El Observatorio Ahora que Sí nos Ven contó 55 femicidios del 1° de enero al 7 de marzo de 2021. Hay otras cuentas: El Observatorio Lucía Pérez registró 62. En tanto, La Casa del Encuentro, que hace más de una década lleva esta estadística basada en recortes periodísticos, enumeró 50 femicidios, 1 transfemicidio y 5 femicidios vinculados de varones. Hay que contarlos, urge. No son números, son vidas. Y son historias. Que dejaron de estar veladas bajo el manto de los crímenes pasionales -eso es algo que lograron las periodistas feministas- pero muchas veces se cuentan sin develar del todo las tramas que lo hacen posible: complicidades, mecanismos institucionales, la cultura machista, el sistema que permite que sucedan. En la televisión, donde las feministas son muy pocas, la competencia es por el detalle macabro, la música fúnebre, la representación de las víctimas con todo su cuerpo convertido en el mensaje. Mientras tanto, cientos de trabajadoras de prensa de todo el país se convierten en las portavoces de los pedidos de justicia, habilitan la palabra de las familias en el espacio público, evidencian las fallas. Seguir contando, dejar en evidencia que esos transfemicidios, esos femicidios son por motivos de géneros, dar relevancia a las palabras de amigues, familiares, compañeres de las víctimas. Evitar que la proliferación diluya algunos crímenes, aquellos que no merecen el regodeo mediático. “No venden”, responde con toda impunidad el jefe, el director, el que decide cuáles serán las noticias para presentar.

No sólo de periodismo están hechos los discursos sociales, aunque vaya si los medios son constructores privilegiados de sentido. Programas de entretenimiento, ficciones en la televisión, pero también –de forma más acotada-- documentales, literatura. En 2003, poco antes de morir, Roberto Bolaño terminó 2666, una novela monumental que hacía de la enumeración una potencia: el rescate del nombre, de la historia, de la existencia previa a su feminicidio de cada una de las asesinadas en Ciudad Juárez –en la novela nombrada como Santa Teresa— convierte en insoportable lo naturalizado. Contar los femicidios es la única manera de darles relevancia pública, dejar en evidencia su carácter político depende –sobre todo-- de cómo se haga.

El 23 de marzo se podrá ver en el cine Gaumont el documental Algo se enciende, dirigido por Luciana Gentinetta, seleccionada para la competencia oficial del Bafici. La película se centra en la escuela ENAM de Banfield, y en el grupo de amigues y compañeres de Anahí Benítez, la adolescente de 16 años que desapareció el 29 de julio de 2017, cuando salió para ir a caminar. “No sé qué pasó con Anahí, hasta hoy no está develado qué fue lo que sucedió. Ella estuvo secuestrada cinco días, no se pudo decir bien qué es lo que sucedió en esos días, más allá de los horrores que sabemos. Me movilizaba que yo no sé qué pasó con Anahí pero sí sé qué pasó en su escuela, porque yo soy egresada de esa escuela y participé”, dice Gentinetta, de 23 años. Apenas empieza la película se enuncia que se trata de contar qué hicieron con la tristeza de ese femicidio. “Cuál es este lado B del vacío que deja esa ausencia y correrse de todo lo demás que ya sabemos, el secuestro y demás, pero tratar de recuperar la imagen de Anahí a través de la gente que la rodeaba, y cómo la recuerda”, son algunos de los temas que Gentinetta plantea. Anahí dibujaba, y Vicky, su amiga, muestra a la cámara un dibujo que le regaló para su cumpleaños. La chica de 16 años es recuperada desde sus amigues que recuerdan lo compartido, su pasión por el dibujo, la vida cotidiana. “Me interesaba indagar en quién era y cuáles eran las cosas que la conectaban, qué cosas dejó marcadas en sus amigos, yo encontré que Anahí había dejado muchos dibujos, muchas piezas de arte que les hacía a sus amigos, me pareció que era muy importante para hablar el rompecabezas de quién era Anahí”, relata la directora, quien quiso escapar a la cristalización de la víctima en ese lugar. “La idea fue recuperar eso a través del relato de sus mejores amigas, presentarla como una artista. Siempre hay una presentación de la víctima de femicidio y no sos más que víctima”, señala.

