Las circunstancias de la muerte de Francisco Paco Urondo pesaron durante mucho tiempo en la consideración de su obra. Su experiencia como militante suele ocultar o dejar en segundo plano, como si tuviera menor importancia, su trayectoria intelectual. Por otra parte, es ya intolerable que a diez años del juicio en el que se probó que fue asesinado todavía circulen textos donde se dice que se suicidó. La versión de que Urondo tomó la pastilla de cianuro no deja de proyectar sombras sobre su vida y sobre su obra”.

Las palabras del escritor e investigador Osvaldo Aguirre acerca de los motivos por los cuales encaró la escritura de Francisco Urondo: La exigencia de lo imposible, apuntan también al corazón de la biografía como género, territorio que siempre esconde un gesto desmedido: la idea de reconstruir, poner en orden y soldar los eslabones rotos de una vida. Las motivaciones de Aguirre son otras: su biografía no ordena ni reconstruye, siempre aclara y comprueba.

Luego de años de investigación durante los cuales editó Veinte años de poesía argentina y otro ensayos y recogió en dos gruesos e imprescindibles tomos (Adriana Hidalgo) la obra poética y periodística del poeta santafesino, este nuevo trabajo de Aguirre aporta evidencia y derriba versiones; saca del medio la maleza discusiva de la heroicidad, del odio, y busca reparar la memoria de una vida (desordenada, intensa, contradictoria, como toda vida) para ensayar sobre el nudo central del legado de Urondo: la poesía como un foco de alto voltaje que iluminó sus pasos por el teatro, el ensayo, el cine, el periodismo, la narrativa, y la gestión cultural. “Ante una obra de estas características, que abre tantas líneas y atraviesa las especialidades y las disciplinas, la primera pregunta es cuál es el centro de relación. Y se trata sin dudas de la poesía, esa ´especie de fatalidad´ como él mismo dice que está presente de principio a fin en su vida”.

¿De qué manera su participación política afectó su dimensión poética?

-Urondo está ligado a los procesos revolucionarios de los años 70 y en las disputas de las versiones y las memorias alrededor de ese período su nombre a veces parece disponible para cualquier elucubración. Hay cosas que se dicen sobre él -sobre su participación en tal o cual acción- que solo parecen ciertas porque son muy repetidas, porque cuando uno trata de precisar la fuente o de buscar documentos no los encuentra o las versiones son contradictorias. Los testimonios son una fuente valiosa, pero también están determinados por el momento en que se producen y esas circunstancias inciden en lo que se recuerda y en lo que se olvida y en lo que se valora del pasado. Es necesaria otra mirada sobre Urondo, una mirada que nos permita desarmar las imágenes cristalizadas y observar la proyección de hechos como, por ejemplo, su intervención en la Primera Reunión de Arte Contemporáneo (1957), la edición de la revista Zona de la poesía americana (1963-1964) o las reseñas en La Opinión.

-Distorsiones, olvidos, omisiones, como aquella hermosa frase “Empuñé un arma porque busco la palabra justa”…

-Claro. Es paradójico que un escritor con semejante obra sea recordado en primer lugar por una frase atribuida que no escribió. También es explicable por circunstancias históricas y porque es Juan Gelman quien se la atribuye. En la entrevista que le hace Vicente Zito Lema en la cárcel, Urondo dice algo aproximado a esa frase. Pero no discuto si la dijo o no la dijo sino cómo funciona en la construcción de su figura: creo que esas palabras sostienen la idea del “poeta combatiente”, una imagen cristalizada de Urondo que oculta su obra y simplifica sus ideas, sus contradicciones, sus apuestas. En todo caso, apelaría a otra cita que sí hace Urondo, de José Martí, “osar morir da vida”: es decir, en la entrega absoluta a la militancia él encuentra una nueva posibilidad de vida, de vida y no de muerte.

¿En qué momento la política abre en Urondo una discusión interna?

