eso, Señor Oficial, por la necesidad que tenemos de parar esa sangre, de ocultarla, de absorberla,  que fui juntando todos los géneros que podía, repasadores, toallas, hasta sábanas y trapos para limpiar. Porque todo me parecía poco para tanta sangre derramada y salí corriendo, no me podían alcanzar, tuvieron que enviarme balas, me pareció exagerado de parte de ustedes , lanzar disparos para que devolviera esos géneros que de todas formas no van a servir para usos normales. Ni siquiera los pude devolver para tapar el cuerpo de la desdichada que se cruzó, con su bolsita a cuadros rojos y azules, me parece que eran los colores de su bolso.

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