Foto: Jose Nico


Organización y lucha

Las voces de les adolescentes se suman y arman ese collage que permite verlos en acción, activos, reclamando. “El segundo punto crucial que me movilizó fue que la escuela tiene una larga tradición de organización estudiantil y para mí la forma en que los estudiantes movilizaron a toda la comunidad educativa, tiene que ver con una enseñanza que tiene el colegio en su historia, que es inherente. Quise correrme del horror de los femicidios para retratarlo desde otro lugar. Hay una historia para contar sobre qué motiva a estos adolescentes de 16, 17 años, a salir a buscar por todo el noroeste del conurbano a su compañera. Y quise darle forma y dejar registro de esto que me parecía muy valioso, increíble”, continúa Gentinetta sobre la búsqueda de ese documental que sólo al final –en una placa—se refiere al proceso judicial por el femicidio, por el que hay un único condenado, Marcos Bazán, con pruebas consideradas insuficientes por la familia de Anahí y por organizaciones de Derechos Humanos. “La comunidad educativa de la ENAM espera una reapertura de la investigación que explique de una vez dónde y por qué Anahí Benítez estuvo secuestrada durante cinco días y por qué la policía no pudo encontrarla con vida”.

La primera filmación para Algo se enciende fue en 2018, un año después del femicidio. En la escuela se hizo una jornada artística de conmemoración y sus imágenes forman parte del documental. En 2019 hicieron las entrevistas y las imágenes del colegio. En la última semana de posproducción, encontraron un archivo de la directora que permitió incorporar su voz, ya que Gentinetta le escapaba a la voz en off, el relato es llevado por amigues y compañeres de Anahí. Ella tenía dos premisas: no quería morbo ni una voz que glosara a les protagonistas.

Gentinetta también estudia Comunicación Social, y tiene una visión hipercrítica del tratamiento de los femicidios en los medios. “Tienen una gran capacidad para enganchar el morbo con la revictimización”, señala y agrega: “No lo tolero, me da muchísima bronca. Generan un gran nivel de revictimización. Creo que a nivel periodístico no sólo se puede cambiar el relato para no generar este tipo de situaciones, sino que es muy necesario”. También se plantea que ese tipo de noticias son responsables del “nivel de naturalización de la violencia, porque es como una noticia que hoy está durante cuatro horas seguidas y mañana no hay seguimiento, no existe, es muy fugaz. Esa fugacidad del relato es lo que genera que sea un número, una chica más, otra chica más al otro mes, y otra chica más”.

El remanso que significa el documental Algo se enciende estriba en la apuesta colectiva, pero no es la única narrativa que va más allá del suceso policial. Justamente, convertir un femicidio en un acontecimiento inevitable lo naturaliza.

Un juego inocuo. Un acontecimiento. Eso es exactamente lo que planteó el programa Mejor de Noche, conducido por Leo Montero, en enero pasado. Las preguntas fueron: dónde fue hallado el cuerpo sin vida de Lola Chomnalez y en qué calle ocurrió el ataque de Ángeles Rawson. Como si fuera un juego. Ese “entretenimiento” fue rápidamente repudiado por audiencias que ya no toleran cualquier tratamiento. Convertir a las preguntas sobre femicidios en una trivia es una típica maniobra para restarle relevancia. Ángeles y Lola fueron dos adolescentes cuyos femicidios fueron resonantes: el olvido es una forma de muerte mucho más perdurable.

La impunidad del olvido

Con Chicas Muertas, un libro publicado en 2014 –antes de la masiva movilización Ni Una Menos—Selva Almada recuperó las historias de tres jóvenes, de Entre Ríos, Chaco y Córdoba, asesinadas en los años 90, cuyos femicidios quedaron impunes. En la época en que ocurrieron los crímenes, la palabra no se utilizaba, mucho menos una penalidad específica –como la establecida en 2012 con la modificación del Código Penal para establecer la figura, con castigo de prisión perpetua—y era muy reciente la enorme pelea feminista para instalar en el debate público que el asesinato de Alicia Muñiz a manos de Carlos Monzón –en febrero de 1988-- no pertenecía al ámbito de lo privado. Las narrativas sobre la violencia se fueron conquistando.

