El Booker Prize es el premio más importante de Inglaterra y se entrega en una pomposa cena a la que asisten los cinco finalistas, los miembros del jurado y unos cuantos figurones de la intelligentzia y la prensa británica, que son los que alimentan la previa en las casas de apuestas de Londres. Se dice que el Booker cambia para siempre la suerte de quien lo gana; déjenme contarles qué pasó en la edición 1979. Penelope Fitzgerald, una dama de 63 años en un vestido que parecía hecho de cortinas, era una de los finalistas, la menos conocida de los cinco. Compartía mesa con varios periodistas que le informaron que se estaban emborrachando tranquilos porque era obvio que iba a ganar VS Naipaul y ya habían dejado escrita su columna para el día siguiente antes de venir a la cena.

Para estupor general, Penelope es la ganadora. Minutos después, en el programa televisivo de la BBC sobre el premio, el conductor dice a los panelistas que no ha ganado el mejor libro. Entre los panelistas está la propia Penelope. Hasta el venerable editor de su libro declara que le parece un veredicto absurdo (días antes de la nominación le había dicho a Penelope que la editorial no quería publicar más “novelitas tristes escritas por mujeres”). El Booker cambió apenas un poco la suerte de Penelope, pero fue más que suficiente para ella: le alcanzó para comprar una máquina de escribir eléctrica y alquilar un ático (hasta entonces dormía en el living de su hija casada) y en ese ático terminó, quince años después, el libro que le daría justa fama y veneración: La flor azul, una novelita tan triste como extraordinaria sobre el poeta romántico alemán Novalis, que Julian Barnes supo definir así: “Un libro sobre un genio escrito por otro genio”.

Penelope Fitzgerald (de soltera Penny Knox) repitió muchas veces en sus últimos años que era “una escritora vieja que nunca había sido joven escritora”, pero no es del todo cierto. Es verdad que escribió su primer libro a los 59, para amenizar las últimas horas de su marido, pero también es cierto que nació en una familia de ilustre prosapia intelectual: los Knox, que eran una combinación sólo posible en Inglaterra de religiosidad, humor, excentricidad e inventiva inclaudicable. Su padre era el editor de la legendaria revista Punch (donde Penelope debutó a la edad de diez años). Uno de sus tíos era el criptógrafo más famoso de su tiempo, otro era obispo, otro era misionero y dedicó su vida a los pobres; los tres publicaban libros de teología y colaboraban con breves piezas humorísticas en Punch. Penelope estudió en Oxford (su examen final era tan brillante en su síntesis que su tutor lo hizo copiar en un pergamino y lo tenía colgado en su salón). Durante la guerra brilló en el servicio radial de la BBC (le decían “La Bomba”) y después, como todas las mujeres de su tiempo, se casó y empezó a tener hijos. Su marido, Desmond, también había ido a Oxford y era un oficial condecorado, pero volvió tocado de la guerra. Perdió su licencia de abogado, terminó vendiendo boletos de tren y llevó a su familia a vivir en una barcaza en el Támesis. Penelope trabajaba doble turno de maestra y era la única de la familia que no tenía cuarto propio: dormía en un catre, que sólo podía armar cuando todos se habían ido a dormir, y que debía plegar antes de que se despertaran por la mañana.

En esa barcaza distrajo la agonía de su marido leyéndole capítulos de su primer libro (“Podría decirse que lo escribí a pedido”) y, cuando enviudó, y la barcaza se hundió, contó la experiencia de esos años en el libro que ganó el Booker: A la deriva. De la barcaza fueron a parar a un albergue, la madre y sus tres hijos, y del albergue a sucesivas casitas, siempre mínimas, donde Penelope siguió durmiendo en un catre en el living hasta que, con la plata del Booker, pudo alquilar aquel ático para ella sola y su flamante máquina de escribir eléctrica, y a los 64 años se sumergió en su formidable estilo tardío.

Había escrito hasta entonces cuatro novelas (una por año, desde que enviudó). Las cuatro eran autobiográficas: sus años en la barcaza, en la BBC, en una librería y en una de las escuelas de señoritas donde enseñaba. Las cuatro las escribió igual: en pocas semanas, y las corregía obsesivamente el resto del año. En aquel ático escribió otras cuatro, pero cada una le llevó cuatro años de investigación y eran todas “históricas”, a falta de una palabra mejor. Porque lo que se conoce como novelas históricas son como cursos-de-cultura-general-para-señoras-aburridas (reconstrucción de época, clichés al por mayor, muchas páginas); y lo que hace Penelope con la Alemania de Novalis, la Italia de Gramsci, la Rusia de la revolución y el Oxford de sus tíos Knox es su perfecta antítesis.

En la familia de Penelope se hacía un culto de la síntesis y la condensación: decir lo máximo en la menor cantidad de palabras, fuera para mostrar ingenio o para transmitir todo aquello que es inconfesable para un inglés. “El que comprime, intensifica”, confesó ella una vez. Y así escribió siempre: todo se entiende, todo se ve, todo se siente, en cada breve capítulo de sus breves novelas; es asombroso que se pueda decir tanto en tan pocas palabras. Pero lo doblemente asombroso es que lograra el mismo efecto relatando ya no experiencias propias sino de personas desconocidas en tiempos ajenos al suyo. En esas cuatro novelas escritas en el ático, entre sus 64 y 79 años, Penelope “tiene el don de saber todo lo necesario sobre lo que escribe, de saberlo desde adentro”, como dijo Frank Kermode. Aunque ella prefirió explicarlo de otra manera: “A veces creo que escribo estas novelas sólo por el placer de investigar, primero, y después de ocultar lo más subterráneamente que pueda toda esa información”.

Cuando se publicó La flor azul en Estados Unidos volvió a ocurrir lo del Booker: el mismo estupor cuando ganó Penelope. Esta vez competía contra Don DeLillo y Philip Roth por el National Critics Award y las malas lenguas dijeron que habían premiado a una viejita para no tener que elegir entre esos dos pesos pesados. Pero el propio Roth enmendó la plana: “Hay más sabiduría en ese libro que en toda la obra de muchos de nosotros”. Y es verdad. Eso que llamamos vulgarmente “contar el cuentito” es una de las más eficaces formas que existen de transmitir conocimiento y experiencia de vida, si se lo usa como lo usaba Penelope. Por supuesto, ella jamás se hubiera permitido hablar en esos términos. Una vez le preguntaron cuál debía ser la función de la novela: “Creo que todo empezó cuando la gente tomó conciencia de que afuera estaba oscuro. La función de la novela es ayudarnos a sobrellevar que está oscuro afuera”. En exacta sincronía con aquel brevísimo discurso cuando recibió el Booker, agradeció a “todas aquellas personas que nunca hacen un viaje (aunque sea el tren o el subte a su trabajo) sin llevar un libro, y al despertarse por la mañana retoman en la página en que dejaron por la noche y, cuando terminan, están ansiosos hasta que empiezan otro”.