En el año 1922, el joven Yasunari Kawabata escribió, en un folletín por entregas para un diario de Tokio, que acababa de ver descender del cielo a una brigada de sonrientes chicas paracaidistas. El diario era de gran tirada, así que mucha gente lo repetía como si lo hubiera visto con sus propios ojos: del cielo de Tokio caían chicas en paracaídas. El ruso Boris Pilniak estaba en Japón por esa época. Cuando volvió poco después a Moscú empezaron los años difíciles, para él y para muchos otros escritores, entre ellos su mejor amigo, Andréi Platónov, que cayó en desgracia cuando tuvo la peregrina idea de escribir una novelita llamada Moscú feliz, en la que una chica huérfana criada por la revolución y llamada Moscú Chestnova estudia para ser paracaidista y, en un momento memorable y fatídico, desciende del cielo de Moscú fumando un cigarrillo.

Del cielo de Moscú, en esos años, no podía esperarse que descendieran muchas cosas buenas. Pero lo que hace Andréi Platónov con esa escena es una novela inolvidable. Y yo no puedo evitar imaginar a Pilniak contándole el episodio a Platónov en alguna de sus caminatas por las calles moscovitas (el único lugar donde se estaba a salvo de oídos indiscretos) tal como se la habían contado a él en Tokio. Creo que al propio Kawabata lo habría conmovido la escena no menos que la visión aérea que tuvo aquella tarde en Tokio; me refiero al momento en que Platónov miró el cielo de Moscú y se imaginó qué pasaría si en ese instante cayera una chica en paracaídas.

Platónov era un soñador. Y, en ese gran caos efervescente que era la Rusia de los primeros años bolcheviques, un hijo de obrero parecía tener más oportunidades que cualquier otro para soñar: el mundo se había dado vuelta y los hijos de proletarios ahora estaban arriba, tenían derecho a sus sueños por primera vez; el mundo nuevo sería construido por ellos, con sus propias manos. 

Cuando el joven Platónov publicó su primer cuento, en una revista ferroviaria regional, se presentó así: "Nací en 1899 en un asentamiento ferroviario cerca de Vorónezh, compuesto no de casas sino de barracas. Éramos diez hermanos y yo era el mayor, así que empecé a trabajar antes de aprender a leer. La campana de las locomotoras era la única música que teníamos y los días de descanso estaban dedicados a eufóricas batallas a puño limpio con otros asentamientos. Además del sonido de aquellas campanas, los colores del crepúsculo y la paciencia de mi madre, amo las máquinas a vapor y el sudor del trabajo. Creo que existe un vínculo, una afinidad secreta, entre el sonido de las campanas y la electricidad, entre las locomotoras y los terremotos, entre el crecimiento del pasto y la jornada en la fábrica. Ése es el mecanismo que me propongo retratar en lo que escribo".

Las leyes del cosmos, las leyes de la naturaleza, las leyes de la historia y las del corazón humano se tejen en asombroso mecanismo en cada libro que escribió Platónov. No pudo publicar ninguno en vida, pero todos sus colegas lo veneraban igual, en secreto, porque lo que hacía Platónov era único: dinamitaba la realidad soviética en nombre del ideal soviético; hacía realismo socialista, ciencia-ficción disidente y gran literatura rusa, todo al mismo tiempo.

Dice Tatiana Tolstáia que la grandeza del pensamiento ruso radica más en su escala que en su lucidez, en su fuerza más que en su atención al detalle. Cada libro de Platónov es así, los personajes siempre destruyen todo (puede ser una fábrica, una ciudad, un corazón o una hormiga) en nombre de una idea, en nombre del futuro. "Más allá de la secuencia de las noches, del marchitar y florecer de los campos, más allá de la esperanza, allí existe nuestro tiempo", escribió Platónov en un texto que tuvo la desgracia de llegar a manos de Stalin, como les había pasado antes a Boris Pilniak, a Isaak Bábel, a Ósip Mandelstam, a Anna Ajmátova, a Mijaíl Bulgákov. Se salvó de ir a Siberia porque Gorki convenció a Stalin de que Platónov sólo aspiraba a ser «un buen escritor soviético», pero no pudo pasarla peor a partir de la muerte de Gorki en 1936.