-Su politización es el resultado de un proceso que se podría remontar a la historia paterna y a esa escena de represión que queda fijada en su memoria e incluye como pasos previos su adhesión y su decepción con el frondicismo y su paso por el Movimiento de Liberación Nacional, el Malena, junto con David e Ismael Viñas y Ramón Alcalde. En la incorporación a las FAR convergen circunstancias de época y personales, como los viajes que hace a Cuba ente 1967 y 1969 y la influencia de la muerte del Che, e implica un salto, el que va de un intelectual que hace declaraciones, firma solicitadas, etc., al que participa en acciones concretas. Gelman explica que ellos buscaban ese tipo de organización. Hay otro aspecto importante y es que Urondo se relaciona con Carlos Olmedo, el líder de las FAR, a través de Claudia, su hija; en ese sentido su historia podría compararse a la de Héctor Germán Oesterheld, que ingresa a Montoneros a través de sus hijas. Ambos pertenecen a otra generación y tienen otros recorridos, y esa circunstancia los ubica en un lugar especial, de cuidado hacia los jóvenes militantes, como el que explicita Urondo con los sobrevivientes de la masacre de Trelew o en el poema dedicado a Liliana Raquel Gelin, pero también de distancia crítica.

URONDO CON JULIO CORTAZAR EN BUENOS AIRES, 1970

Tu trabajo señala el rol decisivo para el desarrollo de la obra de Urondo de figuras como Miguel Brascó, Juan Gelman...

-Sí. Brascó es fundamental en su formación poética. Se conocen como celador y alumno respectivamente en el Colegio Nacional de Santa Fe. Fue el primer lector de los poemas de Urondo y uno de sus contactos para vincularse con el Retablillo de Maese Pedro, el teatro de títeres ambulante de Fernando Birri; más tarde, en Buenos Aires, es uno de sus contactos con el ambiente periodístico y poético. La versión de que se pelearon a raíz de la publicación de poemas de Javier Heraud en la revista Zona de la poesía americana no se sostiene. Esa versión desconoce además el tipo de relación que tenían, una amistad donde las provocaciones, los desafíos, los sobreentendidos y guiños cómplices contra las imposturas intelectuales son constantes. Juan José Saer decía que Brascó con Urondo “se sacaban los piojos”, es decir tenían una amistad intensa, fuerte, donde no se perdonaban nada, y creo que ese fue un modo de relacionarse de Urondo. La etapa en Santa Fe es decisiva en todos los órdenes, porque es allí donde Urondo comienza a escribir, a interesarse en el teatro y también en la política, a partir de una escena para él emblemática, cuando siendo un adolescente ve a su padre, profesor declarado cesante en la universidad, en medio de policías que cargan a caballo. Otra figura importante es Gelman, de quien se hace amigo en la primera mitad de los 60, en cuya obra encuentra la poesía que busca entonces y también, años más tarde, el vínculo con la militancia política. Pero yo agregaría a tu lista una referencia fundamental: Juan L. Ortiz, por la amistad que mantuvieron, por el lugar central que Urondo le asigna en la tradición poética que construye a través de sus textos, por el modo en que recoge su legado en una especie de divisa: “creo en una sabiduría de intemperie”. Y así como Urondo toma a Ortiz como nombre de guerra y muere con ese nombre, apenas un mes después de su asesinato Juanele es el primero en mencionarlo públicamente, según el testimonio de Hugo Gola.

En La exigencia de lo imposible (frase acuñada por Juan José Saer), Aguirre trabaja en dos direcciones: invierte el orden cronológico exigido por el género y pone en primer plano la escritura por sobre los hitos del hombre de acción. La biografía arranca con el relato del asesinato de Urondo por fuerzas policiales el jueves 17 de junio de 1976 en Mendoza, para luego desandar los días más felices de un poeta que dejó su testimonio en nueve libros de poesía, tres de prosa, cinco de teatro y un paso seguro por el nuevo periodismo argentino.

 

 

>Fragmentos de Francisco Urondo: La exigencia de lo imposible 

Urondo está muerto, en la calle.

Los hechos comienzan a circular a través de dos versiones. Una es oficial, la que se hace pública a través de un comunicado de prensa del Tercer Cuerpo de Ejército que lleva la firma de Luciano Benjamín Menéndez. “Delincuente subversivo fue abatido en Mendoza”, anuncia el diario Los Andes el 19 de junio de 1976. La crónica –una transcripción que no agrega ni quita una coma del comunicado– consigna que una mujer logró escapar y que en el interior del auto “fue dejado abandonado un niño de aproximadamente un año”, al que “usaron como escudo para llevar a cabo sus intentos asesinos”; Ángela [Urondo] será rescatada por Beatriz Urondo [hermana]en la Casa Cuna de la capital provincial; la información oficial alude a la fuga de [Emma Renée] Ahualli –detalla que fue herida–, pero no menciona a [Alicia] Raboy [pareja de Urondo], que es llevada al Departamento de Informaciones de la policía, luego a la casa que compartía con Urondo para preparar la ropa con la que su hija ingresa a la Casa Cuna, y desde entonces permanece desaparecida.