Chicas muertas tiene una exhaustiva investigación al servicio de una hondura narrativa. Tres femicidios impunes, tres adolescentes asesinadas sin justicia. Ahora que hay una marea gritando justicia por cada asesinada, resulta difícil comprender cómo un asesinato cae en el olvido. En 1990, el crimen de María Soledad Morales conmovió al país. A Selva Almada le impactó que muchos años después –en un aniversario que no fue el último—los rastros de aquel crimen –y aquella lucha—estuvieran diluidos en la memoria colectiva. “Había leído un artículo en la revista Noticias, donde un periodista volvía a Catamarca, al colegio donde ella estudiaba, y también lo sorprendía que los adolescentes que iban a este colegio, más allá de que había o hay un monolito, no tenían idea de quién era y de qué era lo que había pasado con ella exactamente. Un caso que fue escandaloso porque se llevó puesta a la dinastía de los Saadi. Había también un velo de olvido en ese caso. Es casi lo peor que nos puede pasar en cualquier circunstancia, sobre todo en estas muertes injustas y arbitrarias, en el sentido de que alguien decida que te puede matar y ni siquiera quede recuerdo”, recupera en diálogo con Las12.

Selva no llega a escribir Chicas Muertas de un día para el otro, sino que “fue parte de un proceso personal”. Cuando tenía 13 años, en San José, un pueblo de Entre Ríos cercano al suyo, mataron a Andrea Danne, de 19 años. “Fue un hecho muy crucial para mí, porque nunca había escuchado de otros asesinatos de mujeres, en ese momento no se llamaba femicidios. Nunca algo tan cercano, que podía pasar en un pueblo como el mío, siempre esas historias pasaban en otra parte, en ciudades como Buenos Aires, las películas o las novelas”, abunda ahora.

Selva tuvo presente a Andrea durante 20 años, con cada noticia de una mujer asesinada. “Eso que yo escuchaba esporádicamente empezó a copar más los medios, nos empezamos a enterar de que no era una de vez en cuando, era más generalizado”, relata el camino que la llevó a la decisión de escribir Chicas Muertas.

La impunidad de los crímenes es un eje de su libro. Al año siguiente, el Ni Una Menos mostró cómo había cambiado la tolerancia social. “Por suerte desde que yo empecé a pensar en el libro, que fue en 2008, hasta hoy se modificaron algunas cosas. Ahora hay una figura que condena a perpetua al femicida, lo cual ya es un avance enorme, pero bueno, falta todavía muchísimo que hacer para que ese femicida no llegue a ser un femicida, para que no llegue a haber femicidio. Los últimos casos nos dan prueba de lo contrario”, considera Almada, quien no tiene en mente un nuevo libro sobre el tema, pero sí sigue las noticias de femicidios, “más que nada, esperando que deje de haberlos”.

El olvido, la pérdida del registro social de lo ocurrido, fue un impulso. “Muchos años después, me parecía que la comunidad iba perdiendo el registro de que eso había sucedido con Andrea. Habían pasado 20 años y la gente ya no se acordaba, de hecho podía ver con espanto, que se podía comentar ‘ay lo que pasó, mataron a una mujer en tal lado’, como si fuera algo que siempre ocurre en otra parte, y esto había ocurrido en un lugar muy cercano a mi pueblo. Ya no había registro, no había recuerdo, entonces me parecía que era terrible, porque además de la primera injusticia, que fue haber sido asesinada, después no había tenido justicia, en el sentido de que nadie había ido preso y además sus comunidades casi prácticamente no se acordaban de ella, como si las volvieran a matar cada vez”, dice Selva.

Con delicadeza, en su relato, Selva construye la atmósfera del machismo cotidiano. “Fui pensando en el transcurso de la escritura, que lo que tienen los casos de femicidio es que también hay una comunidad que de algún modo sostiene que ocurra. Ojalá que sea cada vez menos. En realidad, es la cultura machista. De algún modo, también los entornos ayudan, silencian, allanan el camino. Entonces, cuando pasa algo así, cuando hay un femicidio, no es una tragedia para esa familia a la que le toca el caso, sino que debería ser una tragedia comunitaria, porque de alguna manera todos estamos involucrados en sostener, o seguir esa trama que convoca o sostiene los femicidios”.

El libro no tiene que ver con lo policial. Las periodistas feministas dan en las redacciones una batalla cotidiana para sacarlos de esa sección, para alejarlos de sus secciones y poner en evidencia la dimensión social de las violencias machistas, con su extremo en el femicidio.

foto: Jose Nico

El lugar del femicida

Esa dimensión social, la politización del femicidio, pone también sobre la mesa, y en estos días es el eje de la discusión, cuál es el lugar del femicida. ¿Por qué la presunción de inocencia se respeta a rajatabla cuando se trata de un crimen por motivo de género, pero no si hay una mujer sospechada de cometer un crimen?