Vio cómo le cerraban todas las puertas en sus narices, vio cómo se llevaban a su hijo de 15 años al gulag. Por intercesión del "Tolstoi proletario", Mijaíl Shólojov, que contaba con los favores de Stalin, ese hijo de Platónov pudo volver de Siberia nueve años después, pero tuberculoso y ago­nizante: murió en brazos de su padre. Aun así, Platónov siguió buscando maneras de darle a esa patria hostil lo que sentía que podía darle para que surgiera el mundo nuevo. Acumuló cuadernos con los cuentos y novelas que no le querían publicar. Su mejor amigo en esos tiempos de penuria fue Vasili Grossman, el autor de Vida y destino, quien leyó con devoción esos cuadernos y después dijo que lo único que salvó a Platónov de un destino peor fue no haber publicado. El único trabajo que consiguió terminada la guerra fue de barrendero en la Unión de Escritores. Vivía en una habitación en el sótano de ese edificio, con la puerta siempre abierta, para demostrar a la KGB que no tenía nada que ocultar. Cuando se estaba muriendo de hambre, Shólojov acudió de nuevo en su ayuda; le dio a traducir al ruso (anónimamente, por supuesto, porque el nombre de Platónov seguía prohibido) una recopilación de leyendas folclóricas baskirias.

La traducción era tan buena que los altos mandos ordenaron que la retradujeran al baskir y que esa nueva versión reemplazara las originales en los manuales de enseñanza; razón por la cual, durante los años siguientes, millones de escolares soviéticos leyeron a Platónov sin saber de quién era esa prosa sublime. Él murió en aquel cuarto del sótano de la Unión de Escritores de Moscú, en 1951, de la tuberculosis que le había contagiado su hijo, y sus libros se empezaron a publicar recién durante la Perestroika, cuarenta años después. De todos ellos, mi favorito es el que cuenta la historia de la chica paracaidista, que fue de los últimos en ser rescatados porque estaba en dos cuadernos distintos que parecían no tener relación entre sí: diferente tinta, diferente letra, diferente papel, diferente década. Uno era de los años veinte, el otro de los años treinta; el primer cuaderno era salvajemente alegre y optimista, el segundo parecía escrito con los dientes apretados para no perder la fe. Pero en ambos brillaba esa audacia estilística única que tenía Platónov: su endiablado don para combinar y superponer la intensidad desorejada de Gógol y Dostoievski con el oblomovismo de Goncharov, la salvaje confianza en el futuro de Pilniak y Maiakovski, el utopismo racional de Zamiatin, los ecos satíricos de Ilf & Petrov y, por debajo de todo eso, el esfuerzo demencial por parecer "un buen escritor soviético".

ANDRÉI PLATÓNOV, 1938

Gorki le había dicho una vez: "Nunca lograrás publicar porque hay algo anárquico en todo lo que escribes, algo que es evidentemente central en tu carácter: retratas la realidad bajo una luz farsesca que es inaceptable. A pesar del cariño que sientes por los personajes, aparecen satirizados a los ojos del lector: no como revolucionarios, sino como delirantes, crédulos, tontos, poseídos". 

Cincuenta años después, Joseph Brodsky afirmó: "Platónov es, seguramente, el más brillante prosista ruso del siglo veinte, porque no hay nada que se le parezca. En cada una de sus páginas hay tal proliferación de sensaciones, y tantas capas superpuestas de literatura rusa, que de sólo leerlo uno desarrolla nuevos órganos sensoriales". Lo cierto es que en 1938, cuando Platónov ya tenía en claro que nunca le permitirían publicar un libro semejante, escribió la siguiente anotación, al final de ese segundo cuaderno: "La trama no debe resolverse en el último capítulo, porque la historia no debe tener final".