La segunda versión es la que corre entre los militantes. Claudia Urondo [hija] llama por teléfono a su tía Beatriz y la cita en una confitería de Buenos Aires. Su esposo, Mario Koncurat, es el que transmite la noticia después de pedirle a Beatriz que no manifieste ninguna emoción, para no provocar sospechas. La hermana tiene que viajar a Mendoza para recuperar el cuerpo de Paco, como lo llaman, y evitar así que sea enterrado en una fosa común. Javier Urondo [hijo] también participa en la reunión.

A principios de julio, mientras Beatriz Urondo y Teresa Listingart, la madre de Alicia Raboy, arriban a Mendoza, Emma Ahualli toma un tren en el interior de la provincia y viaja a Buenos Aires. Apenas llega recibe la orden de redactar un informe sobre lo sucedido. También se encuentra con Claudia Urondo. Los hijos de Paco no tienen domicilio fijo, por el avance de la represión: “Cada día era un parte de caídos y de estructuras que se deshacían. A veces había que levantarse a las 12 de la noche y cambiar de casa”, recuerda Javier Urondo. Es lo que ocurre el 17 de julio, cuando se enteran de la captura del periodista y militante montonero Enrique Jarito Walker y se mudan a la casa de Graciela Murúa, la madre.

El comunicado militar sobre los hechos de Mendoza se publica también en la prensa porteña. Urondo sigue sin ser identificado, como es habitual con las víctimas del terrorismo de Estado. Pero el informe que escribe Ahualli circula en los ámbitos de la conducción y trasciende entre los compañeros de militancia. Con el tiempo y la multiplicación de homenajes y recuerdos, esa versión instala la certeza de que Urondo murió después de tomar la pastilla de cianuro.

Las biografías, las crónicas, los relatos históricos consagraron esa versión. La conducción de Montoneros había prescripto después del “juicio revolucionario” a Roberto Quieto el uso de la pastilla de cianuro para que los militantes no se entregaran con vida. Las resoluciones del proceso se difundieron en un comunicado del 12 de febrero de 1976; más allá de los cargos que le atribuyeron formalmente, Quieto fue condenado “por cantar en la tortura, por delación”, como dice más tarde Mario Firmenich.

“En una guerra de esas características el pecado no era hablar, sino caer”, según la frase de Walsh; su hija María Victoria llevaba siempre encima la pastilla, “la misma con la que se mató nuestro amigo Paco Urondo, con la que tantos otros han obtenido una última victoria sobre la barbarie”.

En octubre de 1976 la revista Evita montonera despide a Urondo con “una semblanza escrita en forma de carta” por Rodolfo Walsh y publicada sin firma; el autor es identificado como “un compañero que lo conoce bien” y basta con esa referencia. El texto aparece junto con “Carteles”, uno de los poemas que integraban el libro Cuentos de batalla, entonces en preparación y parcialmente recuperado a la muerte de Urondo.

Walsh le habla a Urondo y le dice que ante la noticia de su muerte se ha preguntado “qué es lo importante de tu vida y de tu muerte, qué cosa te distingue, qué ejemplo podríamos sacar”. Y la respuesta está ajustada al orden de la militancia: Urondo es un ejemplo de intelectual que renuncia a su condición para integrarse a la lucha armada; en lugar de “esos grandes escritores que eran tus amigos" prefirió a "los hombres del pueblo”.

La primera asociación que provoca Urondo, dice Walsh, es una frase del poeta guerrillero checo Julius Fucik: “Recuérdenme siempre en nombre de la alegría”. En otra carta, una carta privada a la que titula “Diciembre 29”, vuelve a referirse a la muerte de Urondo. El primer texto es público y anónimo, la autoría de Walsh es explicitada más tarde por Juan Gelman; la otra permanece entre sus papeles y circula entre algunos allegados a fines de 1976, con críticas a las decisiones de la conducción montonera.

