Cristina Fernández de Kirchner produjo hace algunos días un hecho político contundente en el zoom de la Cámara de Casación Federal, el más alto tribunal penal, con sede en Comodoro Py, cuando habló en una audiencia de la causa en su contra conocida como “dólar futuro”. Allí les reprochó a sus integrantes (e hizo extensivo a otros jueces y juezas) haber colaborado con el triunfo de Mauricio Macri y, por ende, con el sufrimiento de la ciudadanía. La vicepresidenta dejó expuesta la gran dimensión política que cobró el Poder Judicial, su alianza corrosiva con los medios de comunicación y las consecuencias sociales. Al escucharla también quedó claro que no es mucho lo que ha cambiado pese a los proyectos de reforma judicial del oficialismo, que siguen trabados.

Antes de que la oposición empezara a agitar la teoría del enfrentamiento dentro del oficialismo, Alberto Fernández sentenció en respaldo de CFK: “Todo lo que dijo es verdad”. A partir de ahí se precipitó la salida de Marcela Losardo del Ministerio de Justicia y la elección de Martín Soria para sucederla. La demora en anunciar al reemplazante habla de la magnitud del desafío que le espera. La cuestión judicial ha sido bandera del Gobierno, pero no hubo ningún referente que sostuviera la pelea y/o negociación con todas las fuerzas políticas, incluso dentro del Frente de Todos y con la propia corporación judicial. La lista de asignaturas pendientes tiene varios títulos: proyecto de reestructuración de los tribunales federales para licuar el poder concentrado en pocos, Ley de Ministerio Público y modelo acusatorio, designación del Procurador, cambios en la Corte Suprema, perspectiva de género en el sistema de justicia, Consejo de la Magistratura, entre otros. Pero no es sólo cuestión de cambios en las leyes sino de cómo se liman los cortocircuitos internos, cómo se encara una gestión coherente, cómo se busca algún consenso y con qué estrategia se encauza la relación con el Poder Judicial –que es obvio que debe existir-- ahora que el paradigma donde mandan los servicios de inteligencia está debilitado.

La frase que usó Fernández para explicar la renuncia de Losardo dice mucho sobre lo que falta o falla: “Marcela no viene de la política y está agobiada”. También habla de que se espera que Martín Soria, a la cabeza del Ministerio, cobre peso político, más aún si se mantiene –como parece— la idea de una revisión y control sobre el Poder Judicial, aunque se ejerza desde el ámbito parlamentario a través de una comisión bicameral u otra variante. Una serie de hechos que enumeró el Presidente en su discurso ante la Asamblea Legislativa, explican su preocupación por una posible nueva ofensiva político-mediática-judiciales. Aludió a la supervivencia del fiscal Carlos Stornelli, procesado en una causa por espionaje ilegal y protegido por sus pares, a la vinculación del presidente de la Cámara de Casación, Gustavo Hornos, con el expresidente Mauricio Macri, y a los arrepentidos, cuyas declaraciones no registradas fueron avaladas también por Casación para sostener acusaciones contra exfuncionarios. Nombró la judicialización de la política y la politización de la justicia. El día que anunció la salida de su vieja socia y amiga, Losardo, también dijo: “(Cristina y yo) tenemos el mismo diagnóstico sobre la justicia, la única diferencia es que ella lo padece”.

Sin espías, ¿y ahora?

El jurista Alberto Binder plantea que el pacto que selló el menemismo en los años noventa con la justicia federal, en nombre de las elites político-empresariales, se está desarmando. Para él era un “modo mafioso” de gestionar asuntos judiciales con participación estelar del aparato de inteligencia. El gobierno actual comenzó a ponerle fin con la intervención de la Agencia Federal de Inteligencia y la prohibición de que sus agentes intervengan en causas judiciales. Pero ahora, advierte Binder en diálogo con Página/12, nadie sabe cómo manejar la relación con la justicia federal, ni sus miembros entienden cómo desenvolverse. La gran duda es cómo se genera un pacto nuevo que permita que “una democracia de mayor calidad”. Por ahora, ni quienes son parte de la administración de justicia ni la dirigencia política “están a la altura de la nueva dimensión política de lo judicial” y se habla sin parar de reformas que no se concretan mientras se transita una encrucijada.

Esto se refleja en que parte del sistema judicial no resulta ser un interlocutor de buena fe, y sigue manejándose con el olfato político. Esto requiere funcionarios, equipos, que puedan hacer lecturas agudas de los escenarios en medio de este juego desquiciado. La subsistencia de causas penales que afectan tanto a oficialistas como a opositores dificultan cualquier transformación, porque siempre habrá un cálculo sobre qué beneficiará a quién.

Para ilustrar hay ejemplos recientes: la condena de un tribunal oral a Lázaro Báez que trae implícita una posible acusación contra CFK en el tribunal que la juzga por la obra pública con pruebas endebles; la confirmación de la Corte Suprema de la condena a Amado Boudou sin dar razones, un llamado “artículo 280” del Código Procesal Penal Civil y Comercial que se lo permite; la ratificación de los supremos de una condena absurda a Milagro Sala. En los expedientes que involucran al macrismo casi no hay llamados a indagatoria sino un manejo magistral de los tiempos.