Hay libros que orbitan enteramente alrededor de un personaje incandescente: esa clase de criatura inolvidable es la joven paracaidista Moscú Chestnova. Platónov le dio a aquella huérfana de la revolución el nombre de la ciudad que amaba y le puso de apellido "Chestnova", que significa honrada, honesta. En la España más ultramontana existía un conjuro para espantar a los malos espíritus: los padres bautizaban a sus hijas con una palabra que fuera el opuesto de lo que deseaban para ellas, y de ahí vienen nombres como Soledad, Martirio o Dolores. Uno se pregunta qué nombre le hubiera puesto Platónov a su criatura moscovita de haber conocido en vida ese conjuro. Ahora que por fin tenemos ese libro en nuestro idioma, gracias a la formidable traducción de Alejandro Ariel González, podemos contestarnos esa pregunta.

Moscú feliz: un fragmento

Un hombre con una antorcha encendida corría por la calle en una aburrida noche de octubre. Una niña pequeña lo vio desde la ventana de su casa, tras despertar de un sueño aburrido. Después oyó un disparo de fusil y un grito triste y prolongado; seguramente, habían matado al hombre que corría con la antorcha. Pronto resonaron más tiros lejanos y un estruendo de voces en la prisión cercana… Pero la niña se durmió y olvidó todo lo que vio en los días siguientes: era demasiado pequeña, y la memoria de la temprana infancia quedó cubierta para siempre por su vida posterior. Sin embargo, hasta sus últimos años, aquel hombre anónimo surgía súbita y afligidamente en su difusa memoria y volvía a morir en las tinieblas del pasado, en el corazón de esa niña adulta. En medio del hambre y del sueño, en un momento de amor o de alegría juvenil, de pronto oía a lo lejos, en lo profundo de su cuerpo, el grito del muerto y cambiaba de golpe su vida: dejaba de bailar si estaba bailando, trabajaba con más concentración y esperanza si estaba trabajando, se cubría el rostro con las manos si estaba sola. En aquella desolada noche de fines de otoño había comenzado la revolución en la ciudad donde vivía la niña llamada Moscú Ivánovna Chestnova.

El padre murió de fiebre tifoidea y la hambrienta huérfana abandonó su casa y jamás regresó. Con el alma adormecida, sin recordar ni reconocer a nadie, sin sentido del espacio tampoco, deambuló varios años por su patria como por un desierto hasta que volvió en sí en un orfanato ­escuela. Estaba sentada en un pupitre junto a una ventana, en la ciudad de Moscú. Afuera, en el bulevar, las hojas de los árboles se desprendían sin viento y cubrían la silenciosa tierra para su largo e inminente sueño; eran los últimos días sin frío del año, cuando terminaron las guerras y el transporte comenzó a restablecerse.

En el orfanato le habían dado nombre, apellido e incluso patronímico, ya que la niña tenía un recuerdo muy borroso de su nombre y de su temprana infancia. Le pusieron de nombre el de la ciudad donde estaban, un patronímico para rememorar a Iván —es decir, a todos los soldados del Ejército Rojo caídos en combate— y un apellido en reconocimiento a la honradez de su corazón, que aún no había perdido la virtud a pesar de su prolongada desdicha.

La luminosa y ascendente vida de Moscú Chestnova comenzó ese día de septiembre, cuando estaba sentada junto a la ventana del aula, mirando la muerte de las hojas en el bulevar. Antes de la última hora de clase, les habían dado por primera vez en su vida un panecillo con una hamburguesa y les habían contado de dónde venía esa carne. A continuación, les ordenaron escribir para el día siguiente una composición sobre la vaca —si habían visto una alguna vez— y sobre lo que esperaban de su vida futura. Por la noche, recordando aún aquel panecillo y la espesa hamburguesa, Moscú Chestnova escribió su composición sentada a la mesa común, cuando todas sus compañeras ya dormían y una pequeña luz eléctrica ardía débilmente en la sala:

CUENTO DE UNA NIÑA

SIN PADRE Y MADRE:

SOBRE SU FUTURA VIDA

Ahora nos enseñan la mente, pero la mente está en la cabeza, por afuera no hay nada. Hay que vivir como verdaderos trabajadores, y así quiero vivir yo mi vida futura. Que haya galletas, mermelada, bombones y que siempre se pueda pasear por el campo entre los árboles. Si no, no viviré, no tendré ánimo para hacerlo. Quiero vivir de manera corriente con felicidad. No tengo más nada que agregar.