En una presentación pública en la Feria del Libro, Osvaldo Bayer afirma que las víctimas de un atentado, cometido a principios del siglo XX por el anarquista italiano Severino di Giovanni, habían sido todos burgueses. “Los que producimos películas somos todos burgueses”, responde airado el productor y director cinematográfico Héctor Olivera. Su franco posicionamiento no solo desafía un “pozo negro” de toda la vida (cuánta plata tienen los que hacen cine), sino que pone en riesgo el propio nombre de quien realizó películas tan “comprometidas” como La Patagonia rebelde, Plata dulce, El arreglo, La noche de los lápices y El caso María Soledad. Uno de varios gestos de sinceridad que Olivera deja ver --junto a otros de afirmación y autoconsagración-- en su libro de memorias de reciente edición, Fabricante de sueños (Sudamericana).

Poco antes de cumplir 90 años, a Olivera le llega el tiempo de revisar su vida. Y con ella la del cine argentino, desde fines de los 40 hasta comienzos de este siglo. Así como el pedazo de historia nacional que se abre el 17 de octubre del 45, cuando el niño Héctor Emilio tenía 14 años y, recién iniciado a la vida política, empezaba a desconfiar de un General al que el autor siempre miró de reojo. El título y la foto de tapa de Fabricante de sueños son elocuentes. El término remite al Hollywood de los años 30 a 50, que la industria del cine argentino siempre tuvo como modelo, y en la foto puede verse a Olivera en locación, sentado en una de esas icónicas banquetas en cuyo respaldo podía leerse el nombre del director. Hoy esas banquetas tal vez puedan comprarse, a precio de oro, en alguna casa de antigüedades de San Telmo. Hace rato que dejaron de usarse. Desde el surgimiento del llamado Nuevo Cine Argentino (mediados de los 90) la industria del cine dejó de existir como tal, dando paso al cine independiente. Productor y director de los que filmaban en estudios, y hasta tenían estudio propio, en ese momento Olivera quedó atrapado en una falla del tiempo.

En términos estrictamente cinematográficos desfilan a lo largo de Fabricante de sueños tres Oliveras. Uno es el que se forma en plena “época de oro” del cine argentino en los legendarios estudios Baires, haciendo de “che pibe” en películas como Fantasmas asustados, con Los Cinco Grandes del Buen Humor, o Pasó en mi barrio, de Mario Soffici. El segundo Olivera es el activo y jovencísimo hombre de empresa, que tras la caída del primer peronismo (una sombra negra para quien confiesa haber participado en junio de 1956, como voluntario, de la represión ante el levantamiento del general Valle, arma en mano) funda el sello Aries. Su socio era Fernando Ayala, fogueado en la vieja industria desde poco antes que él, no en el rubro producción sino en el de dirección.

Desde la segunda mitad de los años 50 y hasta fines de los 80, Aries crecería hasta convertirse en la compañía productora (también distribuidora, en su última década) más importante del cine argentino. La compañía de Ayala y Olivera puso la firma a cierto cine “de renovación” de fines de los 50 (películas como El jefe, El candidato y Paula cautiva, todas filmadas en blanco y negro por el primero de ellos) y despuntó a lo largo de las tres décadas siguientes una fórmula de producción ganadora, consistente en la alternancia de films “con ambiciones” (Los tallos amargos, El muerto, Tiempo de revancha, Plata dulce, El arreglo) con otros netamente “nutricionales”. Ese ciclo se inicia con Hotel alojamiento (1966) y alcanza su culminación con la inextinguible serie de Olmedo & Porcel, que les permite afrontar con ventaja los tiempos duros de la dictadura. Esa serie superrecaudadora le da alas a Olivera para comprar los mismísimos Estudios Baires en los que se formó de purrete, al tiempo que levantaba un palacete familiar en las lomas de San Isidro.

Hay, claro, un tercer Olivera, el director, que debuta algo tardíamente a fines de los 60 con Psexoanálisis. Con Las venganzas de Beto Sánchez da un paso adelante hacia un cine al que en la época se consideraba “crítico”, y en 1974 se pone al frente de una de las películas más representativas del cine político de la época, y de mayor fama en toda la historia del cine argentino: La Patagonia rebelde. Su éxito -palabra que se lee con frecuencia en Fabricante de sueños- derivaría más tarde en incursiones en la farsa política (No habrá más penas ni olvido, 1983) y el cine “de denuncia”, con películas como La noche de los lápices (1986) y El caso María Soledad (1993). Ante el fracaso de esta última, el autor, por entonces ya sesentón, comienza a pesar que el cine está cambiando. Faltan sólo dos años para que las primeras Historias breves pongan el “viejo cine argentino” patas arriba.

“Una típica historia de rise and falling”, comenta sobre un determinado guion Olivera, que de pequeño estudió en colegio inglés. Parecería estar hablando de su propia historia, la de una industria y un país, que lo observa pasar de la casa de Las Lomas a un departamentazo en la avenida del Libertador, y de allí a pedirle unos pesos a su mujer para “abrochar” una coproducción. Desde ese departamento vería salir años más tarde a Mauricio Macri & Sra., rumbo a la ceremonia presidencial de diciembre de 2016. Visión que lo llena de orgullo. Por algo sus propios amigos dicen que nació en la zona del Zoológico. En la jaula de los gorilas, más precisamente. Fabricante de sueños es en parte la crónica de una vida en la cumbre, con viajes a festivales, hoteles de alcurnia, premios ganados y mucha alternancia con famosos, y en parte un texto confesional. No sólo por el reconocimiento de Olivera de su pertenencia a un determinado estrato social (algo que gente más ladina, como Paolo Rocca & sucedáneos, jamás admitiría), sino también de su condición de hijo bastardo o de cuando él y Ayala fueron amantes. Por poco tiempo.

Las memorias de Olivera parecen de a ratos un desfile de famosos. Empezando por dos presidentes recién electos, que por una serie de casualidades tocan el timbre de la casa familiar. Uno es el General Perón, acompañado de Eva Duarte; el otro, Arturo Frondizi, sin esposa al lado. Para mandarse la parte, en un auto de alquiler la estrella Fanny Navarro le muestra al “pinche” de los estudios Baires un billete de un peso, que lleva la numeración 003. “El 001 y 002 los tienen El General y La Señora”. En su noche de bodas, Daniel Tinayre aconseja al colega y amigo que coja mucho con la esposa. Lo cual le hace pensar a Olivera que la Sra. Legrand no la habrá pasado mal durante su matrimonio. En 1986, en el Festival de Moscú, donde había llegado acompañando La noche de los lápices, se cruza con Federico Fellini, que luego de beber de su copa lapida: Questo champagne ucraniano e proprio una merda. Esa película le dejó a Olivera recuerdos menos chispeantes: en la noche de su estreno la policía desactivó un paquete depositado a las puertas de Aries. Contenía un kilo de trotyl. Si no lo hubieran hecho no habría habido memorias, ni ninguna otra cosa.