Hoy, las redes sociales facilitan que se haga pública la imagen del sospechoso, un procedimiento reprochable desde lo jurídico, con aplicación social diferencial. Recién ahora, las imágenes de los victimarios implican también la condena social. Un femicida es un brazo ejecutor de un orden social que postula la propiedad sobre el cuerpo y la vida de las mujeres, trans, travestis, lesbianas y toda persona feminizada o subalternizada. Y entonces, al contar un femicidio, la dimensión individual está necesariamente imbricada en una pertenencia genérica y social, en esa posibilidad siempre latente de ejercer violencia.

En La oscuridad dentro de mí, el relato femicida, el periodista, investigador y escritor Osvaldo Aguirre toma testimonios e indagatorias judiciales, debates orales y públicos, sentencias y entrevistas realizadas a los fines de la investigación. “Ninguna frase fue agregada o inventada bajo ningún motivo”, aclara el autor. El libro fue publicado en 2018, y su lectura toma los motivos personales –toda historia es una historia singular—con las estructuras que sustentan esos crímenes, cuyo mensaje va mucho más allá de la propia ejecución.

“Un crimen es un episodio que se prepara, no solamente en el sentido de la planificación del acto en sí sino en el de construir el escenario y darse las razones por las cuales un hombre se siente legitimado para quitarle la vida a una mujer”, se lee en el epílogo del libro de Aguirre, que también retoma palabras de la psicoanalista Irene Meler: “No creo que sean casos normales y tampoco tan anormales. Son la expresión hiperbólica de una tendencia propia de la masculinidad cultural. Son como el rostro que no queremos ver de nosotros mismos, como una caricatura. No digo que cualquier hombre sea un asesino en potencia, pero sí que hay un entrenamiento para la violencia que transcurre durante toda la vida”.

Desde la ficción, primero, en Baldías, la escritora Laura Rossi se lanzó a indagar en el discurso femicida. “Cuando tenés toda la información, solo desde la ficción vos podés tomar otra perspectiva para pensar otras cosas. Esa era mi idea. A mí lo que me dio como resultado ese trabajo y esa distancia era llegar a lo que yo necesitaba entender, la perspectiva que a mí me interesa es la del femicida, porque eso es lo que no logramos entender”, expresa esta autora nacida y criada en San Miguel, en el conurbano bonaerense, y radicada hace años en Rosario.

Baldías es una novela publicada en 2012. Este mismo año, y con acceso gratuito por la web, Rossi publicó en Brumana Libre Editoras No me verás volver, relatos a partir de cinco femicidios reales, aunque no identificados. “A mí lo que me perturbaba mucho en Baldías, porque no estábamos hablando de esto como lo hacemos ahora, es que habían aumentado mucho los casos de mujeres quemadas, después del femicidio de Wanda Taddei y la amenaza era quédate quieta que te voy a quemar. A mí lo que me perturbaba es que el fuego borra las huellas”.

Para Rossi, además, un motor potente era la impunidad. En su novela, los femicidas continúan con su vida y solo tienen miedo a ser descubiertos. “Vos te subís a un colectivo y no sabés qué hizo el señor que se sentó al lado tuyo”, lamenta. El trabajo del detalle, la construcción de la escena, le permite mostrar el entramado. “Yo sólo te muestro lo que te lleve a entender que el tipo es un monstruo, porque en realidad es un hombre, es tu vecino, es el señor que atiende el almacén de enfrente de tu casa”, expresa Rossi.

Casi diez años después, la apuesta es distinta. “Para este proyecto, me dije que iba a trabajar con este discurso periodístico, que para la mayoría de nosotros es lo real, porque ahí vos te enterás de qué paso. Leí un montón de los casos que elegí, y en el proceso de escritura, traté de despegarme, porque si no la ficción se transforma en una suerte de crónica”, plantea Rossi, y considera: “No importa qué caso tomé, porque las historias se repiten, el arco narrativo se repite”.

En la Argentina, todavía, los femicidios los cuentan las asociaciones civiles, porque las estadísticas del estado tienen otros tiempos. Y lo hacen a partir de notas periodísticas. Rossi considera esencial que se informe sobre femicidios. “El silencio es el gran aliado”, plantea.

