La fecha del 24 de marzo habrá de perdurar en la memoria pública argentina. Se podría sostener que es el recuerdo de una derrota y hubiera sido mejor honrar la exaltación del 25 de mayo de 1973 o el júbilo menos tumultuoso pero no menos compartido del 10 de diciembre del ’83. La historia fue impiadosa con ambas fechas. La alegría del 25 de mayo expresaba la confianza en que una muy amplia base popular acompañaría un proceso de transformaciones profundas: ya sabemos hasta qué punto la crisis del peronismo y la muerte de su líder cuestionaron esa unidad del pueblo y abrieron una coyuntura en la que nadie quedó exento de cometer errores y algunos como las AAA cometieron crímenes horrendos. En cuanto a la asunción de Alfonsín, el 10 de diciembre se celebraba el renacimiento de la democracia y, aunque hoy se recupere mucho del gesto fundacional del líder radical, es cierto que la gestión no confirmó sus promesas sobre una vida mejor y las leyes de impunidad hicieron aún más difícil creer entonces en la potencia virtuosa de la democracia.

Con el 24 de marzo no se corre el riesgo de que ocurra nada parecido. Esa fecha no encierra ninguna virtualidad digna de ser rescatada. Lo que se proclamó ese día era mucho más que una interrupción del funcionamiento democrático y los primeros gestos del mismo 24 –los miles de secuestros en las fábricas, el ominoso asesinato del mayor Alberte con una metodología que envidiaría cualquier cartel de la droga- auguraban lo que iba a ocurrir. Por otra parte, la presencia de Martínez de Hoz a cargo de la gestión económica estaba diciendo a gritos que los sectores populares resultarían muy desfavorecidos. No ocurrió nada distinto a lo que podía esperarse, aunque la extensión e intensidad del plan genocida superó lo imaginado.

Todo fue tan rápido que al primer año del golpe ya había elementos para un balance. Tomaremos para ello dos escritos contrapuestos, fechados ambos el 24 de marzo de 1977. El primero es texto de cabecera de los militantes de Derechos Humanos y millones de argentinos lo han leído con emoción para comprender mejor el tiempo de la dictadura. El segundo, con menos gracia en la escritura, es la declaración de la Sociedad Rural Argentina que felicita al régimen de Videla por haber atendido la demanda de quienes no repararon en sacrificios con tal de “volver a respirar aire puro”.¿ A qué se referían los ruralistas?, no seguramente a la contaminación industrial, porque el gobierno del gran capital no impuso nuevas restricciones a las empresas. Es otra la mirada, lo que enrarece el aire y la vida misma es la presencia indeseable de los más pobres. La dictadura que “embelleció la ciudad” expulsando a los villerxs de la Capital y prohibió las manifestaciones y conflictos en las calles creó condiciones de vida más tranquilas para quienes pudieran disfrutarlas. Esta ecología aristocrática nada tiene que ver con la mirada del ambientalismo democrático que afortunadamente se expande hoy en la Argentina.

Los dos textos coinciden en un solo punto. El de Walsh –el lector ya sabía de que hablábamos– señala, como la declaración ruralista, que la guerrilla ha sufrido grandes golpes. Naturalmente, la Rural celebra esta circunstancia, mientras Walsh expresa su grave preocupación. Como se sabe, la Carta de un escritor a la Junta Militar debe ser leída en diálogo con los Papeles que el autor dirige a la conducción montonera reclamando un cambio político que permita retomar la inserción popular. La SRA, por su parte, se felicita por el camino adoptado, pero manifiesta inquietudes porque sabe que habrá presiones por moderar el rumbo y, en consecuencia, advierte a los militares sobre “aperturas políticas prematuras” que pongan en peligro lo ya logrado.

Podrá parecer arbitraria la comparación entre dos textos tan distintos. Uno circuló clandestinamente durante mucho tiempo, el otro apareció en la primera plana de los diarios más importantes. El primero reconoce los avances de la represión pero rescata la historia popular argentina para reafirmar su confianza en el futuro, el otro, del que la Sociedad Rural nunca se arrepintió, celebra una victoria pero acumula prevenciones (contra la impaciencia, las actitudes demagógicas o la demora en privatizar las empresas del Estado). Los ruralistas hablan como triunfadores pero saben que son una minoría, que hay algo contranatura en su dominación sobre la mayoría social. Por eso no pueden gozar tranquilamente de su victoria. Que este grupo minoritario de grandes productores del agro, exportadores y jugadores del negocio financiero haya conseguido reunir a miles de medianos empresarios en el paro de febrero de 1976 que terminó de arrinconar al gobierno de Isabel obliga a una reflexión acerca de las políticas de integración del campo popular.

No duró mucho el acompañamiento de esos empresarios a la dictadura . El primer año la mayoría celebró la caída del 40 por ciento de los salarios; después, cuando la política del nuevo poder económico se desplegó abiertamente, vinieron el endeudamiento, la carga exorbitante de los intereses, el atraso cambiario y la competencia internacional que arrasaron un importante sector de la industria y el comercio. Con el macrismo, la apuesta de los empresarios por un “gobierno amigo” no dió mejor resultado. Esperemos que se haya aprendido la experiencia.

Seguiremos recordando cada vez con mayor compromiso el 24 de marzo porque es fuente inagotable de enseñanzas y reflexiones para construir la unidad del campo popular. Es el mejor homenaje que podemos hacer a tantos nombres queridos que, como todos los años, se agolpan hoy en nuestra memoria.