Los cumplió feliz. Al menos esa es la esperanza de muchos de los que, de distintas maneras, contribuyeron a dar forma a una jornada marcada por su recuerdo. El jueves Astor Piazzolla cumplió 100 años y la recurrencia se celebró con sentimiento y abundancia. Mientras desde los primeros minutos del día Google recordaba al bandoneonista colocando su imagen en su doodle, en la madrugada se multiplicaban las notas periodísticas en diarios y portales. Con la llegada del día, en las redes sociales millones de comunes posteaban una foto, una anécdota, un recuerdo personal, o simplemente compartían el link que conducía a esa música furiosa y sensual, que sonaba más sentimental que nunca.

Fue un día histórico, si se quiere, en el que un país terminó de reconocer a un músico que no surgió de la petulancia promocional de la industria del entretenimiento, tampoco de los ajados escalafones de la academia, sino de la humana gesta de poner convicciones y talento al servicio de una idea subversiva. A cien años de su nacimiento, el incómodo del tango terminó de asentar su nombre y su obra, revolucionaria en el sentido más cabal del término, en lo más sensible de la cultura argentina.

Así fue como en el anochecer de un día agitado, mientras en el Teatro Colón Daniel “Pipi” Piazzolla con Escalandrum le daba una vuelta jazzística a la música del abuelo Astor, el Centro Cultural Kirchner proponía el primer capítulo de un ciclo que se prolongará a lo largo del año. Piazzolla 100 se inauguró a las 19, con la apertura de una exposición que a través de distintos espacios y de distintas maneras, se deconstruye el universo simbólico de Piazzolla. La muestra, que se puede visitar de miércoles a domingo de 14 a 19, se articula con instalaciones de Johanna Wilhelm, Axel Krygier, Valeria Traversa, Carolina Antoniadis, Julián D’Angiolillo, Mene Savasta Alsina y Augusto Zanela, con videos de Hernán Kourián y la curaduría de Liliana Piñeiro y Natalia Uccello sobre la investigación de Lucía Ulanovsky.

A las 21, en el Auditorio Nacional, lo que antes se insinuaba como evocación y emblema se materializó en sonido y la música de Piazzolla volvió de cuerpo entero con intérpretes de distintas generaciones. Amelita Baltar, José Ángel Trelles, José Colángelo, Franco Luciani, Luis Salinas y el Sexteto Mayor, entre otros. Hace tiempo que la música de Piazzolla está más allá de su creador. Cómoda y generosa, viaja en innumerables versiones impulsada por otras inspiraciones, que más allá o más acá de los estilos hacen que no deje de sonar en nombre de su compositor. La música de Piazzolla es un sentimiento noble que se ejerce.

El concierto tuvo un inicio impactante. Las luces de la sala, ocupada sólo en parte a raíz de los protocolos sanitarios, se apagaron para que en las alturas brille el gran órgano Klais Opus 1912, en el que Matías Sagreras interpretó “Milonga del ángel”. Enseguida, Pancho Ibáñez, sobrio maestro de ceremonias, presentó a Pepe Trelles que ofrendó “Los pájaros perdidos”, antes de que otro Pepe, Colángelo, con la libertad a su favor, hiciera junto a Franco Luciani una fogosamente ornamentada versión de “Oblivion”. Buen preludio para otro gran momento de la noche: la versión de “Escualo”, a cargo de la bandoneonista Eva Wolf, la violinista Lucía Luque y el pianista Hernán Possetti, sobre el mismo tenor de rigor expresivo, el cuarteto de percusiones Paralelo 33º ofreció su versión de “Fuga y misterio” y, a dos pianos, Lilia Salsano y Daniela Salinas se prodigaron en “La muerte del ángel”.

Después de la versión de “Chiquilín de Bachín” a dos guitarras entre Horacio Avilano y Luis Salinas –que también cantó– llegó el momento de Cucuza Castiello. “No seré Trueno, pero vine rápido como un relámpago”, dijo el cantor de Urquiza en referencia a su repentina convocatoria para ocupar el espacio que el rapero dejó vacante. Enseguida, con su versión de “Vuelvo al Sur”, con Fulvio Giraudo en piano y Eva Wolf en el fueye, dejó en claro que puede ser titular en cualquier cancha. La extraordinaria versión de “Adiós Nonino” de Néstor Marconi en bandoneón dejó sin aliento a un público que, a esa altura de la noche, no cabía en su emoción.

En un gran final, en la vereda de enfrente del Luna Park, donde hace más de 50 años se inició una de las tantas polémicas en torno a Piazzolla y su música, la misma Amelita Baltar cantó “Balada para un loco”, con el lujoso acompañamiento del Sexteto Mayor. Naturalmente no había más lugar para disputas y cosas por el estilo: feliz y agradecido, el público raleado en las butacas aplaudía de pie lo que hace tiempo consagró como clásico.

El bis fue con todes nuevamente en escena y una estremecedora versión de “Libertango” que honró las raíces de su nombre.