Cambiar el acento

El acento puesto en la víctima, ese es el gran debate del momento. ¿Por qué contar todo de la mujer que ha sido violentada y ocultar las condiciones de posibilidad de esa violencia, omitir a quién la ejecutó? “Cuando hay un femicidio, la foto que vos ves es la de la víctima, te enterás de su historia, del femicida no sabemos nada, o sabemos poquito”, subraya, y da el ejemplo de Nahir Galarza. “Cuando Nahir Galarza mató, no hablamos de Fernando. Ahí se habló de ella, entonces vos decís qué está pasando acá. Sin contar que se repite esto de ‘apareció muerta’. Borrar el sujeto. De todas maneras, me parece que siempre es mejor que se hable a que no se hable”.

Abordar estas historias desde la ficción le permite otros tiempos y otra distancia. “Tiene que ver con un poder demorarse en un gesto nada más. Para mí, igual, fue difícil porque me pasaba una semana investigando el caso y no me podía despegar del dato duro, dejarlo decantar, a ver por dónde arrancaba. Todo esto me pasó en el cuerpo, tenía unos sueños horrendos”, relata sobre el proceso de escritura.

Urgencia y distancia

A Celina de la Rosa, periodista feminista de la provincia de Tucumán, le tocó escribir sobre tres femicidios de su provincia, con pocos días de diferencia. Dos niñas: Abigail Riquel, de 9 años, y Abigail Luna, de dos, fueron asesinadas el domingo 18 de octubre. Paola Tacacho, lesbiana, había hecho decenas de denuncias contra su agresor, Mariano Paradas Pareja, que la mató en pleno centro de San Miguel de Tucumán del 30 de octubre pasado. “Es muy duro, armarse para escribir sobre eso, para hacer una narrativa sobre los femicidios. Es muy difícil. Y creo que muchas veces quienes no lo hacen desde una perspectiva feminista, no sé si sufren las parálisis que nos agarran sobre cómo abordar cada caso, cómo buscar las fuentes justas y necesarias, cómo buscar cuáles han sido las responsabilidades del estado en cada caso”, plantea.

Buscar la palabra justa, escuchar a las personas cercanas a la víctima, poner en contexto. “No se trata de un solo femicida. No es un caso aislado, sino que está rodeado por una problemática, lo central es poder ubicarse desde el lugar de la problemática social que atraviesa y también de poder entender lo que nosotras llamamos la interseccionalidad. Cuando hablamos de niñas, de la pobreza, en el caso de Paola Tacacho era distinto, porque era una profesora de inglés de colegios privados, era lesbiana, y también esa interseccionalidad me parece importantísimo poder cubrirla. Para no caer en el mismo lugar, me parece que lo más importante es acercarse no solamente a la familia, como también saber que se trata de una problemática social y buscar la respuesta en los agentes del estado”, sugiere y deplora una práctica que de tan cuestionada no dejó de realizarse. “Suele pasar en algunos medios, como La Gaceta de Tucumán, que suelen llamar comisaría por comisaría y les van pasando los partes de los casos policiales. Si nuestra fuente va a ser la policía, vamos a tener registros de femicidios desde esa mirada”, cuestiona.

Celina subraya la complicidad política en Tucumán con personas denunciadas por abuso sexual que tienen lugares de poder, como el senador José Alperovich o el integrante del Superior Tribunal de Justicia, Antonio Estofán. Las periodistas feministas, también, se convierten en referencias y acompañantes de quienes denuncian violencias. “Es interesante contar qué implica para nosotras encontrar narrativas para contar, cuando además estás acompañando. La verdad es que no te podés alejar, porque la denunciante se pasa una hora y media contándote y leyéndote su expediente, desesperada para que alguien la escuche”, plantea la imposible distancia.

Para Celina, “algo que tiene que quedar claro en una nota de femicidio, que no tiene que quedar una ambigüedad y encontrar con todos los riesgos de que te pueda llegar a pasar que caigas en lo macabro. Siempre trato de apoyarme en mis colegas, mis amigas, mis compañeras, y mucho escuchar a esas familias, que encima empiezan a tener una idea del estado y la justicia y aprenden de manera agigantada derechos y situaciones que es tristísimo, porque pasan de vuelta por esa violencia. La violencia parece no ser suficiente, sino que esas familias pasan a peregrinar por justicia, a rogar por respuestas”, enumera las etapas del seguimiento de los casos. Por eso, clama por comunicadores con perspectiva de género en el estado también. “Esto podría cambiar la idea de naturalizar lo macabro, la crueldad, de dejar de tomarlo como un número”, se entusiasma.