Las diferencias entre ambos textos son más profundas. “Diciembre 29” está en continuidad con la “Carta a mis amigos”, que Walsh habría escrito cinco días antes para contar las circunstancias de la muerte de su hija María Victoria Walsh. El texto critica la política de Montoneros en el sector de prensa y la caracterización que hizo la conducción del golpe militar de 1976. El traslado de Urondo, dice en particular, “fue un error”; el propio Paco viajó a Mendoza “temiendo lo que sucedió”. Como hace en la carta sobre la muerte de su hija, Walsh puntualiza el momento en que se entera del hecho: “En junio, una mañana entró Juan [Héctor Talbot Wright] y dijo: ‘Lo mataron a Ortiz’”.

Walsh suponía que Urondo estaba en Europa, no había podido asistir a la despedida de los amigos. A diferencia de la semblanza en Evita montonera, en sus papeles analiza con cierta frialdad el hecho, en términos políticos: “El Paco duró pocas semanas –escribe–; su muerte, dijo Roberto, se produjo en un contexto de derrota, por el mecanismo que nos ha resultado familiar: las caídas en cadena, las casas que hay que levantar, la delación, finalmente la cita envenenada”.

El texto que escribe para Evita montonera es, en cambio, un homenaje cargado de emoción y afecto. Y también tiene fines de una propaganda dirigida al conjunto de los militantes, ya que se trata de mantener en alto la moral, ratificar la confianza en el triunfo de la revolución y, según los términos de la dirección de la revista, esclarecer “el papel jugado por los compañeros en el proceso revolucionario”. (...)

La semblanza de Urondo no menciona la cápsula de cianuro, pero sienta las bases de una figura que empieza a ser construida en términos de entrega y disposición para la muerte. “Pudiste irte. En París, en Madrid, en Roma, en Praga, en La Habana, tenías amigos, lectores, traductores. Preferiste quedarte, despojarte, igualarte a los que tenían menos, a los que no tenían nada”, escribe Walsh. El recorte biográfico selecciona los hechos de la militancia: la incorporación a las Fuerzas Armadas Revolucionarias, el período en prisión durante la dictadura de Lanusse, el libro La patria fusilada, el paso por el diario Noticias y, como una especie de condecoración, el reconocimiento de que “como jefe militar, impulsaste el rescate de los restos de Aramburu”.

No hay menciones a las sanciones que recibió Urondo. La muerte lo redime –con su aparente obediencia al mandato de no caer con vida– y termina por definir a un modelo revolucionario, un militante disciplinado: “El Partido Montonero te señaló nuevos puestos de combate. Fuiste a ocuparlos simplemente. Estabas seguro de la victoria final, como estamos todos”.

No es esa la impresión que deja Urondo al irse de Buenos Aires, como el propio Walsh anota en “Diciembre 29”, por lo que no habría que descartar posibles interpolaciones de los editores. Urondo, además, había preservado un margen de libertad y de desobediencia, e incluso la publicación de “Carteles” resiste al estereotipo militante al que apunta Evita montonera. El poema da voz a un «viejo soldado» que rememora su antigua postura ante la vida y su disposición para continuar la batalla en que está empeñado, pero no supone exactamente una renuncia: “Antes/ estaba enamorado de la vida, ahora/ he comenzado a amarla con todo/ su odio”. Y en el final pone en boca del personaje una reafirmación de vitalismo, un guiño cómplice que afloja cualquier solemnidad: “Ahora/ puedo morir en paz, aunque/ sería mejor que esto ocurra dentro de mucho tiempo”.

La frase de Fucik que cita la semblanza está tomada de Reportaje al pie del patíbulo, un libro de lectura corriente en el marco del militarismo de la conducción montonera y del trato cotidiano con la muerte que supone la lucha armada. Las despedidas de militantes, las cartas, mensajes y escritos dedicados a los hijos, las parejas, los amigos, con la convicción de que marchaban a la muerte eran habituales, y en ese sentido podrían observarse algunos poemas de Urondo y la reunión familiar antes de viajar a Mendoza. “No te hacías ilusiones sobre la supervivencia personal –afirma la semblanza–. En todo caso estabas preparado para la muerte, como las decenas de muchachos y muchachas que se juegan diariamente en una pinza, en una operación”. Urondo termina por ser un ejemplo para los lectores de Evita montonera, también militantes destinados a la línea de combate: “y sí, vos podías morir, como todo lo que se ofrece en sacrificio para que la Patria viva”.