El papel de los ministros de Justicia suele ser poco recordado. En ámbitos judiciales se menciona con respeto a León Arslanian ministro en los primeros noventa, aunque se terminó yendo en los albores de los inicios del pacto que Binder menciona plasmado en la célebre servilleta de Carlos Corach. La historia de Gustavo Beliz, con Néstor Kirchner, suele destacarse porque luego de desenmascarar la injerencia de los servicios y más puntualmente a Antonio Horacio Stiuso, se tuvo que ir del país. Lo sucedió Horacio Rosatti, a quien Elisa Carrió impulsaría en 2016 para integrar la Corte. Otros han tenido cintura. Pasaron Alberto Iribarne, Aníbal Fernández, Julio Alak, entre tantos. Hubo comisiones reformadoras, ideas y diseños, pero pocos cambios. Germán Garavano, con Mauricio Macri, avaló la profundización al extremo de la utilización del aparato de inteligencia.

Si la nueva gestión en Justicia cobra una presencia política contundente, necesitará pasar los principales dilemas en limpio y buscar canales para instrumentar reformas para el contexto vigente. Si ese protagonismo está en sintonía con la complejidad del sistema judicial, debería atender también las enormes desigualdades que reproduce y que dificultan el acceso a los tribunales y a los derechos de la gente de a pie. 

En función de las cartas que están sobre la mesa, hay tres aspectos que la nueva gestión no podrá descuidar si el plan es generar seriamente alguna transformación.

Hacia adentro del Ministerio de Justicia hará falta unificación, algo que no existió en el último año, en parte por diferencias entre funcionarios, un grupo de ellos más vinculados a la vicepresidenta, como el número dos Juan Martín Mena. La cartera aglutina una multiplicidad de funciones y a la vez es una prestadora de servicios, que requieren conexión: dependen de ella el Servicio Penitenciario Federal, la Inspección General de Justicia, la Secretaría de Derechos Humanos, la Procuración del Tesoro, la Agencia Nacional de Materiales Controlados, los centros de acceso a justicia, el Instituto contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racisimo (Inadi), el Registro de Propiedad Automotor, entre otros.

Hacia afuera hay dos planos: cómo se encauza el vínculo con el sistema judicial y cómo se plasma la negociación con la oposición política y dentro de la coalición gobernante.

Proyectos calientes

La reforma judicial que postula unificar juzgados penales federales con el fuero penal económico, multiplica juzgados y fiscalías, y agranda las cámaras, está estancada en Diputados. Lo mismo pasa con el proyecto para cambiar la Ley de Ministerio Público Fiscal y modificar las mayorías para elegir procurador/a así como acotar su mandato. Faltan unos 8 votos, varios de diputados provinciales. Uno de los desafíos será como romper la muletilla opositora de que todo está pensado para lograr impunidad. Hacia adentro de la coalición oficialista, hay quienes cuestionan que la fusión de tribunales reproduce el sistema vigente. En la designación de un nuevo jefe o jefa de los fiscales se juega la posibilidad de que exista alguna vez una política criminal real que apunte a las grandes organizaciones criminales en lugar de apañarlas (llámese narcotráfico, trata, contrabando a gran escala y también corrupción). ¿Serán todos los intereses en juego los que impiden su nombramiento? ¿Por qué pareciera que nadie quiere o pocos quieren que se aplique un sistema acusatorio que recorte poder a jueces y juezas e instale la oralidad para todo trámite? ¿Qué grandes cuestiones condicionan esa reforma? Sería bueno que se exteriorice ese debate.

Arslanian ya había señalado a este diario que si no se promueven cambios que toquen a la Corte Suprema, todo el resto será complicado. En el Gobierno hay resistencia avanzar con una modificación del número de miembros. Pero algunos funcionarios piensan que podría haber al menos una vacante, con la intimación que le llegó a Elena Highton de Nolasco para jubilarse. El resto, como enumeró Fernández en nuevos anuncios, apuntará a desmontar mecanismos de concentración de poder de los supremos, como arrogarse los fallos sobre arbitrariedad de las sentencias, su estrategia para ejercer selectividad y enviar mensajes hacia la dirigencia. El plan es que exista un tribunal intermedio, de garantías, lo que requerirá un diálogo indefectiblemente con las provincias, porque toca a sus poderes judiciales. He ahí un gran asunto para negociar.

El presidente enunció que quiere modificar el Consejo de la Magistratura, ese organismo pensado para que los/as jueces y juezas lleguen al cargo por idoneidad y no a dedo, así como para controlar su conducta en el cargo. Sugirió moderar su impronta política. No será fácil. El sueño de la participación popular en la justicia, y con eso de un gran cambio, podría plasmarse en una ley de juicio por jurados para los delitos federales, donde puede entrar desde la evasión y el narcotráfico hasta la corrupción. Ahora resta ver si Martín Soria realmente consigue ponerse al frente de una nueva política judicial —que no sea devorada por un sistema judicial tomado por la política y los grandes intereses económicos--, o si queda atrapado en la red de intereses cruzados que suelen atravesar este debate.