Apenas tres años antes, Urondo había sido detenido por la policía bonaerense y su captura había desatado una sucesión clamorosa de reclamos. Escritores, periodistas, actores y cineastas exigían su libertad en el país, en América Latina, en Europa. Julio Cortázar lo visitaba en la cárcel. Los diarios publicaban solicitadas y recordaban su trayectoria en la literatura y el periodismo. Pero su muerte, hizo notar Ángel Rama en un artículo publicado en El nacional de Caracas el 4 de enero de 1977, está rodeada en cambio de un silencio extraño: “Silencio cargado de la incomodidad de unos, de la culpabilidad de otros y que alguien debe romper. Porque Francisco Urondo no fue asesinado por las bandas fascistas, ni desapareció de su casa, ni fue ilegalmente torturado; no, en su caso no concurre ninguna de las coartadas del espíritu liberal. Su muerte nos pone desnudamente frente a la realidad de la guerra civil”.

El presunto suicidio agregaba un matiz ominoso, abría una especie de agujero negro donde se perdía una experiencia que precisamente había estado dedicada a exaltar la vida, «lo mejor que conozco», según uno de sus poemas más citados. 

Los militares borran su nombre en los partes de prensa y del mismo modo intentan hacer de él un desaparecido, aunque Beatriz Urondo obtiene el cuerpo en la morgue policial y vuelve con él a Buenos Aires, como NN, para su inhumación en la bóveda familiar, en Merlo. La muerte en combate del oficial primero Urondo –como lo designa Evita montonera– se ajusta a las normas de una organización que ordena a sus militantes que no se entreguen con vida. La imagen del poeta combatiente quedará rubricada con una frase célebre: “empuñé un arma porque busco la palabra justa”. Una declaración que no está en ninguno de sus textos y que, a fuerza de repeticiones, de sobreentendidos, se vacía de sentido, se reduce a una justificación. El juicio por el asesinato de Urondo y la desaparición de Raboy, entre otros delitos de lesa humanidad perpetrados en Mendoza, concluyó en 2011 con las condenas de cuatro policías y un militar y la prueba de que Urondo no se suicidó. La causa de muerte fue un golpe en la nuca, el culatazo que le aplicó el policía Lucero con una pistola 9 milímetros “porque a mi parecer estaba recargando su arma”, según su declaración. “Queda claro que no hubo ningún signo de envenenamiento”, dijo el forense Roberto Bringuer, que hizo la autopsia. Pero la versión de que tomó la cápsula de cianuro persiste y se repite en nuevas publicaciones.

Urondo quiso cubrir la fuga de su mujer, su hija y su compañera y les dijo que había tomado la pastilla “para que nos fuéramos, para que no nos opusiéramos”, como comprendió finalmente Ahualli. La versión del suicidio borró ese gesto y puso en su lugar otro completamente distinto: el del militante que obedece a su organización hasta un punto de ceguera absoluta.

Las últimas palabras de Urondo tenían un sentido que llevó muchos años comprender. “Paco nos inventó que se había tomado la pastilla. Fue un invento para que nos fuéramos. Me pudo haber dicho que me quedara yo, si estaba herida. Pero dijo que ya se sentía mal, para que pudiéramos escapar “, recuerda Ahualli.

Volver sobre la vida de Urondo requiere esa aclaración como punto de partida, no solo para precisar un hecho trascendente y porque el supuesto suicidio desdibuja su asesinato en manos de policías y militares sino porque esa versión no deja de proyectarse y de ensombrecer su vida y el análisis de su obra, en busca de antecedentes y prefiguraciones de un sacrificio que no fue tal como se lo suele contar.

La muerte de Urondo no sucedió como la ceremonia lúgubre que describen memorias idealizadas de la militancia. Fue un asesinato. «Está excluido el torpe desdén, pero también la exaltación romántica del héroe», advierte tempranamente Ángel Rama. Y su vida tampoco se reduce a un período, a una imagen, a unas palabras. El culto del poeta combatiente oscurece la vida y la obra de Urondo, desconoce el conflicto y las tensiones que atravesaron una militancia política y pulveriza una experiencia literaria particularmente compleja y cargada de matices.

 

No se trata de negar ninguna circunstancia sino de seguir a Urondo en todo su recorrido.